Omnia. Derecho y sociedad
Revista de la Facultad de Ciencias Jurídicas
de la Universidad Católica de Salta (Argentina)
e-ISSN 2618-4699
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Resumen

En el presente ensayo nos proponemos estudiar el efecto que las instituciones de encierro tienen en los procesos de conformación de las identidades sociales de las personas. Para esto, se establecerá una relación comparativa entre las dos principales teorías sociales que se han abocado al estudio de este tipo de instituciones: la teoría de la sociedad disciplinaria de Michel Foucault y la teoría interaccionista de Erving Goffman. Luego, se explorará detenidamente la metodología utilizada por Goffman —el enfoque dramatúrgico— en el estudio de las instituciones totales, y los procesos de «mortificación del yo» ocurridos al interior de estas. Por último, estableceremos un breve repaso de las principales críticas de la perspectiva de Goffman a ciertos postulados del funcionalismo norteamericano, especialmente a la teoría de la desviación de Robert Merton.

Palabras clave: Erving Goffman - instituciones sociales - panoptismo - enfoque dramatúrgico - mortificación del yo

Abstract

This essay aims to study the effect that institutions of confinement have on the processes of shaping people’s social identities. To this end, a comparative entailment will be established between the two main social theories that have focused on the study of this type of institutions: Michel Foucault’s theory of disciplinary society and Erving Goffman’s interactionist theory. Then, we will carefully explore the methodology used by Goffman —the dramaturgical approach— in the study of total institutions, and the processes of «mortification of the self» that occur within them. Finally, we will establish a brief review of the main criticisms of Goffman’s perspective to certain postulates of North American functionalism, especially to Robert Merton’s theory of deviance.

Key words: Erving Goffman - social institutions - panoptism - dramaturgical approach - mortification of the self

Sociología/ ensayo científico

Citar: Ligarribay, V. H. (2021). Erving Goffman y las dinámicas de la identidad social en las instituciones totales. Omnia. Derecho y sociedad, 4 (4), pp. 91-99.

Introducción

En el presente trabajo nos proponemos establecer un breve desarrollo de algunos elementos centrales de la teoría dramatúrgica de Erving Goffman y, su aplicación en el estudio de lo que el autor llamó las «instituciones totales». Esto no excluye que se haga referencia a otras obras y trabajados de Goffman, como por ejemplo su estudio sobre el estigma social.

En el primer apartado abordaremos las similitudes y diferencias que presentan el estudio de las instituciones disciplinarias de Michel Foucault y la perspectiva de los establecimientos totales del propio Goffman, con el afán de rescatar de cada uno de estos aportes los elementos teóricos y metodológicos más relevantes para el estudio de las instituciones de encierro, aunque no solamente de estas. Con este objetivo, nos basaremos sobre todo en el desarrollo de dos libros claves del filósofo francés: Vigilar y castigar y La historia de la locura en la época clásica, ambos centrales en el análisis de las instituciones de disciplina y control.

En el segundo apartado analizaremos algunos elementos centrales del enfoque dramatúrgico propuesto por Goffman, y sobre todo su aplicación en el estudio de las interacciones al interior de las instituciones totales. También estableceremos una breve comparación entre este enfoque y el enfoque normativo del estructural-funcionalismo.

Por último, ahondaremos en la crítica de los estudios de Goffman a los trabajos de la teoría de la desviación realizados por Robert Merton, centrando nuestra atención en el carácter estigmatizante de algunas construcciones propias del sentido común, y que la sociología muchas veces hace suyas de manera irreflexiva, y sin medir las consecuencias sociales que este tipo de extrapolación de términos implica.

