Cuadernos Universitarios. Publicaciones Académicas
de la Universidad Católica de Salta, núm. 12, 2019
ISSN 2250-7124 (papel) / 2250-7132 (on line)
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“Muchas cosas asombrosas existen y, con todo, nada más asombroso que el hombre. (…) Se enseñó a sí mismo el lenguaje y el alado pensamiento, así como las civilizadas maneras de comportarse y también, fecundo en recursos, aprendió a esquivar bajo el cielo los dardos de los desapacibles hielos y los de las lluvias inclementes. Solo de la muerte no tendrá escapatoria”.

(Antígona, Sófocles)

A modo de presentación

El fracaso de la educación pública argentina es una realidad evidente y que presenta un hondo dramatismo. La dimensión exacta de esta falencia es difícil de precisar. Pero afortunadamente existen datos aportados por diversos instrumentos de evaluación, que hacen posible analizar objetivamente la realidad educativa actual desde diversas perspectivas y formular una composición de lugar clara y cierta.

Entre estas herramientas he tenido especialmente en cuenta las pruebas internacionales PISA y las evaluaciones del Ministerio de Educación de la Nación y otros entes oficiales, sobre el desempeño de los alumnos en las áreas cognitivas juzgadas críticas. He seleccionado unos pocos guarismos surgidos de estas mediciones, para mostrar los patéticos resultados de la educación argentina.

Sintéticamente, los datos seleccionados indican que:

  1. Solo el 10 por ciento de los egresados del nivel medio comprende un texto de mediana complejidad.

  2. Se ha verificado que a la mayoría de los educandos les cuesta resolver ecuaciones matemáticas simples.

  3. A este panorama desolador se suma el problema que presenta una preocupante tasa de desgranamiento de los educandos. En el nivel medio, el 60 por ciento de los cursantes iniciales abandona la escuela sin recibirse. Este masivo proceso de deserción escolar ha generado un amplio sector poblacional integrado por más de ocho millones de personas, que carecen del título que acredita la finalización de los estudios de este nivel. El impacto social de este proceso es complejo y de difícil solución. Con el transcurso del tiempo un creciente número de personas se agregan a esa importante masa de marginados culturales, porque al no haber obtenido el título del nivel medio, carecen de uno de los requisitos básicos para conseguir trabajos bien remunerados.

  4. A esta notoria catástrofe educativa respecto de las competencias intelectuales y laborales, se suma el escandaloso resultado de la formación moral de los egresados del sistema. Este aspecto sombrío del quehacer educativo es aún más dramático que la insuficiente comprensión de textos o la precaria asimilación de los axiomas matemáticos o de la correcta praxis del álgebra y de los procedimientos constructivos more geométrico.

La ética es el fundamento de la armonía social y es el elemento que cohesiona y vigoriza a los pueblos que realizan su destino. En efecto, las naciones solo pueden desarrollarse plenamente si los ciudadanos respetan la ley, cumplen cabalmente la palabra empeñada y además afrontan responsablemente sus obligaciones para con sus semejantes y con su patria.

Estamos convencidos de la importancia crucial que tiene para nuestro futuro develar el momento y las circunstancias que nos llevaron a equivocar el rumbo educativo, especialmente en cuanto a la formación axiológica de los futuros ciudadanos. Esta visión retrospectiva nos permitirá revisar los criterios y los procedimientos que nos condujeron a los magros resultados del presente y a plantear las reformas educativas que resulten necesarias para revertir el proceso de decadencia educativa, descartando todo prejuicio ideológico.

La formación integral de nuestro pueblo debe incluir una pedagogía centrada en los valores y que, a su vez, contemple el desarrollo de las competencias intelectuales que requieren los argentinos para vivir y crear en una sociedad altamente globalizada, lastrada por la incertidumbre, la vertiginosa obsolescencia de los saberes y una crecientemente competitividad que exige una gran plasticidad intelectual y una capacidad de adaptarse a los cambios constantes e imprevistos.

Este tema es el que elegí para la exposición que realicé el 12 de marzo de 2015 con motivo de mi incorporación a la Academia Nacional de Educación como miembro correspondiente.

Los contenidos de esa disertación fueron enriquecidos con los comentarios, aportes y críticas de conocidos educadores y algunos colegas académicos. Con ese material elaboré el artículo que presento hoy al público salteño con el título “La educación, un debate inconcluso y no resuelto en la Argentina”.

En este texto remozado incluí las opiniones de Juan Bautista Alberdi y de Domingo F. Sarmiento sobre el tema.

El gran jurisconsulto tucumano creía que era casi imposible modificar el comportamiento del roto chileno o del gaucho argentino utilizando solamente la escuela. Sostenía que la solución para civilizar el país debía venir de una inteligente política inmigratoria y afirmaba que cada inmigrante “con sus hábitos industriosos” se convertirá en un adalid, en un paradigma vivo del orden nuevo.

“Es necesario —decía Alberdi— fomentar en nuestro suelo la población anglosajona”. “Ella está identificada con (…) la libertad, y nos será imposible radicar estas cosas entre nosotros sin la cooperación activa de esta raza del progreso y la civilización”. “La presencia ejemplar de estos civilizadores que llevan en su sangre la democracia y el concepto de la libertad, enseñará a nuestro pueblo las conductas necesarias para alcanzar una república democrática con más eficacia que muchos libros de filosofía. (…) Necesitamos cambiar nuestras gentes incapaces de libertad por otras gentes hábiles para ellas”.

Según Alberdi, para implementar una política de inmigración exitosa debía asegurarse la tolerancia religiosa. “Si queréis familias que formen las costumbres privadas, respetad su altar a cada creencia. El dilema es fatal: o católica exclusivamente y despoblada, o poblada y próspera y tolerante en materia de educación. Llamad a la raza anglosajona y a las poblaciones de Alemania, de Suecia y de Suiza y negarles el ejercicio de sus cultos es lo mismo que no llamarla”, concluye Alberdi.

Este argumento fue el mismo que utilizó el ministro de Instrucción Pública, Eduardo Wilde, para poner fin al debate parlamentario sobre la Ley 1420, realizado en el Congreso de la Nación, norma que permitió la asimilación cultural del aluvión de inmigrantes y la alfabetización plena de la población de Capital Federal y de los territorios nacionales.

Sarmiento no compartía la opinión de Alberdi sobre la ineficacia de la educación para transformar a los educandos. El creía en el poder redentor de la formación humana, y su propuesta era convertir a la nación en una gran escuela, gratuita, laica y gradual, que debía sacar de la barbarie al pueblo iletrado.

El visionario Sarmiento compartía el criterio de que la inmigración masiva era un instrumento idóneo para poblar el desierto erial que haría posible el desarrollo de las potencialidades de un país despoblado. Durante su presidencia comenzó el flujo inmigratorio que fue una de las claves del crecimiento exponencial de la Argentina hasta 1930.

Otros antecedentes relevantes que analicé son el Congreso Pedagógico de 1882, donde el sector católico cometió el error de retirarse —dejando el campo orégano a los laicistas— y el intenso debate de ideas realizado en el Congreso de la Nación con motivo de la discusión de la Ley 1420 sobre Educación Común. En este ámbito legislativo se enfrentaron el grupo católico y los legisladores de la facción liberal positivista, quienes creían firmemente en la religión del Progreso Indefinido. Esta corriente ideológica era tributaria del pensamiento cartesiano, del iluminismo racionalista y del positivismo decimonónico. Sostenía, como tesis central, que la razón era la fuerza impulsora de la historia que avanzaba victoriosa hacia un futuro de creciente prosperidad, de libertad irrestricta y de plena realización de la civilización humana.

Los diputados católicos, defensores del proyecto de ley originario, proponían dar un fundamento trascendente a la educación del hombre y el ciudadano y centrar la formación integral en el principio religioso. Entre los oradores de este grupo de diputados, se destacó el doctor Pedro Goyena por su oratoria brillante y por su amplio bagaje de conocimientos. Este diputado sostuvo que la educación es el arte a través del cual un pueblo transmite a las generaciones futuras su identidad y acuña un tipo humano perfectamente definido.

