Cuadernos Universitarios. Publicaciones Académicas
de la Universidad Católica de Salta, núm. 12, 2019
ISSN 2250-7124 (papel) / 2250-7132 (on line)
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Abstract

Español

Se busca definir, en este ensayo, la identidad y la misión de la universidad católica en el ámbito de la sociedad civil, en el mundo actual. Se trata de una institución perteneciente a la sociedad civil, como centro de producción y difusión de conocimiento, pero también a la Iglesia católica. Ser plenamente universidad y ser plenamente católica es el desafío fundamental.

Palabras clave: universidad católica - sociedad civil - institución civil - institución católica

English

The aim of this essay is to define the identity and mission of the Catholic university in  civil society in today´s world. The Catholic university is an institution that belongs both to the civil society –as a center of production and dissemination of knowledge– and the Church. The main challenge for it is to successfully fulfill its function as a university and to be fully Catholic at the same time.

Key words: Catholic university - civil society - civil institution - Catholic institution

Introducción

Estimados colegas, en primer lugar quisiera agradecer al ilustre Rector Ing. Rodolfo Gallo Cornejo, por su amable invitación a tomar la palabra y, sobre todo, por concederme el enorme privilegio de encontrarme con ustedes, miembros de Universidad Católica de Salta, con el fin de reflexionar juntos sobre la identidad de la universidad católica, entre la Iglesia y el Estado.

Al hablar hoy sobre la universidad católica, mi perspectiva estará profundamente marcada por la experiencia que he acumulado en mis más de 30 años de servicios dedicados a la FIUC (Federación Internacional de Universidades Católicas), el cual ha constituido para mí un magnífico observatorio de las prácticas culturales, sociales, académicas, espirituales y pastorales de las universidades católicas del mundo.

Mi conocimiento personal será, entonces, circunscripto, imperfecto, y al preparar estas palabras, he tratado de mantenerme en los límites de mi información y mi reflexión. Pues hoy no tengo el deseo, ni la capacidad, ni el tiempo, de tratar acerca del conjunto total de cuestiones que hacen a la universidad católica, sino que simplemente les quiero proponer algunas pistas de reflexión a partir de mi experiencia y de las experiencias que he encontrado a mí alrededor. No pretendo definir cuál es la universidad católica ideal, pues sé muy bien que cada una realiza su tarea de manera original, la cual no se puede descubrir a simple vista.

Pues ciertamente, la universidad Católica no es una construcción teórica, sino una realidad viva, insertada en diversos medios de pertenencia, y entre las más variadas culturas, tradiciones religiosas, sistemas de educación y situaciones políticas —tantas veces hostiles—, y como tal, es parte de nuestro mundo contemporáneo. En medio de todo esto, ellas desarrollan una presencia y un compromiso en numerosos países, y frecuentemente de manera muy significativa. En efecto, según las Estadísticas de la Congregación para la Educación Católica (Santa Sede) las universidades católicas en el mundo son unas 1700.

Es más, esta familia no deja de crecer, notablemente en los países del sur, pero también en los países industrializados. Ellas crecen por la creación de nuevas instituciones y por el desarrollo de las ya existentes. De todos los fenómenos que manifiestan este crecimiento, aquello que más me sorprende es que se está afirmando por todas partes una fuerte conciencia de la identidad y la misión de la universidad católica, de sus objetivos, de sus exigencias, unido a una voluntad cada vez más firme de vivir mejor su doble vocación de «universidad» y de «católica». A su vez, podemos hablar también de las dificultades económicas y financieras que son a menudo muy importantes, las cuales solo pueden ser superadas gracias a una convicción fuerte, profunda y generalizada del significado y la importancia de la misión que se les ha confiado. Son estas convicciones —impregnadas de rigor intelectual— las que nutren, en situaciones radicalmente contrastantes, las mismas generosidades, los mismos compromisos, y engendran —más allá de estos contrastes— una pertenencia común a una familia espiritual de universidades.