Hacia una teoría de las instituciones

Para Michel Foucault, incansable estudioso del poder, y de los mecanismos que lo posibilitan y lo distribuyen, la sociedad disciplinaria representa una forma de contraderecho que, en realidad, lejos de contraponerse a las libertadas desplegadas por la modernidad, las complementa y las efectiviza en la práctica. Las disciplinas, ejecutadas por las instituciones disciplinarias modernas, serían para el filósofo francés una suerte de costado oscuro de la modernidad, su forma subyacente. Entonces, la burguesía no es solo —en el marco de esta lectura— la responsable de la universalización de un marco jurídico explícito en favor del igualitarismo formal entre los hombres, sino que también es la responsable de la internacionalización de «esos mecanismos menudos, cotidianos y físicos, todos esos sistemas de micropoder esencialmente inigualitarios y disimétricos que constituyen las disciplinas» (Foucault, 2008, p. 255). Estos «lados B» de la modernidad constituirán el eje de la reflexión del filósofo francés: si la modernidad consagra la razón como su idea fuerza fundante, Foucault analizará la locura y el discurso médico/psiquiátrico como su contracara; si la modernidad declara a las libertades individuales como el eje de las repúblicas democráticas, Foucault buscará en las disciplinas los fundamentos del control y la docilidad de estas sociedades; y por último, si la modernidad consagra a la sociedad de mercado como el pináculo del desarrollo productivo humano, los talleres, las cárceles, y las fábricas ilustran los mecanismos reales mediante los cuales se despliegan y organizan estas relaciones sociales de producción.

Para Foucault, las disciplinas propias de las instituciones de vigilancia y control son en la práctica —más allá de la institucionalidad y legitimidad con la que cuentan— todo lo contrario a la obligación contractual, de ahí la idea de contraderecho. Allí donde el derecho moderno despersonaliza, universalizando al sujeto jurídico, la disciplina opera en la dirección contraria; ya que particulariza a niveles microsociológicos las prácticas concretas del control, la vigilancia y el castigo. Ahora bien, lejos de ser instituciones aisladas y reservadas para ciertos sectores y espacios sociales, la verdadera denuncia de Foucault radica en que estos «aparatos» han devenido en el «tipo ideal» de organización de las instituciones modernas. Y la mención al concepto de tipo ideal no es azarosa, ya que Max Weber fue de los primeros en advertir la contradicción —en principio insalvable— que constituía la ampliación de derechos que, al tiempo que se conculcaban, suponían la ampliación de las redes de control burocrático de los Estados nacionales sobre sus poblaciones.

La mayoría de los filósofos y sociólogos actuales relativizan la vigencia de estas instituciones disciplinarias, quizá porque el mismo Foucault se encargó al final de su vida de analizar la decadencia de este tipo de sociedades frente a la emergencia del biopoder y la biopolítica. Consideramos apresurada esta tesis; después de todo, las prisiones siguen existiendo, y su número de internos está muy lejos de disminuir. Como sostiene el sociólogo francés Loïc Wacquant, el neoliberalismo se apoya sobre la política de la mano dura, la prisionalización masiva, y el enclaustramiento socio-espacial como mecanismos de control y disciplinamiento de los sectores populares, y esto no es algo que sólo ocurra en Latinoamérica y el tercer mundo (Wacquant, 2010). Para el filósofo norcoreano/alemán Byung-Chul Han, «la sociedad disciplinaria de Foucault, que consta de hospitales, psiquiátricos, cárceles, cuarteles y fábricas, ya no se corresponde con la sociedad de hoy en día (…) la sociedad del siglo XXI ya no es disciplinaria, sino una sociedad de rendimiento» (Han, 2010, p. 25). Para Han, la positividad que genera la sociedad del rendimiento eleva la productividad de las sociedades basadas en las disciplinas, el control y el deber. En este sentido, el sujeto de rendimiento está sometido solo a sí mismo, a diferencia del sujeto de obediencia foucaultiano. No obstante, esta no-sujeción no conduciría a la libertad, sino a una suerte de autoexplotación que tiene como única meta la maximización del rendimiento. Una verdadera paradoja libertaria.

No obstante, el mismo Han reconoce que la sociedad del rendimiento representa una continuidad respecto a las instituciones disciplinarias, continuidad que perfecciona y eficientiza los mecanismos instalados por las disciplinas. Después de todo, las escuelas siguen existiendo, también las fábricas, los psiquiátricos y las prisiones, y sus diseños arquitectónicos e institucionales no han variado gran cosa respecto a los de sus predecesoras del siglo XIX. Ahora bien, allí donde Foucault abunda sobre las genealogías del derecho penal y sus organismos de aplicación, descuida la construcción de una teoría sistemática que sea capaz de dar cuenta de las prácticas interactivas que realmente expliquen el proceso de in-corporación de estas disciplinas por parte de los internos. En otras palabras, al posestructuralismo francés le falta una teoría comprensiva de la acción social que le permita entender la dinámica de la articulación entre lo institucional y lo relacional. En las perspectivas estructuralistas, suele haber en general este tipo de saltos teórico/metodológicos entre lo normativo y las prácticas, como si la explicación del funcionamiento institucional diera cuenta por sí misma del mecanismo mediante el cual se internalizan las normas (Mills, 2010). El mismo Foucault, que solía decir que el poder siempre se encuentra con resistencias, pareciera haber descuidado demasiado el carácter conflictivo de las relaciones de dominación.