En la tradición cristiana están incluidos los valores, las mores maiores1, el mandato de la sangre y de la historia, y la forma específica con la que un pueblo a través de la cultura visualiza el mundo y lo transforma.

Finalmente, sostenía que el principio religioso es un elemento constitutivo de la personalidad humana y uno de los fundamentos más sólidos de la moral. Basado en esta idea advirtió a los integrantes de la Cámara de Diputados sobre las consecuencias morales que derivarían de suprimir la enseñanza de la religión, que está íntimamente asociada a los aspectos conductuales del hombre y de los pueblos.

La facción positivista creía que las luces de la razón y de las ciencias iluminarían la tersa senda ascendente del progreso, que vencería a los formidables enemigos de la civilización. Estos adversarios eran la superstición y el bloque de prejuicios religiosos impuestos por la tradición inveterada y no validados por la razón crítica.

La finalidad de la educación —según esta vertiente de pensamiento— consistía en preparar a los educandos para que pudiesen lograr sus objetivos utilitarios, profesionales, crematísticos y que al final del proceso estuvieran a la altura de sus deberes cívicos formales. El progreso —según Onésimo Leguizamón, líder del partido laicista— requería de un tipo humano pragmático, racionalista, despojado de “toda oscura superstición” y de toda preocupación trascendente. Sin embargo, en uno de los pasajes de sus exposiciones expresó que el no propugnaba una “escuela sin Dios”, pero esta frase fue un ejercicio inconducente de una retórica formal.

Esta cosmovisión fue la que adoptó el círculo áulico del general Julio Argentino Roca en sus dos presidencias y una facción muy calificada de la Generación del 80. Este grupo alentó el proceso de crecimiento de la economía y de la inmigración europea2. El éxito logrado justificó la gran euforia que manifestaron ante el despliegue de la potencia de un país que salía raudamente de la barbarie y se incorporaba al enjambre de las naciones más progresistas del mundo.

La Ley 1420 fue un instrumento eficaz del progreso argentino, norma a la que solo le faltó una filosofía que diera sustento firme a la galaxia de valores que contiene la cosmovisión occidental y cristiana. Cosmovisión que debió brindar al hombre argentino el sentido profundo de su vida y de su misión en este mundo. El debate de esta ley señera fue intenso y de un alto nivel intelectual. Pero no logró una síntesis que permitiera recoger las mejores tradiciones culturales del país a las que debió sumar los avances pedagógicos del siglo.

Personalmente, creo que en ese momento especial de la nación se perdió la oportunidad de preservar lo válido del pasado, los principios y valores tradicionales del país, y de conjugar este acervo insustituible con los aportes del pensamiento moderno.

En ese corte tajante entre el pasado y el presente se perdió la continuidad de la tradición moral de la Argentina, plasmada en los arquetipos de los ciudadanos eminentes que debieron servir de modelos a las generaciones futuras, tal como lo había propuesto sabiamente el doctor Pedro Goyena.

Antecedentes

“Cuando el 15 de julio de 1796, Manuel Belgrano leía ante el Consulado de la Ciudad de Buenos Aires su Memoria sobre los medios generales para el fomento de la agricultura, la industria y el comercio, quedaba inaugurado en la Argentina el debate educacional en términos modernos. Los estudios clásicos, centrados en el derecho, la filosofía y la teología fueron cuestionados y enfrentados con una concepción, utilitaria, racional y científica, proveniente de los países más adelantados de Europa occidental” (Tedesco, 1993: 23).

Inspirado en las ideas belgranianas, Rivadavia articuló un sistema educativo integral vertebrado por la Universidad de Buenos Aires, que fue fundada a sus instancias en 1821 siguiendo el modelo napoleónico.

El advenimiento de Rosas clausuró todo avance educativo hasta la segunda mitad del siglo XIX.

El proceso de la “Organización Nacional”, iniciado tras la caída de este caudillo federal, abrió una instancia de confrontación de ideas referidas a la Constitución, la legislación y las políticas de Estado que debían asegurar un destino nacional auspicioso.

En ese momento fundacional, dos relevantes pensadores integrantes de la “Generación del 37” difundieron su visión sobre el futuro nacional. Ambos coincidían en la necesidad de poblar el “agobiante desierto”, ese inmenso espacio erial donde imperaba el salvaje. Pero sus opiniones sobre la misión de la educación eran divergentes: Alberdi le asignaba un modesto rol y Sarmiento, en cambio, creía en su extraordinario poder redentor.

En efecto, Juan B. Alberdi (2017) en su obra Las Bases afirmó que en el seno del país coexistían dos tipos de hombres claramente diferenciados: “el hombre mediterráneo o gótico” que es aquel que “España sembró en América” y “que pertenecía a la Europa del pasado” y “el hombre del litoral, abierto a las corrientes de la modernidad y el progreso”. Estos dos tipos humanos estaban tajantemente separados por un espacio cultural de más de tres siglos de distancia. Ambos pertenecían a la civilización europea, de la cual Argentina era un retoño prometedor. Pero había llegado el momento de cambiar de maestros y de unirse a los países que lideraban el progreso de la humanidad.

“Es necesario —propone este autor— fomentar en nuestro suelo la población anglosajona”. “Ella está identificada con el vapor, el comercio y la libertad y nos será imposible radicar estas cosas entre nosotros sin la cooperación activa de esta raza de progreso y civilización”. “Cada europeo que viene a nuestras playas nos trae más civilización en sus hábitos, que luego comunica a nuestros habitantes más que muchos libros de filosofía (…). Un hombre laborioso es el catecismo más edificante (…). Cada inmigrante con sus hábitos industriosos se convierte en un adalid, en un paradigma vivo del nuevo orden” (Alberdi, 2017).

Esta masiva implantación étnica —factor decisivo del desarrollo argentino— debía ser acompañada por un sistema educativo coherente, pragmático y utilitario. “El plan de instrucción debe multiplicar las escuelas de comercio y de la industria, fundándolas en pueblos mercantiles”, concluye. Según Alberdi, la educación debía acompañar el enérgico proceso transformador del país operado desde una intensa política inmigratoria.

La Constitución de 1853 recogió la propuesta alberdiana que se sintetizó en la frase “gobernar es poblar”. El país se abrió a todos los hombres de buena voluntad que desearan habitar y crear riqueza en el territorio argentino.

Por su parte, Domingo F. Sarmiento creyó fervientemente que era posible convertir a las masas criollas iletradas en ciudadanos útiles para el progreso y la estabilidad de la Nación, mediante una educación adecuada: “Las masas —afirmó— están menos dispuestas al respeto de las vidas y de las propiedades, a medida que su razón y sus sentimientos morales están menos cultivados” (Sarmiento, 2011). El papel decisivo que el gran sanjuanino asigna a la escuela consiste en que ésta asegura “el progreso” de la sociedad.

En su “Facundo” había planteado la existencia de una profunda dicotomía entre la “civilización y la barbarie”, que se encarnaba en dos tipos humanos antagónicos y claramente diferenciados: el ciudadano cultivado y el criollo ineducado y semisalvaje, que era el producto del aislamiento y de la vida precaria del medio rural.

En esta ímproba tarea siguió a Guizot, para quien la civilización occidental se originó en la polis griega y en la intensa vida urbana latina. El advenimiento de la barbarie sobrevino en Europa, por la diáspora poblacional de las ciudades hacia los espacios rurales y por las “invasiones de los pueblos barbaros”. Mutatis mutandi el exiguo “ecúmeno” existente en el país hizo posible que la cultura brillara tenuemente en nuestras ciudades asediadas por las salvajes montoneras. La matriz de la barbarie argentina era el desierto y la ruda vida campestre. Ese medio acuñó al criollo sin ley y a sus crueles caudillos. Su contrafigura era el hombre educado, el ciudadano, que había accedido a la cultura universal. Los remedios que proponía frente a esta situación eran: la inmigración europea que poblaría el desierto y la escuela, que erradicaría en forma definitiva la barbarie retardataria.