¿Cuáles son estas convicciones?

Estas son las convicciones que me gustaría escarbar con ustedes, invitándolos a realizar una especie de viaje al corazón de nuestras universidades católicas. Pues una cuestión llama inmediatamente mi atención: más allá de su dinámica propia y de sus logros, ¿cuál es el primum movens que las anima, cuál es el sentido de sus acciones?

Para responder a esta pregunta yo partiré de la observación y de la experiencia. En efecto, la comunidad de la universidad católica está compuesta por educadores, investigadores, personal administrativo, y estudiantes incluidos en todas las esferas de nuestras instituciones. ¿Qué puede significar para ellos, para nosotros, y para el mundo actual, el sustantivo «universidad» y el adjetivo «católica», sobre todo al relacionarlos entre sí? A priori, significa que todos proclamamos al unísono: el deseo de ser plenamente universitarios/académicos, y el deseo de hacerlo realidad desde la fidelidad a una inspiración cristiana y a una pertenencia institucional a la Iglesia Católica.

En efecto, nosotros pertenecemos al mismo tiempo a la sociedad civil, desde su servicio de producción y difusión de conocimientos, pero también a la Iglesia. Y ciertamente pretendemos servir con lealtad tanto a la una como a la otra. De alguna manera, nos encontramos en un punto intermedio, en un punto de encuentro, entre lo que pueden ser convergencias o divergencias, confrontaciones o diálogo. En principio, esta es nuestra situación. Aun así, habrá que ver si esto es verdaderamente una realidad y no solo una yuxtaposición de términos; lo cual significaría que hemos creado universidades que de católicas solo tienen el nombre, o que hemos creado instituciones con fines exclusivamente religiosos y eclesiales, lo cual distorsionaría el legítimo significado de universidad.

Esta cuestión no es para nada banal, pues la experiencia nos demuestra bien que estas dos hipótesis, una universidad que de católica solo tiene el nombre, o una institución religiosa que de universidad solo tiene el nombre, no son casos excepcionales. Sin embargo, tengo la íntima convicción de que, en la mayoría de las situaciones, estos casos extremos han sido ya superados. Y que realmente nosotros podemos ser una universidad católica en plena fidelidad —y con particular originalidad— a la sociedad civil y a la Iglesia. Y para convencerlos, los invito a profundizar ahora en esta doble dimensión de la universidad católica: pues nuestra presencia, no puede ser solamente de universidad, sino de universidad católica en la sociedad civil; y —nuestra presencia— no puede ser solamente de institución católica, sino de universidad católica en la Iglesia.

La universidad católica en la sociedad civil

Es necesario recordar con fuerza, y desde el principio, una afirmación básica, a saber: que una universidad católica debe ser, en primer lugar, y lo más plenamente posible, una universidad. Como todos los establecimientos de enseñanza superior y de investigación del mundo, ella participa en la apasionante tarea que consiste en producir y en difundir conocimientos al más alto nivel, tarea que, para nuestras sociedades contemporáneas, son los recursos de su dinamismo, la clave de su futuro, el campo fundamental de su capacidad de progreso y de renovación. Como tal, las universidades católicas son, desde su propio espacio, y junto a todos sus colegas, constructores también de futuro. Así, este trabajo de Educación Superior y de investigación, se debe asumir con todas las exigencias de rigor, seriedad, honestidad, adaptabilidad y apertura a la vida profesional y social.

La Fe cristiana no lo dispensa de ninguna de estas exigencias, más bien todo lo contrario. Ella no le aporta ningún método ni resultado particular, sea científico o pedagógico. Así, la universidad católica debe buscar hacer lo mejor posible su trabajo, y promover incansablemente la calidad de su investigación, de su pedagogía, de sus cursos de formación, adaptándose a las exigencias de la transformación del mundo en materia, por ejemplo, de formación continua, de estudios e investigaciones aplicadas, de actividades de consulta y de transformaciones tecnológicas, de apertura internacional. Esta es, en conjunto, la lucha común de las universidades; las universidades católicas, ciertamente, toman su parte en esta lucha como las otras universidades y junto a ellas. Entonces, su primera exigencia será ser lo más competente y lo más eficiente posible en su trabajo profesional.