Es curioso que, en Vigilar y castigar y mucho más aún en Historia de la locura en la época clásica, Foucault no haya reparado en las investigaciones —anteriores— que el interaccionismo simbólico —y el propio estructuralismo funcionalista— había realizado sobre las instituciones y el poder. La ausencia más llamativa es la de Erving Goffman, y sobre todo la de su libro Internados, de 1961, publicado 14 años antes que el reconocido libro de Foucault sobre las prisiones. El análisis de las instituciones de encierro se enriquece muchísimo con los aportes que el interaccionismo simbólico desarrolló en torno a las dinámicas institucionales. Y es que, justamente, lo que no abunda en las genealogías foucaultianas es el relato de los oprimidos por el poder; su voz pareciera haber quedado totalmente silenciada por la estructura disciplinaria. En este aspecto, no es que el libro de Goffman sea una reivindicación de las voces de los dominados, pero sí al menos una forma de mostrar que las resistencias al poder son reales, y que existen justamente en las propias palabras y formas de interpretar la realidad de los actores. Esto es porque, y en palabras de un compañero del propio Goffman, «el modo en que se nombran los distintos objetos y actividades casi siempre refleja relaciones de poder» (Becker, 2007, p. 258).

Según Howard Becker, el problema de las palabras y cómo estas nombran a los objetos es algo que Goffman tuvo que tener en cuenta al estudiar las instituciones totales. Las ciencias sociales deben ser especialmente cautelosas a la hora de reproducir el lenguaje coloquial de las instituciones, ya que corren el riesgo de «aceptar, voluntariamente o no, todas las presuposiciones acerca del bien y del mal que dichas palabras e ideas traen consigo» (Becker, 2007, p. 259). Precisamente, si se acepta de manera acrítica el lenguaje que utilizan aquellos que tienen el poder para confinar a otros, se puede terminar legitimando las razones que llevaron a dicho encierro, cuando es justamente la tarea de la sociología revisar reflexivamente esas razones, tanto en sus causas como en sus consecuencias. Por supuesto que Foucault sabía, quizá mejor que nadie, los efectos de las palabras sobre las cosas, lo que no implica que este conocimiento se materializara en una recuperación de los relatos alternativos, y, por lo tanto, subterráneos, de las instituciones disciplinarias.

Las instituciones totales y el enfoque dramatúrgico

Según Becker, la forma que Goffman encuentra para explicar la realidad de las instituciones de encierro sin caer en los prejuicios instalados por el lenguaje cotidiano es a partir de la utilización de un lenguaje neutral. No obstante, una advertencia: el autor no se refiere a neutralidad valorativa respecto al tema de investigación; de hecho, el libro Internados representa una fuerte denuncia al funcionamiento y la organización de este tipo de instituciones. Por el contrario, se refiere a la no utilización de palabras semánticamente cargadas o explícitamente potentes en sus significados. Esta característica de la escritura del autor, que hasta cierto punto es efectivamente así, se puede rastrear en los distintos momentos del libro. Cuando Goffman relata tanto el mundo del personal como el mundo de los internos, intenta no tomar partido por ninguno de los dos, y simplemente describe las palabras y las prácticas que cada grupo configura en su relación con los otros. Conceptos como «reprogramación de roles», «sustracción del equipo identitario» o incluso el de «prohibición del looping» utilizados por el autor, intentan explicar, mediante el uso de palabras muy técnicas y desprovistas de toda intencionalidad, prácticas sociales que sensibilizan fuertemente a cualquier lector del libro. Y es que, en este sentido, Becker da en la clave al decir que