En su gestión presidencial, Sarmiento impulsó enérgicamente la educación pública y la inmigración europea, políticas de Estado que fueron continuadas durante las presidencias de Avellaneda y Roca. Los guarismos que arrojan los censos nacionales de 1869 y 1910 permiten dimensionar el esfuerzo nacional realizado: la población creció en forma exponencial en esos años, y pasó de 1.800.000 a 4.500.000 habitantes.

Rubén Darío, en su poema apologético Canto a la Argentina escrito para conmemorar el centenario de la Revolución de Mayo, destacó la irresistible atracción que esta patria nueva ejercía sobre la imaginación de los europeos anhelantes de espacio y progreso. El poeta cristalizó su deslumbramiento ante este fenómeno humano, proclamando que Argentina era “el país de la Aurora, refugio de toda raza afligida y de toda humanidad triste”.

La impactante realidad argentina en vertiginoso desarrollo exigió a sus dirigentes la lucidez para crear los mecanismos necesarios para incorporar esta ingente masa humana que fluía incontenible e incesantemente. Era necesario integrar a estos grandes contingentes humanos mediante una educación adecuada y una asimilación cultural eficaz.

El debate parlamentario de la Ley 1420

El gran debate parlamentario sobre el proyecto de ley de “educación común” comenzó el 4 de julio de 1883, adornado por los lujos oratorios que exhibieron los parlamentarios de los “partidos” en pugna: el católico y el liberal-positivista. Fue un debate arquetípico por la temática abordada, por el alto nivel intelectual y por la inspiración desplegada por los oradores intervinientes.

Los medios de prensa liberales acompañaron a sus paladines con una intensa acción editorial desplegada contra el proyecto de ley de educación común presentado por el diputado católico Mariano Demaría, miembro informante de la Comisión de Culto e Instrucción Pública. “Es necesario que la escuela sea eminentemente laica —decía Mitre en un artículo publicado en del diario La Nación del 5 de julio de 1883— porque así lo prescribe la ciencia; porque así lo impone la necesidad de dar a la enseñanza pública de nuestro país su verdadera unidad y esa fuerza cívica y esa alta moralidad que se requiere para que las nuevas generaciones se desenvuelvan amplia, sólida y fecundamente”. El 9 de julio, Sarmiento, desde las páginas de El Nacional, coincidió con Mitre en su crítica implacable contra el proyecto “católico”.

El partido católico defendió el proyecto originario, que proclamaba en su artículo 3 “la necesidad de la educación religiosa como elemento insustituible para la formación del carácter de la persona humana”. Este proyecto no innovaba la praxis educativa existente en las escuelas primarias pertenecientes a la jurisdicción de la Ciudad de Buenos Aires donde aún regía la ley provincial de 1875, que prescribía la enseñanza obligatoria de la religión católica.

En la primera sesión en la Cámara de Diputados de la Nación, donde se trató el proyecto educativo presentado, Onésimo Leguizamón manifestó su radical oposición. Sin embargo, trató de minimizar el verdadero núcleo ideológico de su posición que era contraria a la injerencia de la Iglesia en el ámbito educativo. En efecto, dijo: “Creo que en el estado actual de la filosofía y aun de las ciencias naturales es imposible dejar de tener la creencia en un ser supremo (…) no propongo una escuela atea, sin Dios” (Consejo Nacional de Educación, 1934: 31). Sin embargo, en el proyecto de ley alternativo presentado por él en esa oportunidad, y que finalmente se convirtió en la notable Ley 1420, se suprimía la enseñanza de la religión en las escuelas primarias de la Capital Federal y los territorios nacionales.

Este orador era un brillante polemista que creía fervorosamente en la religión del “Progreso Indefinido”, visión decimonónica que se imponía impulsada por “la idea de razón triunfante”3, posición que venía desplegando sus banderas victoriosas en los países civilizados de occidente.

El discurso de Leguizamón tenía la poderosa seducción que devenía de su convicción de conocer las claves del futuro y de suponer que el catolicismo impedía el progreso de la humanidad. El segundo argumento esgrimido por él y posteriormente por el ministro Eduardo Wilde, expresaba que la enseñanza religiosa obligatoria constituiría un obstáculo para la venida al país de inmigrantes europeos pertenecientes a otras confesiones.

El foco de la discusión parlamentaria giró en torno a la alternativa de la enseñanza laica o religiosa

Si se analizan los argumentos vertidos en este debate memorable, que fluyó lastrado por irreductibles pasiones ideológicas, surge con toda claridad que la discusión versó, en “última ratio”, sobre el hombre y los fundamentos de la educación y sobre las preguntas centrales que había planteado Kant sobre el hombre: ¿Qué puedo saber?”, “¿qué debo hacer?”, “¿qué me cabe esperar?”, “¿qué es el hombre?” (Kant, en Buber 1954: 14-15).

Primera pregunta: ¿qué puedo saber? El Positivismo responde que solo podemos conocer las “verdades” que provienen de las ciencias físico-naturales y las que aportan las disciplinas que utilizan su método. La solución de los últimos problemas del hombre serán resueltos por la biología, la anatomía, la química orgánica o la psicología experimental.

La razón invicta validaba estos saberes sesgados y los convertía en los únicos criterios de verdad. Esta exigencia de someter toda la realidad a la soberanía de la razón redujo en forma drástica el reino de los saberes y las vías tradicionales de acceder al conocimiento esencial. Se excluían de este modo la intuición, el amor —que es una caudalosa fuente de saberes—, la inspiración poética —que ilumina la realidad desde la percepción de lo bello— y los escarpados caminos de la mística que alcanzan y penetran la esfera sutil.

Goyena señaló, desde la posición católica, que el hombre luego de conquistar en la Tierra todo lo “necesario para el bienestar, se debe elevar también a las regiones del espíritu y conocer las verdades superiores”. Para acceder a ellas, es imprescindible el auxilio de la religión, la filosofía y los saberes tradicionales.

Segunda pregunta: ¿qué debo hacer? En sus discursos del 6 y el 11 de julio de 1883 (Consejo Nacional de Educación, 1934: 33-41), Goyena respondió esta pregunta, defendiendo la enseñanza religiosa como fuente de la axiología y de la ética. Apeló a las mores maiores, las conductas ejemplares de los próceres que son prescriptivas de los valores a transmitir a las generaciones futuras. Los arquetipos propuestos fueron Belgrano y San Martín —dos católicos ejemplares— que “forman parte de los antecedentes de la familia argentina y son rasgos de su fisonomía moral; y nuestra legislación no puede, sensatamente desvincularse de estos hechos, pretendiendo reemplazar la más noble y antigua tradición con las perversas doctrinas del positivismo” (Consejo Nacional de Educación, 1934: 36-37). El positivismo considera que el hombre es un ser únicamente material. Desde esta posición, no podrá evitarse que la respuesta conductual derivada se incline hacia un descarnado hedonismo. El bien del hombre será visto únicamente como una búsqueda irrefrenable de la riqueza, del placer, de la utilidad o el lucro ad infinitum. La moral del gozante seguirá la “aritmética del placer”, pensada desde Epicuro, como un imperativo de lograr, en cada momento, el máximo de fruición con el mínimo sacrificio. Los espíritus superiores podrán alcanzar, a lo sumo, la tersa serenidad de la ataraxia. El resto de los hombres seguirán el mandatorio carpe diem horaciano, que los impulsa a vivir placenteramente cada instante de la vida.

Los demás cultores del utilitarismo se regirán no por criterios morales sino por una pragmática eficacia o por una irresistible gravitación hacia el lucro.

Tercera pregunta: ¿qué me cabe esperar? Esta pregunta solo admite ser contestada por la religión. Goyena explicó que la educación debe afianzar “el sentimiento que nos vincula con un destino inmortal, con la eternidad y con Dios”. “Cuando ese sentimiento se ha debilitado, se hizo común la bajeza de los caracteres, la adulación, la sensualidad, la transigencia indecorosa con todas las inmoralidades que pueden deshonrar a la humanidad” (…). Sostengo la supremacía de los intereses morales sobre el materialismo, que, se ha dicho con verdad, es una gran indigencia y un gran infortunio” (Consejo Nacional de Educación, 1934: 64-65).