Y es en el corazón de este trabajo, no cerca o por encima de él, que la misión específica y el papel de una universidad católica puede y debe expresarse. ¿Cómo? Para descubrirlo partiremos de una constatación muy simple: la tarea universitaria no es jamás puramente técnica. Pues el hombre y la mujer que se comprometen en su tarea no solo aportan sus conocimientos, sino también sus comportamientos, sus valores, su ética, su concepción de la vida, en fin, su visión del mundo y su manera de ser en el mundo.

Esto puede constatarse particularmente en la enseñanza. Cualquiera que haya enseñado sabe que la pedagogía expresa y transmite la totalidad de una persona: su desinterés y su donación a los otros, su respeto por la verdad, su concepción de la vida personal, profesional, política y social. Nunca son solo los conocimientos y las técnicas lo que él comparte con sus estudiantes, sino que comparte también, inevitablemente y de modo frecuentemente implícito y esfumado, unos valores y una ética. El académico siempre debe tratar de ser lo más riguroso y objetivo posible, pero nunca es totalmente neutral. La pedagogía, ella misma, nunca es inocente. Del mismo modo, es imposible arrancar al hombre y mujer universitarios del trabajo de formación que los empeña.

Todo esto, de un modo aún más evidente, concierne a la investigación. El investigador, hombre y mujer, elige no solo determinadas técnicas, sino también campos de investigación, en función de criterios que no son solamente de tipo intelectual. El investigador puede y debe sopesar los pros y los contras en la utilización de los resultados de su trabajo. En ciertas disciplinas, entre ellas notablemente en las ciencias humanas, la persona —hombre o mujer investigadores—, llega a influir en el interior mismo del andar científico; él o ella pueden transformar sutilmente determinada hipótesis en postulado, o determinados resultados precarios y parciales en afirmaciones generales o definitivas. Deberíamos agregar aquí que la investigación misma del conocimiento es infinitamente más grande que una acción de carácter técnico. Este exige humildad, apertura y paciencia; ella se enraíza, como toda actividad humana, en un universo moral.

El trabajo académico implica, entonces, en todas sus dimensiones, no solo cualidades técnicas, sino también la personalidad en su conjunto, con sus determinados valores, su concepción de la vida, su ética. Este enfoque ético siempre está presente, bien presente. Ciertamente no puede ser eliminado. Y agregaría que su explicitación, su clarificación, su fortalecimiento, es particularmente importante y urgente para el mundo contemporáneo. A este respecto, me limitaré a subrayar dos características de nuestro tiempo: el desorden cultural y la apertura del futuro. El desorden cultural, ligado a la acumulación de información, a la opinión masiva y permanente de todas las opiniones, las constantes insinuaciones a una carrera por el tener y por la competencia en una sociedad de abundancia. Este «desborde» casi absorbe las energías, invade y entorpece el ámbito cultural, por lo cual se hace difícil detenerse, hacer silencio, discernir lo esencial, y poder apreciar algunas alegrías simples, pero intensas, que permiten dar alivio a la vida: la alegría de comprender, la alegría de admirar, la alegría de amar y de ser amado. En un mundo en sí desordenado, apresurado, trivializado, desestructurado, nosotros mismos —y nuestros jóvenes—, necesitamos terriblemente señales del emerger de un sentido que darle a la vida y, especialmente, a nuestra vida.