… bajo el lenguaje frío y carente de emoción de los ensayos que integran el libro, se advierte el palpitante latido de un apasionado libertario civil. La adopción de un método que emplea tanto un lenguaje «científico» aséptico como la comparación de casos desprovista de juicios permitió a Goffman encontrar una solución al problema de las presuposiciones inherentes al pensamiento convencional. (Becker, 2007, p. 267)

Al igual que Foucault, Goffman no categoriza las instituciones en función del sentido y el rol que la sociedad les asigna, sino a partir del grado de absorción de la vida social que estas instituciones presentan. Así, un asilo de ancianos, un convento de clausura, una prisión y un hospital psiquiátrico compartirían la característica común de ser todas instituciones que totalizan al interior de sus muros la vida social de los internos que allí habitan. De la misma manera, el panoptismo no es algo exclusivo de los presidios, su diseño organizacional —y Foucault lo deja bien en claro con las imágenes que acompañan Vigilar y castigar— se replica, con distintos niveles de disciplinamiento, a lo largo y ancho de todas las instituciones modernas, ya se trate de una escuela, una biblioteca o un hospicio de enfermos mentales. Este afán común por demostrar el «diseño estructural subyacente» (Goffman, 2009) de las instituciones modernas es lo que de alguna manera intentan demostrar ambos autores con su comparación de casos y documentos.

No obstante, a pesar de esta preocupación común, y podríamos decir incluso epocal, respecto a la condición de las personas en las instituciones de encierro, el estudio de Goffman, si bien mucho menos ambicioso en términos de crítica filosófica a la modernidad, cumple su cometido en cuanto propone una metodología alternativa a las perspectivas sociológicas funcionalistas de la época. Con su enfoque dramatúrgico, Goffman presenta una nueva forma de abordaje de las instituciones o «establecimientos sociales» a partir del manejo que los individuos hacen de las impresiones. Estas impresiones, que no son otra cosa que —dicho en términos funcionalistas— expectativas sobre los roles socialmente construidos, llevan a los actuantes a desplegar diversas estrategias con la finalidad de dar cumplimiento a dichas expectativas, y viceversa, a esperar que el otro responda también con sus acciones a esas expectativas socialmente compartidas (Goffman, 2012, p. 281). En las instituciones totales, donde toda la vida social de un individuo transcurre en un único espacio físico, también existen mecanismos expresivos de presentación social, aunque mucho más limitados por las características totalizantes de este tipo de instituciones.

A diferencia del funcionalismo, en el interaccionismo simbólico tanto roles como estatus no están definidos normativamente de antemano, sino que son el producto de una actuación, de una representación dramática que los actores realizan de manera constante. En otras palabras, tanto el rol, como la legitimidad que este confiere a la persona, el estatus, están puestos permanentemente a prueba en el trascurso de cada interacción (Goffman, 2012, p. 282). En las instituciones totales los internos construyen un modelo arquetípico de personal, caracterizado como cruel, arbitrario y despótico, y con base en esas expectativas desarrollan sus estrategias de impresión y presentación. También, desde el otro lado, el personal asume ciertas características estandarizadas en los internos: los creen perezosos, interesados, mezquinos, y en función de estas presuposiciones construyen su trato con los reclusos. Estas prácticas, que marcan los puntos de contacto entre el mundo del personal y el mundo de los internos, no siempre se encuentran formalmente establecidas, y, sin embargo, se constituyen como rutinas preestablecidas por la dinámica de la propia institución. Por ejemplo, y a nivel microsociológico, los distintos momentos que configuran aquello que Goffman llama la «mutilación del yo».

Con el estudio de las prácticas de mortificación del yo, Goffman intenta dejar claro que, aunque no mencione directamente la relación de dominación —prefiriendo el uso de la palabra «jerarquía»— entre internos y personal, la subordinación existe y se manifiesta en cada mínima unidad de interacción. La mortificación o disminución del yo es justamente eso, un proceso continuo y sistemático, institucionalizado, aunque nunca formalizado, de reprogramación del yo del interno a partir de distintas microacciones desplegadas por el personal, y que tienen como objetivo último recortar el alcance del yo del recluso. Desde «rituales de presentación» que alteran la identidad que la persona ha construido afuera del establecimiento, hasta pequeñas sustracciones de elementos que conforman el equipo identitario del interno, todas constituyen prácticas que se inscriben en un mecanismo continuo de reducción de la autonomía del sujeto, y de reestructuración de su identidad en función de los objetivos institucionales.