La última pregunta: ¿qué es el hombre? El diputado Tristán Achával Rodríguez, en su brillante intervención, puntualizó: “El maestro dictará al niño nociones respecto del hombre. Pero ¿qué le dirá del hombre si su enseñanza científica ha de ser ajena a toda noción religiosa? ¿Cuál será el origen del hombre según el maestro? (…) El niño preguntará al maestro ‘¿qué es el hombre?’ y el maestro no tendrá más contestación que ésta: el hombre es lo que veis; el hombre sois vos. ¿Le enseñará que no tiene espíritu? ¿Le enseñará que es nada más que un animal? ¿Le dirá que hay en él una sustancia espiritual? El maestro (…) enseñará a los niños el más crudo materialismo”.

Para responder a esta pregunta el partido católico contaba con el acervo sapiencial y milenario de la Filosofía Perenne, que aporta una respuesta clara a la pregunta “¿qué es el hombre?”.

Evocaremos en primer término a Platón, quien sostuvo que el hombre es “un espíritu encarnado” y que el cuerpo es “la prisión del alma”. Según este filósofo, la tarea primordial de la persona será realizar un tenaz esfuerzo de “catarsis”, de purificación del alma mediante la “ascesis” que la liberará de la gravitación negativa de la materia y las pasiones humanas.

Aristóteles, su antagónico discípulo, considera al hombre como un animal racional, un ser compuesto de cuerpo y alma que habita en un mundo que le es dado y al que conoce merced a sus sentidos y a su inteligencia —de intus legere, leer dentro de las cosas—. Su razón le indica la finalidad de su vida y determina su conducta ética, que es inescindible de su vocación a la felicidad.

La cristiandad consolidó, desde una perspectiva religiosa, la idea del hombre como un ser compuesto de cuerpo y alma, idea acuñada por la filosofía permanente en la Grecia clásica. Esta concepción fue decantada por la reflexión filosófica de más de dos milenios. La persona así concebida alcanzó su universalidad en Roma y ascendió hacia su espiritualidad intimista al abrevar en las fuentes de la tradición judeo-cristiana. Esta concepción sobre el hombre se mantuvo incólume, incluso en aquellos pensadores que defenestraron a Aristóteles de su supuesta milenaria infalibilidad. Galileo y Descartes, padres de la ciencia moderna, eran cristianos convencidos y creían en el paradigma humano que había adoptado la filosofía occidental.

La vertiente positivista, en cambio, no acuñó una idea definida sobre la esencia del hombre ni presentó una respuesta unívoca a la pregunta crucial por su ser.

El siglo XIX presentó visiones divergentes sobre el hombre, su esencia y su naturaleza. Un ejemplo es el “hombre fáustico”4 que pretendió suceder sin solución de continuidad al hombre clásico, cuyo elemento definitorio es la racionalidad.

Este cambio de paradigma supuso que el conocimiento no provenía ya de la sacrosanta razón sino de la pura acción humana. Desde esa vertiente praxeológica y materialista, Wiliam James, John Dewey y su constelación de devotos discípulos, proclamaron la primacía de la acción humana sobre el pensamiento.

En efecto, Dewey considera que el mundo es solo una materia que debe ser transformada por la acción humana. Los principios son meras hipótesis que la acción debe corroborar o rectificar; por esa razón la acción es previa al conocer y el mismo conocer es producto de la acción práctica del hombre sobre la realidad.

El hombre debe servirse del conocer como un medio de control y de transformación de la naturaleza, y para sustentar el progreso humano que se basa en la ciencia positiva y en la técnica.

Watson, Guthrie y Skinner —máximos representantes del “Conductismo”— consideran al hombre como un “animal” cuyo comportamiento puede ser manipulado mediante la técnica de los reflejos condicionados que investigó Pavlov. Esta línea de pensamiento niega esencialmente la libertad y, por supuesto, considera que la existencia del espíritu humano es un mito superado.

Piaget, que pertenece a una línea de pensamiento simétrica, se equivoca al definir a la inteligencia como la mera aptitud de adaptación del hombre al medio ambiente: en efecto, esta actúa en forma inversa a la descripta por el psicólogo suizo, pues es el hombre quien transforma al medio adecuándolo a sus necesidades.

Por su parte, el materialismo pesimista también acuñó al existencialismo nihilista y libertario: Jean Paul Sartre cree que el hombre no tiene esencia y por ello “está condenado a ser libre”. Él no tiene otra posibilidad que configurarse a sí mismo a través de sus decisiones en un mundo caótico y sin sentido. Cada hombre debe inventarse cotidianamente a sí mismo y construir su propio destino. En ese sentido, Machado dirá poéticamente: “Caminante no hay camino, se hace camino al andar”.

El derrumbe de la ideología del Progreso Indefinido

En 1914 el terso mundo prometido por la ilusoria religión del Progreso Indefinido —que cultivaron Onésimo Leguizamón y muchas personalidades argentinas del siglo XIX— quedó sepultado en forma abrupta bajo los escombros de la Primera Guerra Mundial. Este conflicto mostró que la razón había cedido su imperio a la irracionalidad, a la barbarie absoluta y a las miserias abismales de la condición humana.

Este drama bélico de proporciones globales, lejos de enseñar a convivir a las naciones que lo protagonizaron, exacerbó las pasiones nacionalistas y la sed de venganza de los vencidos. En los países continentales de Europa se abrían camino concepciones paganas que negaban la tradición cristiana y la vocación de sus líderes por la libertad y la democracia.

Alemania adoptó una ideología radicalmente racista, totalitaria y revanchista que desató la Segunda Guerra Mundial y el exterminio del pueblo judío. Cabe preguntarse: ¿Cómo pudo el nazismo pervertir a un pueblo refinado y culto y llevarlo al paroxismo genocida y a la guerra de exterminio?

A modo de explicación de lo ocurrido, cabe señalar que la doctrina nacional-socialista se articuló sobre las ideas de Nietzche, desorbitado profeta que eligió el seductor lenguaje oracular de Zaratustra para proclamar que “Dios ha muerto”. En consecuencia, el hombre, animal excéntrico que no terminó aún su proceso evolutivo, debe hacerse cargo de dirigir su propio desarrollo que culminará con el advenimiento del superhombre.

Este hombre nuevo y fuerte someterá a los débiles a su voluntad omnímoda y despojada de la piedad cristiana. Esta visión pagana del hombre inspiró la idolatría de la raza y el desprecio hacia las etnias juzgadas inferiores.

A estas ideas tóxicas se sumó una interpretación dislocada de las teorías hegelianas sobre la dialéctica de la historia, que explica el progreso humano por un proceso temporal de exaltación de determinados pueblos que asumen la chispa prometeica y conducen el avance de la civilización. El Estado se convierte en el instrumento de la Providencia porque encarna el espíritu, el genio y los valores de la raza elegida que debe dar forma y claridad al futuro. De allí proviene la majestad del Estado absoluto, forjado como instrumento de realización de los pueblos civilizadores.

El Holocausto y el apocalipsis bélico jamás visto devienen de estas teorías totalitarias potenciadas por un gran resentimiento del pueblo alemán, provocado por la pérdida de la Primera Guerra Mundial y por el inequitativo tratado de paz de Versalles, de 1919.

Rusia escogió el marxismo, doctrina intrínsecamente perversa que derivó en un penoso conflicto planetario —la guerra fría— que duró desde 1945 hasta casi el fin del siglo XX.

Marx, profeta de la izquierda hegeliana, basó su ideología en la dialéctica de la historia y el materialismo radical. Su concepción sobre el hombre es decididamente determinista. Niega el espíritu y sostiene que la cultura es un epifenómeno de la materia. El hombre es un puro dinamismo vacío que conoce el mundo mediante la praxis continua. Este protagonista de un mundo despojado de la cultura debe vaciarse de Dios, para que logre ser el realizador de su propia redención. Los regímenes marxistas, lejos de gobernar persiguiendo el bien común, redujeron a los pueblos bajo su dominación a la miseria y perpetraron crímenes atroces de lesa humanidad.

El panorama educativo en la Argentina

Mientras tanto, la Argentina hasta 1930 había crecido a un ritmo exponencial. En medio de ese gran esplendor material, comenzaron a manifestarse con claridad las falencias educativas que surgieron especialmente en el ámbito de la ética.