En todos los ámbitos, los cambios científicos y tecnológicos, los cambios culturales, sociales y económicos son tan radicales, que uno puede imaginar a priori que suceda lo peor como lo mejor. El futuro está abierto, tanto en lo positivo como en lo negativo. Esto se podría ilustrar de muchas maneras: en la economía, por ejemplo, el desempleo masivo y la pobreza, o un acceso numeroso a una civilización del confort y el esparcimiento; en la sociedad internacional, lazos solidarios más fuertes o, por el contrario, el autoencierro en un proteccionismo nacionalista; en las sociedades biológicas y médicas, el servicio mejorado de la vida de los hombres y mujeres y sus cuerpos o, por el contrario, la caída hacia la eutanasia, la eugenesia, y el riesgo de la desintegración de la unidad familiar. Aquí se necesita una aclaración: todos los agitados debates que han tenido lugar desde la segunda mitad del siglo XX hasta nuestros días, los cuales seguramente continuarán existiendo, manifiestan a su manera la capacidad de alterar el lugar de la persona humana en la humanidad.

Ahora bien, como sucede que los académicos se sitúan en las primeras líneas de este combate por el futuro, ¿cómo una universidad podría ser capaz de ignorar estos desafíos? Por esto, tengo la convicción íntima de que la vocación de la universidad no es solamente científica, sino también de sabiduría.

Vocación a la sabiduría. Nosotros comenzamos a entrever aquí cuál debe ser la especificidad de la universidad católica y su servicio a la sociedad. La universidad católica constituye una de las formas institucionales que es capaz de promover esta vocación a la sabiduría. Hablemos claramente: una de las formas, ya que no tenemos ningún monopolio sobre la materia, sino que es un bien de los hombres y las mujeres de buena voluntad, también de aquellos nutridos de otras convicciones filosóficas o religiosas, que pueden compartir esta preocupación y esta determinación ética.

Me gustaría añadir dos precisiones. La primera: para los cristianos, estos valores y esta visión ética adquieren, a la luz de la Fe, una raíz, una fuerza, una perspectiva del todo particular, a la cual debemos estar muy atentos. Y si esto es verdadero para todo cristiano, debe ser considerado independientemente del empeño profesional o si se dedica, por ejemplo, a la enseñanza pública o privada. La segunda: una institución cristiana, como sucede con la universidad católica, tiene un mérito muy concreto, que es el de estar necesariamente estimulada e interpelada, desde el interior y desde el exterior, a fin de explicitar y vivir mejor lo que implica esta pertenencia.

Hay, entonces, allí, una posibilidad abierta para nosotros, una oportunidad que debemos aprovechar. No es ni una garantía, ni ningún tipo de certidumbre. Aun así, es necesario que la universidad católica trabaje incansablemente por alcanzar en todos sus niveles esta vocación a la sabiduría. Ahora bien, ¿es esto lo que está sucediendo en las universidades católicas? La respuesta a una tal pregunta jamás es definitiva, pero nosotros podemos constatar que con esfuerzo se están llevando a cabo numerosas iniciativas en este sentido.

Todo esto es, por supuesto, en forma desigual, imperfecta, siempre en proceso y en un constante cuestionamiento. ¿Pero no es esta la forma habitual que toman los caminos del Espíritu? Cuando examinamos a todos los niveles el contenido de las reuniones entre los líderes de las universidades católicas, esta preocupación surge hoy más que ayer, y se expresa en los informes preparatorios, en intercambios y propuestas concretas.

Estas son algunas de las características del papel de las universidades católicas frente a la sociedad civil. Hoy más que ayer, las ciencias tienen necesidad de una «razón de ser» para servir dignamente y eficazmente a la humanidad. Y los hombres y mujeres que ejercitan estas ciencias tienen también la necesidad de dar un sentido a sus investigaciones y a sus enseñanzas. Por lo tanto, es oportuno y fructífero para la sociedad que quienes participan en la misma visión cristiana del hombre y su destino, puedan encontrarse explícitamente en una universidad católica para trabajar juntos en esta búsqueda de sentido, iluminados y estimulados por su fe vivida en la comunidad eclesial. Lo harán sin dogmatismos ni exclusivismos, pero con convicción. Como lo expresaba el Papa San Juan Pablo II en su visita al Instituto Católico de París en 1980 (citación tomada de la Constitución Apostólica Ex Corde Ecclesiae, Nº 1, 1990): «no existe contradicción entre la búsqueda de la verdad y la certeza de conocer la fuente de esta verdad».

El servicio de la iglesia en las universidades católicas

Nuestro servicio a la sociedad civil no es la única dimensión específica de la universidad católica, ni de nuestro rol en el mundo contemporáneo. Pues al estar situada en una «interface» (interfaz) entre la sociedad civil y la Iglesia, la universidad católica asume igualmente un compromiso de servicio a la Iglesia. Y este servicio es esencial a nuestra identidad y a la tarea que nosotros asumimos en este mundo contemporáneo. En efecto, al contribuir con la Iglesia dándole un cierto grado de apertura, de capacitación, de evolución, de rigor y de credibilidad, también, a través de ella, damos un servicio al mundo actual.

¿Cuáles pueden ser, entonces, los sentidos y los contenidos de esta segunda dimensión de nuestra especificidad y de nuestra misión, es decir, el servicio de la Iglesia en una universidad católica? Debe quedar claro que esta no puede ser una categoría de actividades completamente diferentes, de alguna manera yuxtapuestas o, incluso, confrontadas entre ellas. Porque es a través de todo nuestro trabajo que estamos al mismo tiempo al servicio de la sociedad y de la Iglesia. Profundizar y difundir la cultura religiosa constituye un gran aporte a la calidad de nuestras sociedades civiles, y recíprocamente, pensar desde la inspiración de la fe cristiana los grandes problemas éticos y humanos de nuestro tiempo es un servicio muy precioso de testimonio y de presencia que nosotros damos a la Iglesia. ¿No sería mejor hablar aquí de dos finalidades que de dos categorías distintas de actividades?

En primer lugar, servicio a la Iglesia a través del conjunto de nuestras actividades de enseñanza y de investigación, llevadas a cabo desde el espíritu y con las exigencias que hemos descripto más arriba. Así se transparenta un elemento esencial de la presencia de la Iglesia en el mundo. «Unir, a la luz de la Revelación, la experiencia de todos, para iluminar el camino allí donde la humanidad se encuentra comprometida» (Gaudium et Spes, 33). Esta es la vocación de todo cristiano, y particularmente de una institución universitaria cristiana. Nosotros vivimos en una sociedad donde los niveles y los contenidos de conocimiento se acrecientan y se renuevan incesantemente. Y tanto la fe como las comunidades cristianas no pueden quedar fuera de esta evolución. Su credibilidad está en juego, y el simple hecho de la cualidad científica de nuestras enseñanzas y de nuestra investigación constituyen de por sí un importante elemento de credibilidad para la Iglesia, al mostrar que los cristianos están bien presentes y activos en la evolución del mundo.

Pero este servicio de presencia y de testimonio no es lo único. Más profundamente, la fe misma es cuestionada por estos cambios científicos, tecnológicos y culturales. Su contenido y, a fortiori, el contenido de sus implicaciones éticas, no es ni intemporal ni desarraigado. Él se explicita y se vive por los hombres y mujeres, por las sociedades, situados en una época y en lugares determinados, marcados por un conjunto de conocimientos y por un tipo de cultura. Éste es el segundo aspecto de nuestra vocación: presentar a la Iglesia, presentar a la comunidad cristiana, los aportes y los cuestionamientos de los progresos científicos y culturales. Ninguna sociedad puede prescindir de la formación y la investigación. Hoy en día, incluso las grandes empresas crean sus propios lugares de formación e investigación. Esto es también válido para la Iglesia, y nosotros tenemos, en este sentido, la posibilidad de brindar un importante servicio en materia de investigación y formación filosófica, teológica, moral y ética, y esto, por supuesto, en conexión transversal con todas las otras disciplinas del saber, especialmente con las ciencias humanas, donde los aportes pueden ser particularmente preciosos.