Nicolás Avellaneda, en su análisis de la Ley 1420, había profetizado el efecto pernicioso de una ley que suprimía de cuajo le enseñanza religiosa, que es el firme fundamento de la moral. Al respecto dijo: “El proyecto se modeló sobre la ley francesa del 28 de marzo de 1882 y sobre la ley belga de 1879. Es la copia de ambas o el trasunto de ambas y emplea procedimientos idénticos para llegar al mismo resultado, a la supresión de la religión o la escuela sin Dios. (…) Se han adherido a una fórmula extraña y esto los pone en presencia de consecuencias que sin duda no aguardaban” (Avellaneda, 1920: 202).

Algunos memoriosos recordaron que el Buenos Aires Herald, en su edición del 18 de septiembre de 1883, había expresado: “No es que temamos por la religión. Tememos por la paz de las familias, la moralidad de la sociedad y todo lo que nos es caro a nosotros los cristianos como pueblo civilizado y como colectividad deseosa de guardar paso con la verdadera marcha de la inteligencia, del progreso, de la ilustración que han sido retardadas (…) perdemos así una de las más brillantes y valiosas oportunidades que pudieron ofrecerse para aprender a ser sabios con la experiencia ajena”.

En ese año, la movilización de la sociedad argentina en contra de la nueva ley fue muy significativa. En la tarde del 25 de agosto de 1883, más de doscientos carruajes llegaron hasta el Congreso de la Nación, transportando un numeroso contingente de madres argentinas que entrevistaron al vicepresidente de la Nación a quien entregaron un petitorio que firmaban más de 1000 damas porteñas que pedían educación religiosa para sus hijos.

A este documento se agregaron otras peticiones que provenían de todo el país y que se expresaban en el mismo sentido, firmadas por la increíble cifra de 180 000 ciudadanos.

A pesar de la dimensión gigantesca de la oposición popular a la ley, el gobierno hizo oídos sordos y su implementación continuó sin tropiezos.

Ricardo Rojas sintetizó la opinión de la multitud de críticos de la legislación educativa en una severa admonición que expresa: Las fallas de “nuestra enseñanza (…) radican en que lleva al cosmopolitismo, a la disociación de los tradicionales núcleos morales, a la indiferencia para con los asuntos públicos, al desconocimiento de nuestro propio territorio, al ansia sin escrúpulos de riqueza y al desdén por las altas empresas”.

En el transcurso del tiempo fueron apareciendo nuevos flagelos derivados de la falta de un fuerte énfasis en la enseñanza de una ética fundada en principios religiosos.

Esta sucesión de calamidades públicas se presentaron sin solución de continuidad. Así surgieron la corrupción, la anomia, el desprecio por la ley5, una notoria actitud social autoritaria, la violencia omnipresente y la difusión de la droga, que presenta hoy una gran capilaridad social.

El sistema educativo público no pudo dar respuestas a estas realidades lacerantes, y tampoco fue capaz de cumplir con su misión de formar intelectualmente a los educandos que concurren a las escuelas estatales.

En el siglo XX, a partir de los años setenta, comenzó a manifestarse intensamente la Revolución Científico-tecnológica que impuso un ritmo vertiginoso a la obsolescencia del conocimiento. Este proceso impone la necesidad de la actualización continua de los saberes. Luego advino la “globalización” con sus amenazas y oportunidades, que requiere del sistema educativo reforzar la identidad cultural.

Estos desafíos no resueltos nos interpelan como sociedad y plantean la necesidad de abrir un nuevo debate que encare con la debida seriedad el tema de la naturaleza humana y las finalidades, los criterios y los métodos educativos que deben aplicarse para brindar una educación integral de calidad.

Partimos del convencimiento de que no es posible una educación integral si no se presenta a los educandos una imagen del hombre como debe ser. Este punto es crucial porque orientará los lineamientos que deberán imprimirse a la formación del hombre argentino y a la educación que deberá serle impartida.

El panorama de confusión que presenta el pensamiento de nuestro tiempo nos sugiere la necesidad de volver a las fuentes de nuestra cultura y actualizar sus temas fundamentales con los aportes de la ciencia y los saberes ciertos sobre el hombre, que nos permitirán elaborar una antropología filosófica y una consecuente propuesta educativa.

Nuestra propuesta

El objetivo fundamental de la educación es lograr el desarrollo integral del ser humano, al que Aristóteles definió axiomáticamente como “un animal racional”.

La racionalidad lo torna consciente de su propia existencia y de su capacidad para comprender y modificar la realidad que lo circunda. Del hecho incontrovertible de que el hombre posee conciencia de sí mismo, deriva su prestancia y su dignidad eminente (LLedo, 2017).6

Martín Buber (1954), en su hermoso libro ¿Qué es el hombre?, dice: “El hombre es diferente de todo lo demás precisamente porque hasta pereciendo puede ser un hijo del espíritu (…). El hombre es el ser que conoce su situación en el mundo y que, mientras está en sus cabales puede prolongar este conocimiento (…). Lo decisivo es que el conoce la relación que existe entre el mundo y él mismo”.

Estos aportes de la filosofía tradicional corroborados por las neurociencias señalan al hombre como un ser consciente, dotado de inteligencia y de libertad. Por otra parte, podemos afirmar que se trata de un ser en busca del sentido de su vida. Viktor Frankl (2016) sostiene que para el hombre lo decisivo es la búsqueda y el hallazgo del sentido de su propia vida.

Él es el compendio de todo lo creado, es un microcosmos, que lleva en su interior las potencias del saber. Esta idea clásica generalmente aceptada es también práctica, porque permite al educador ayudar a sus educandos a descubrir ese sentido vital y a encontrar su vocación.

El maestro puede así ayudar a modelar el carácter del joven, afianzar sus hábitos virtuosos y los valores que lo salvarán del “naufragio vital” —para usar un concepto orteguiano—, disciplinar sus impulsos, ejercitar su capacidad de razonamiento y prepararlo para la gran aventura de vivir.

A contrario sensu: si el hombre es solo un animal liso y llano, si es un ser producto de una evolución espontánea y sin finalidad; si la inteligencia es un mero mecanismo de adaptación al ambiente y la libertad es solo una ilusión, la tarea educativa estará irremediablemente condenada a un fracaso estrepitoso.

En esta visión sobre el hombre, que aceptamos, debemos incluir el aporte de la ciencia.

Brandon Carter, conocido astrofísico inglés, formuló en los años ochenta el “principio antrópico”, que señala que el universo en todo su despliegue ha creado las condiciones para engendrar un ser único, consciente e inteligente, producto acabado de la evolución.

Recordamos que el R. P. Teilhard de Chardin, S. J., desde una vertiente no ortodoxa del pensamiento católico, sostuvo la idea de que la evolución es un proceso dirigido y preñado de finalidad. Este proceso ha puesto al ser humano como la culminación del inmenso despliegue de pirotecnia energética y de formación de la materia que se habría originado al principio del tiempo.

Sarmiento fue uno de los precursores de esta visión evolutiva que expuso brillantemente en su conferencia “La muerte de Darwin”, leída en el Teatro Nacional de Buenos Aires, en 1881. En esa oportunidad, explicó: “El transformismo de la naturaleza orgánica, sucediéndose en una serie de millones de años una forma más perfecta de la planta o del animal que la que le precede, por haber todavía un salto entre el hombre y la larga y variada familia de los cuadrumanos (…) similares al hombre, menos en la inteligencia suprema y la conciencia; hay sin embargo una marcha general en la sucesión de los astros, en las formaciones geológicas y en los progresos del hombre prehistórico hasta nosotros (…) procediendo de la misma manera, de lo simple a lo complejo (…) de la forma informe a la belleza acabada, de todo ello ha resultado la teoría universalmente aceptada de la evolución así generalizada, como procedimiento del espíritu, porque necesito reposar sobre un principio armonioso y bello a la vez, a fin de acallar la duda que es el tormento del alma”.