Las universidades católicas deben ser verdaderos «laboratorios de Iglesia», donde se estimule y enriquezca la profundización, la explicitación, la inculturación de la Fe, para los hombres y las mujeres de hoy. Este es un desafío fundamental para las comunidades cristianas y para el mundo contemporáneo. Y a esta tarea, nosotros debemos asumirla en todos los niveles: local y regional, nacional e internacional, y para los más variados destinatarios en un mundo que se presenta, cada vez más acentuadamente, como multicultural y multireligioso. En este sentido, la interconexión que permite el trabajo en red, junto a la utilización de nuevas tecnologías de la información y de la comunicación, son, a estos efectos, muy útiles y eficaces.

La universidad católica, en su servicio a la Iglesia, constituye un lugar original que es a la vez parte integrante de la comunidad eclesial, pero no es de ninguna manera un dicasterio. Nuestro rol no es el de participar directamente en la función de gobernar la Iglesia, sino el de investigar, educar, formar, acompañar, testimoniar, dar nuestro aporte. Y por esto, la universidad católica tiene la necesidad estructural de establecer lazos de colaboración y de confianza con las autoridades jerárquicas, pero al mismo tiempo, tener un espacio de libertad. Puesto que ninguna investigación puede realizarse sino es en un marco de libertad académica.

La intención de respetar y, al mismo tiempo, innovar, es una «tensión creativa» que no siempre es fácil concretar. Según los países, según las instituciones, se ensayan soluciones estructurales diferentes. Lo esencial es asumir lo uno y lo otro en fe y esperanza, precisamente porque nosotros somos, al mismo tiempo, plenamente universitarios y plenamente comunidad eclesial.

Prospectiva

Al concluir estas pocas palabras, soy muy consciente de estar aun lejos de haber dado una exhaustiva respuesta. Habría otros tantos aspectos para profundizar sobre el rol de la universidad católica en el mundo contemporáneo. Yo espero, sin embargo, haberles testimoniado una convicción —la mía y la de tantas otras personas—, sobre el interés y sobre la importancia de la universidad católica. Ella se encuentra en un punto intermedio entre Iglesia y mundo, entre Fe y pensamiento (razón), y espera realizar su trabajo en plena fidelidad tanto a una como a la otra. Esta es a la vez una aventura apasionante y un desafío cotidiano. Nos pide un gran compromiso de seriedad, tenacidad y humildad. Debemos construir juntos, desde la mutua confianza, alegre y a la vez exigente, este propósito y este compromiso.

Nuestras universidades católicas se vuelven más auténticas cuando están penetradas por una convicción, por un espíritu, por un motivo, cuando ellas tienen un amor que se asume desde el interior de sus muros por auténticos equipos y comunidades cristianas. Ciertamente sería ilusorio (y quizás no sería la mejor solución) creer que solo los militantes y los santos pueden encontrarse en las universidades católicas. Nosotros debemos permanecer abiertos, bajo la condición de que todos sepan claramente lo que nosotros somos, y acepten respetar nuestra propia identidad.

Finalmente, permítanme compartir con ustedes una reflexión de Teilhard de Chardin que me parece que resume admirablemente la visión de nuestras universidades católicas: « ¿Por qué, entonces, hombre de poca fe, temes o te quejas del progreso del mundo? Pues porque imprudentemente se multiplican las profecías y las defensas: no vayas, no lo intentes, todo se sabe; la tierra está vacía y vieja, ya no hay nada que encontrar…». La verdadera actitud cristiana es más bien seguir adelante con la convicción de que nunca sabremos todo lo que la Encarnación todavía espera de las posibilidades del mundo.

Es en estas emocionantes tareas de Encarnación —el acto supremo del amor humano y espiritual— y de creación, que como universidades católicas estamos decididamente comprometidos.

Prof. Mons. Guy-Réal Thivierge,
Fundación Pontificia Gravissimum Educationis,
Congregación para la Educación Católica, Vaticano.
Salta, Argentina, 21 de marzo de 2019.



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