En la década de los noventa, el célebre filósofo católico Jean Guitton y los científicos Grichka e Igor Bogdanov (1996) publicaron sus diálogos sobre la última frontera de las ciencias y las concordancias de estas con el pensamiento filosófico acerca del universo, la evolución y el hombre.

La conclusión de este think tank es que el ser humano es la coronación de un largo proceso evolutivo claramente teleológico y que data de millones de años. Agregan que el hombre es considerado por la filosofía y por la ciencia como la única criatura en el universo que tiene conciencia de sí y que es capaz de comprender las leyes que rigen el cosmos.

La facultad de pensar le permite cumplir el mandato apolíneo que reza: “conócete a ti mismo”7, conditio sine qua non para desentrañar los secretos del mundo y del hombre.

Él, con su razón, entiende la realidad y la circunstancia en la que vive, y puede elegir diversas alternativas y transformar el mundo de acuerdo a su conveniencia. Su inteligencia posee una gran plasticidad y es maleable, atributos que hacen posible la educación (“educar” viene de e-ducere, que significa “conducir”). Este arte consiste en enseñar al discípulo a ser hombre. Píndaro nos dice mandatoriamente: “Sé el que eres”.

De lo expresado supra surge que el hombre es un ser libre: de este hecho milagroso deriva su dignidad esencial. Nadie es más libre que el hombre formado, capaz de realizar responsablemente su proyecto personal que plenifica y da sentido a su vida y le permite forjar su propio destino.

El hombre es también un ser finito y mortal: está inmerso en el fluir del tiempo y no puede sustraerse a las consecuencias de su transcurrir. La limitación humana opera como un poderoso incentivo, un estímulo que lo impulsa al superar su condición y proyectarse más allá de sí mismo. Ulises explica a Virgilio en el “infierno” dantesco que su trágica muerte ocurrió porque él transgredió sus límites: navegó más allá de las columnas de Hércules, el non plus ultra de los marinos antiguos y exhortó a sus compañeros a seguirlo al Hades debido a su ansia de saber: “No os engendraron para vivir cual brutos / mas para ser virtuosos y sapientes”, proclama el héroe.

La educación deseada: Partiendo de las certidumbres tradicionales y de sus correspondientes actualizaciones científicas, es posible plantear lo siguiente:

Los contenidos curriculares pensados para la escuela no deben suprimir el tema de la religiosidad humana. Una formación integral no puede prescindir de la religiosidad que es inherente al ser humano.

Viktor Frankl (2016) explica que “la religiosidad inconsciente, revelada mediante nuestro análisis fenomenológico, debe entenderse como una relación latente con lo trascendente que hay inherente en el hombre (…). Este concepto conlleva, ni más ni menos, que el ser humano siempre ha mantenido una relación intencional con la trascendencia, aunque solo sea a un nivel inconsciente”.

En los Salmos se hace mención al Dios oculto y la cultura griega dedicó un altar al Dios desconocido. Esta frase señala que la relación de las personas con la divinidad es muy compleja. Pero si sabemos que preterir o negar la presencia del sentimiento religioso, que está profundamente arraigado en todo hombre —aún en los que se consideran agnósticos—genera problemas psicológicos de gran impacto. Esa presencia debe ser aceptada y asumida para convertirse en una fuerza espiritual que ayude a las personas a encontrar el sentido de su vida.

“Así pues, existen formas religiosas que están esperando a que el hombre pueda asimilarlas desde un punto de vista existencial, es decir, que el hombre las adapte a sí mismo. (…) La cultura ofrece suficientes modelos tradicionales para que el hombre se rodee de una religión viva” (Frankl, 2016: 81-93).

El proceso educativo no debe prescindir del principio religioso asumiendo las dificultades y severas restricciones jurídicas existentes. La formación integral solo estará completa cuando se incluya la dimensión religiosa del hombre y así podrá cumplir su misión de lograr que los hombres educados se distingan por su acrisolada e inquebrantable moral y por poseer una personalidad recia capaz de soportar con una firme esperanza las situaciones críticas que se presentan a lo largo de la vida.

Para poder avanzar en este sentido es necesario que los que gobiernan se despojen de los prejuicios que sembró el positivismo decimonónico y que fue asumido por corrientes de pensamiento como el conductismo, el psicologismo materialista y el marxismo.

El reciente fallo de la Corte Suprema de la Nación recaído en el caso “Castillo, Viviana Carina y otros c/Provincia de Salta”, presenta un especial interés para los educadores salteños.

El tribunal supremo fulminó de inconstitucionalidad solo dos normas provinciales: el artículo 27 inciso “ñ” de la Ley Provincial 7546 y la Disposición N° 45/09 de la Dirección General de Educación Primaria.

El artículo 49 de la Constitución salteña que prescribe la enseñanza de la religión quedó incólume.

La decisión judicial en uno de sus partes, dice: ”Los principios establecidos no impiden la enseñanza de las religiones como fenómenos socio-culturales, siempre y cuando tal enseñanza sea objetiva y neutral. Para ello, resulta imprescindible la elaboración de un contenido curricular específico y claro respecto a la neutralidad”. También habilita la educación religiosa “fuera del horario de clases”.

La conclusión que se impone frente a este texto es que existen espacios para la enseñanza religiosa que tendrá que ser diseñada inteligentemente y de acuerdo a los lineamientos que ha dado el fallo citado.

El doctor Horacio Rosatti, que votó magistralmente en disidencia, dice en uno de los párrafos de su voto: “La enseñanza de la religión configura uno de los contenidos que se imponen como necesarios para que el alumno construya su propia identidad y logre un desarrollo integral de su personalidad, lo que no ocurriría si se silenciaran los contenidos cognitivos religiosos parcializando la comprensión de la realidad cultural circundante en la que se desarrolla el sujeto”.

Compartimos plenamente lo dicho por este juez del más alto tribunal de la Nación.

Asimismo, y como segunda prioridad, debe asegurarse una sólida formación intelectual de los educandos. Este objetivo se logrará mediante la interacción de los dos protagonistas de la relación pedagógica: el docente y el alumno.

La singularidad de esta relación pedagógica exige, de parte del enseñante, un acercamiento cuidadoso y responsable a su discípulo. El maestro es más importante por lo que suscita en el educando que por los contenidos que transmite. Su función primordial es sembrar, motivar, y encauzar al discípulo para que logre por él mismo las metas educativas previstas.

El alumno debe desarrollar su capacidad de autoaprendizaje. San Agustín alude a la presencia del “maestro interior”.

El educador nato y la ejemplaridad. El educador debe comportarse como un modelo o arquetipo humano a imitar. El magisterio es una especie de apostolado laico en el que el maestro se autorevela como un modelo humano. La persona del educador debe estar rodeada de significación y de autoridad (del latín augere, que significa promover, hacer crecer al otro desde el amor donante o de ágape —este es el amor de sobreabundancia, el que tiene el padre por sus hijos, o del sabio por su discípulo—).

El compromiso. El maestro debe tener un compromiso vital con lo que enseña. Sócrates enseñó el respeto irrestricto a las leyes de la ciudad y murió por sostener esa convicción.

La palabra. Es el medio para sembrar el conocimiento y hacer pensar (de pensum, pesar, medir, dimensionar las cosas y los entes que se presentan ante la conciencia). Es el instrumento privilegiado de la comunicación humana y debe ser usada limpia, clara y precisamente por el docente.

La comunicación educativa. Es un acto de donación de sí de parte del docente y una apertura al misterio del otro. Jacques Maritain, siguiendo a San Agustín, decía que el maestro debe tratar a sus alumnos como si estos fueran ángeles dormidos a quienes debe despertar al conocimiento.

El saber responsablemente adquirido y adecuadamente actualizado. El docente debe trasmitir con pasión y fruición el conocimiento. Debe lograr que sus alumnos alcancen el gaudium de veritate agustiniano, el gozo de la verdad en la medida de las limitaciones humanas.

El conocimiento y experiencia de la praxis educativa. La riqueza de las metodologías y las tecnologías educativas es vastísima y diversa. El docente debe elegir las que sean adecuadas a su circunstancia y disponibilidad.

La vocación. Es un llamado interior que irrumpe en la conciencia y surge en la interioridad del hombre. Un docente sin vocación carecerá de la pasión y de la aptitud para enseñar.

De los educandos. La enseñanza debe privilegiar la formación moral del educando y el desarrollo integral de su personalidad, su carácter y sus hábitos virtuosos (entre los que se enfatizará el hábito del trabajo intelectual). Los conocimientos que se trasmitan en el seno de la escuela deben ser actualizados y útiles para la vida presente y futura del alumno.

En este aspecto coincidimos con las recomendaciones de Jaques Delors (1996, 91-103) en el Informe de la Comisión Internacional de la Educación para el Siglo XXI de la UNESCO —“Informe Delors”— que propone privilegiar los siguientes aprendizajes: 1. aprender a conocer, 2. aprender a hacer, 3. aprender a ser y 4. aprender a convivir8.

Estas ideas son plenamente aplicables y su implementación sería una adecuada a respuesta a los desafíos de nuestro tiempo y de nuestra patria.

El punto de apoyo de un profundo cambio educativo comienza por la reforma de las instituciones educativas desde el nivel inicial hasta la universidad.

Se deberá organizar la institución escolar sobre la base de las exigencias de la sociedad del conocimiento: se debe liberalizar el sistema educativo, que es estructuralmente vertical, burocrático y centralizado. Esta forma esclerotizada de conducción no constituye un buen paradigma organizacional para enseñar a las personas a ser libres y responsables.

Es preciso otorgar mayor capacidad de decisión a la institución escolar: para formar personas autónomas, las instituciones educativas deben desarrollar un clima institucional de libertad y deben estimular la toma de decisiones responsables. Por ejemplo, la institución debe participar en la determinación y administración de su presupuesto y las currículas educativas deben reconocer la autonomía de los docentes para su aplicación y desarrollo.

Robert Gloton, director del Grupo Francés de Educación Nueva, explica: “La ineficacia de nuestra enseñanza reside en no emplear las energías creadoras escondidas en lo íntimo de cada docente y que se muestran tan extraordinarias cuando se les da oportunidad de despertarse y expresarse”.

Autorizar a los Centros Educativos a implementar el Proyecto Educativo Institucional (PEI): este es “una guía práctica” para que los colegios puedan tener un “instrumento para la gestión integral y pedagógica, organizativa y administrativa, con una intención transformadora, coherente con el contenido escolar, que enuncia y define las notas de identidad y formula los objetivos que pretende y expresa la estructura organizativa de la institución” (Barcia, 1998).

El PEI debía contemplar la red de vinculaciones con instituciones, empresas y centros culturales y educativos, a fin de interactuar vivamente con la comunidad en la que el centro educativo está inmerso. Estas relaciones son enriquecedoras y posibilitan apoyos institucionales, la realización de proyectos y acciones conjuntas y la presencia permanente de la escuela en la comunidad.

La reforma organizacional de la escuela media: La Ley 2095 de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, que implementó el Régimen de profesores designados por cargo, puede ser tomado como un modelo organizacional; pues ha normado una experiencia exitosa a nivel nacional que tiene más de 40 años. El Régimen asegura que el ejercicio docente no sea una actividad ambulatoria y la ventaja pedagógica es que restaura plenamente la relación docente-alumno.

Las evaluaciones del Régimen señalan que los establecimientos de nivel medio que lo han implementado logran una retención del alumnado netamente superior al régimen ordinario. La reducción sustancial de la deserción escolar, que ronda el 60 por ciento del alumnado, justificaría su extensión a todos los colegios de nivel medio. Pero a este magnífico desempeño agrega la eficiencia pedagógica respecto de la comprensión lectora, la expresión oral y escrita y la mejora sustantiva en el área de las ciencias y la matemática.

Es por esta razón que se propone universalizar este régimen en el nivel medio de todas las jurisdicciones educativas.

La formación docente: esta actividad contemplará la pertinencia de la capacitación respecto de la tarea docente.

Se deberá fomentar el trabajo en red y el prudente uso de las tecnologías educativas: las TIC deben utilizarse como poderosos medios de apoyo a la labor docente y no como sustitutos de la figura y la acción del maestro. La versatilidad, la capilaridad de estos medios facilitan la comunicación interpersonal a niveles jamás alcanzados anteriormente. El docente debe orientar a los educandos en el buen uso de estos instrumentos ubicuos.

Se modificará el sistema de supervisión: la supervisión debe focalizarse en el desarrollo profesional de los educadores y en la verificación de los resultados educativos logrados.

Se requiere la presencia activa del Estado Nacional: las trasferencias de las escuelas del Consejo Nacional de Educación a las provincias y a la Ciudad de Buenos Aires, dispuestas por las leyes 21809 y 21810 de 1978, se realizaron sin ninguna planificación y sin las correspondientes partidas presupuestarias.

Posteriormente, la Ley 24049 cedió a las provincias “el nivel medio nacional”, con el mismo criterio de egoísmo fiscal. La nación no puede desentenderse del financiamiento del sistema educativo como lo viene haciendo.

En diciembre de 2005 se sancionó la Ley 26075, que prescribía un aumento progresivo del gasto educativo sobre un porcentaje del PBI hasta el año 2010. Esta norma en su propia génesis era inequitativa debido a que el fondo de afectación específica que se creaba debía integrarse el 60 por ciento con fondos provinciales y el 40 por ciento restante con recursos nacionales. Esta ecuación deberá ser inversa para superar el desequilibrio fiscal del sistema. Debe corregirse la fragmentación del sistema educativo: Las transferencias realizadas manu militari generaron un mosaico de regímenes educativos cerrados. El Consejo Federal de Cultura y Educación alcanzó a cumplir una mínima parte de sus objetivos legales al definir los contenidos curriculares mínimos. Faltan las políticas de Estado atinentes a la carrera docente y a la constante mejora de la calidad educativa.

Se promoverá la expansión enérgica de la oferta de Educación Técnico Profesional: (Ley 26058) Esta medida es un requisito sine qua non para impulsar el desarrollo argentino.

Se deberá articular un plan de terminalidad del nivel medio y de educación integral de adultos: deberán utilizarse las capacidades tecnológicas existentes, los sistemas de educación a distancia, la creatividad y el talento docente para incorporar una masa de ocho millones de argentinos que no han terminado el nivel medio y que por esa razón se han convertido en una gran masa de marginados culturales a quienes es necesario rescatar de esa penosa situación.

La universidad: en el siglo XIII se crearon en Europa una serie de “comunidades” de maestros y estudiantes nucleados en torno a la búsqueda de la verdad. Los impulsaba un profundo espíritu reflexivo y una actitud inquisitiva aplicada a comprender el mundo e impulsar la investigación hacia todas las dimensiones de la realidad.

La universidad también se caracterizó desde su origen por su finalidad de “formar integralmente a la persona humana”, para dotarla de un claro discernimiento sobre el sentido que tiene su vida y posibilitarle la adquisición de los valores y los saberes imprescindibles para su realización personal y su inserción exitosa en la sociedad.

Hoy en día, la universidad se ha convertido también en una suerte de espacio de reflexión de la sociedad sobre sí misma, sobre sus problemas, sus vicisitudes y sus desafíos. Esta vocación formadora y reflexiva la ha llevado, justamente, a constituir una de las notas relevantes de su misión permanente. En un plano más concreto y por inercia de su propia entidad, la universidad se ha constituido en el eje cultural de mayor envergadura y de más amplia influencia en países ubicados en las más diversas latitudes del planeta.

Un factor que sin duda gravitará sobre su futuro es el advenimiento de la “sociedad del conocimiento”, que supone la inserción de la universidad en ella, como un protagonista decisivo, pues es la que genera y difunde los nuevos saberes y forma los nuevos recursos humanos altamente calificados. Desde la década del 90, fuertes vientos han sacudido la estructura institucional de la universidad. La compleja problemática que se presenta a la institución se acentúa en este tiempo por la violenta mutación del contexto histórico, social, político, cultural y humano que caracteriza a la globalización. Nadie puede negar que este complejo de circunstancias nuevas y cambiantes —entre las que sobresale la masificación de las casas de altos estudios— marcaron profundamente el rostro institucional de la universidad.

Es completamente lógico que en medio del estrépito que producen las profundas transformaciones actuales, la institución universitaria escuche la voz de su origen que le demanda fidelidad con su compromiso permanente con la búsqueda de la verdad. No se debe olvidar que la universidad nació como un “lugar privilegiado para la elaboración de un saber desinteresado y para la formación intelectual de la persona humana”. Es también explicable que acepte el desafío de transformarse que le demanda la historia, la evolución de la humanidad y los nuevos valores que hace falta incorporar a la tradición cultural.

El caos del pensamiento, una gran pobreza de espíritu y una aguda mezquindad moral dificultan la necesaria concordia que debe reinar entre la nostalgia del pasado, la realidad del presente y la aventura del futuro. Lo real es que si la universidad se detiene, corre el riesgo de perder su calidad de levadura del pensamiento, del hombre y de la historia.

Debe restaurarse la autonomía universitaria reformando la Ley 24521

La autonomía es el atributo esencial sin el cual no existe la universidad como institución. La autonomía debe ser defendida en forma irrestricta. La Comisión Nacional de Evaluación y Acreditación Universitaria (CONEAU), entidad creada para evaluar la calidad académica, se ha convertido en el ente que decide en última instancia el modelo y la praxis de las universidades, imponiendo una tendencia uniformadora. La burocratización actual no favorece la creatividad y conduce inevitablemente a la fosilización de la vida universitaria. La evaluación debe ser un proceso habitual, distendido y realizado ad intra por las propias casas de altos estudios, que deberían desarrollar con originalidad sus ideas y sus proyectos de excelencia académica.

La autoridad de aplicación —que debe depender del Ministerio de Educación de la Nación y no ser un cuerpo autónomo y politizado— luego de evaluar las mejoras logradas, debe sugerir al Ministerio los incentivos a acordar que serán simétricos al esfuerzo realizado por cada universidad.

El temperamento sancionatorio es contraindicado y produce el efecto de disciplinar a las instituciones en una rutina que oblitera las energías creativas del sistema.

Debemos repensar la universidad

La República Argentina del siglo XXI merece una universidad que sobresalga por su autonomía real, por su excelencia educativa, por su capacidad innovadora y su intenso carisma investigativo. Para ello es imprescindible:

  1. Repensar la misión de la universidad y volver a definir el sistema de gobierno universitario, que debe ser esencialmente académico.

  2. Redimensionar la universidad, que no debe la exceder la escala de sus posibilidades educativas.

  3. Asignar correctamente los recursos humanos, presupuestarios y de infraestructura para dar una calidad educativa acorde a las necesidades del país. Estos medios deberán ser suficientes para que la universidad pueda cumplir su rol de institución clave en la sociedad del conocimiento.

El concurso de la universidad restaurada es imprescindible para lograr que el país sea respetado por la solidez de sus instituciones, la excelencia de sus ciudadanos y la alta calidad de sus profesionales y científicos.

Referencias

Alberdi, J. B. (2017). Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina. Buenos Aires: Biblioteca del Congreso de la Nación.

Avellaneda, N. (1920). La escuela sin Dios, Escritos y Discursos. Tomo III. Buenos Aires: Cia. Sudamericana de Billetes.

Barcia, P. (1998). La Elaboración del PEI. Ed. Universidad Austral.

Buber, M. (1954). ¿Qué es el hombre?. México: Fondo de Cultura Económica.

Consejo Nacional de Educación (1934). Cincuentenario de la Ley 1420. Buenos Aires: Consejo Nacional de Educación. Disponible en: http://www.bnm.me.gov.ar/giga1/documentos/EL001416.pdf

Delors, J. (1996.): “Los cuatro pilares de la educación” en La educación encierra un tesoro. Informe a la UNESCO de la Comisión internacional sobre la educación para el siglo XXI. Madrid: Santillana/UNESCO.

Frankl, V. (2016). El hombre en busca de sentido. Buenos Aires: Paidós.

Guitton, J., Bogdanov I, y Bogdanov, G. (1996). Dios y La Ciencia: hacia el metarrealismo. Madrid: Debate

LLedo, P. M. (2017). El Cerebro en el Siglo XXI. La mente, la tecnología y el ser humano. Editorial El Ateneo.

Sarmiento, D. F. (1881) “La muerte de Darwin”. Disponible en: http://sesbe.org/sites/sesbe.org/files/Sarmiento\_Darwin.pdf

Sarmiento, D. F. (2011). Educación popular. Buenos Aires: UNIPE.

Tedesco J. C. (1993). Educación y Sociedad en la Argentina — 1880-1945. Buenos Aires: Solar S.A.


  1. Las mores maiores eran en Roma las costumbres de los antepasados ejemplares, de los próceres que por sus servicios a la patria y por sus comportamientos impecables merecían ser imitados. De esas mores es de donde viene la palabra moral.

  2. El proceso de apertura del país al progreso y a la inmigración se había iniciado bajo la presidencia de Domingo Faustino Sarmiento y se potenció con “La Conquista del Desierto” realizada en 1879, que agregó extensos territorios a la producción agropecuaria y a la población, que se duplicó con largueza antes de fin de siglo.

  3. Nicolás de Condorcet fue uno de los más encumbrados pensadores enciclopedistas. Presentó a la asamblea francesa un informe sobre la instrucción pública que constituyó el evangelio de la pedagogía moderna. Su inspirada visión sobre la razón triunfante antecedió a la idea del Progreso Indefinido.

  4. Goethe, en su Fausto, modifica la frase inicial del Evangelio según San Juan. El texto original dice: “En el principio fue el Verbo”. El maléfico doctor lo corrige: “En el principio fue la acción”.

  5. Esa actitud de desprecio a la ley alcanzó su cumbre con la Revolución de 1930, hecho que inició el ciclo de golpes de Estado que concluyó recién en 1983.

  6. Pierre Marie LLedo es miembro de la Academia Europea de Ciencias y profesor de Harvard y es uno de los más importantes neurobiólogos de la actualidad. En su obra El Cerebro en el Siglo XXI. La mente, la tecnología y el ser humano expresa: “Este ensayo quiere ser un homenaje no solo al cerebro humano, sino también a uno de sus productos: la libertad” (2017: 234). Lledo señala que los nuevos descubrimientos de las neurociencias revelan que el cerebro humano está dotado de disposiciones innatas propias de la especie, que le permiten a las personas ser capaces de dictar reglas de conducta moral, de emocionarse e incluso de rebelarse. Estas capacidades refutan las concepciones deterministas y permiten percibir la emergencia del milagro de la conciencia.

  7. Es el nosce te ipsum de Pitaco, que se inscribió con letras de oro en el templo de Apolo en Delfos.

  8. Cada una de estas facetas del aprendizaje requiere un comentario especial. Aprender a conocer: Está relacionado con las capacidades cognitivas que deben promoverse y desarrollarse durante el proceso de enseñanza. Este tema involucra todas las potencias intelectuales del hombre, su capacidad de percibir correctamente la realidad, su perspicacia como observador, su capacidad de reflexión y de asociación, su aptitud para clasificar y para separar el conocimiento útil de la inmensa masa de información irrelevante. Aprender a hacer: este aspecto corresponde a la praxis profesional o, más genéricamente, a la competencia correspondiente al saber actuar y aplicar el conocimiento adquirido para resolver problemas o encontrar soluciones prácticas a situaciones que se presentan en la vida real. Aprender a ser permite que “florezca mejor la propia personalidad y esté en condiciones de obrar con creciente capacidad de autonomía, de juicio y de responsabilidad. Con tal fin, no se debe menospreciar ninguna de las posibilidades de cada individuo: La memoria, el razonamiento, el sentido estético, as capacidades físicas y la aptitud para comunicar” (Delors, 1996). Aprender a convivir: no se logra la condición de persona sin una franca actitud de apertura al prójimo y a la sociedad. “Las relaciones interpersonales demandan el juego de la reciprocidad y la actividad participativa —que ha de insertarse en un proceso en el que se conjugan el respeto por el otro, la autonomía personal y el ejercicio de la libertad responsable—“ (Delors, 1996).

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