Siguiendo lo anterior, Goffman también entiende que existen pequeños reductos donde el yo de los internos puede protegerse de esta desprogramación, que por cierto nunca es total. Paralelamente al ejercicio de las mortificaciones que despojan al interno de su yo preexistente o yo civil, la institución despliega lo que el autor llama un «sistema de privilegios» mediante el cual reorganiza la identidad de la persona enclaustrada. A medida que la institución va cercenando elementos del yo, inculca las «normas de la casa» en las rutinas del interno. Esté «aprendizaje» de normas puede ser logrado tanto por una vía amable, a través una serie de pequeñas recompensas y gratificaciones, como por una vía menos amable, castigando a los internos mediante la suspensión de tales privilegios (Goffman, 2012, p. 62). En este contexto del sistema de privilegios, la institución permite de alguna manera la existencia de ciertos «ajustes secundarios», es decir, ciertas prácticas que, sin desafiar el orden del establecimiento, les permiten a los internos acceder a ciertas satisfacciones prohibidas, o bien permitidas, pero con medios prohibidos. Estos ajustes secundarios son un espacio de resguardo del yo, que de alguna manera garantizan al interno cierto control, aunque mínimo, sobre su entorno y sus acciones.

Estos sistemas auxiliares o secundarios de organización, al margen de las disposiciones oficiales, van generando un entramado de relaciones que decantan en una suerte de subcultura presidiaria, que tiene como efecto el reforzamiento de los vínculos de fraternidad y solidaridad entre los internos frente al personal. Quizá el momento más álgido de esta suerte de cultura de grupo sea en las pequeñas insurrecciones o motines que ocurren ocasionalmente en las instituciones totales. No obstante, las autoridades y el personal suelen ver con mucho recelo toda demostración de solidaridad o concertación, quizá porque estas son las que más abiertamente desafían el carácter individualizante del control social desplegado por las instituciones totales (Goffman, 2012, p. 71).

La crítica a la teoría de la desviación

Como hemos podido observar hasta aquí, tanto Goffman como otros autores que han continuado la metodología sociológica de George Mead parten de la idea de que el yo (más precisamente, el sí mismo) es el resultado de un producto social y, por lo tanto, las interacciones con los otros van modelando esa identidad socialmente construida. La escuela interaccionista sabe, entonces, de la importancia que las etiquetas y los rótulos que la sociedad nos atribuye tienen en nuestra propia percepción y configuración como personas sociales. Ahora bien, Goffman reconoce que la vida social sería imposible si no acudiéramos a nuestras interacciones con los demás llevando con nosotros ciertas presuposiciones sobre la conducta esperada en los otros. No obstante, esta afirmación no implica que no haya casos donde estas presuposiciones o estereotipos puedan convertirse en verdaderas etiquetas en exceso peyorativas e infamantes, algo que Goffman estudió con profundidad en su libro Estigma. Para el interaccionismo, el principal peligro del estigma radica en su capacidad de generar lo que podríamos llamar «profecías autocumplidas», es decir, cuando la persona hace suya, y configura por lo tanto su identidad social, con base en ese rótulo infamante que la sociedad le ha atribuido.

Esto no sería un problema, como sostienen Taylor et al, si se tratara de una rotulación ocasional, frente a la cual el yo puede desplegar estrategias de resiliencia; no obstante, el asunto toma otro cariz cuando estas rotulaciones se enraízan en lo profundo de la cultura y las prácticas institucionales, convirtiéndose en verdaderos fenómenos de violencia institucional y vulneración de derechos (2017, p. 170). Esto se debe a que el estigma in-habilita o, en términos del propio Goffman, deteriora la identidad del sujeto, reduciéndola a una única cualidad socialmente atribuida como negativa. En este punto, también se pone de manifiesto la crítica al funcionalismo de Robert Merton, y fundamentalmente a su análisis del delincuente como un desviado social. En palabras del sociólogo Albert Cohen:

… una cosa es cometer un acto desviado (por ej., mentir, robar, mantener relaciones homosexuales, tomar narcóticos, beber en exceso o competir deslealmente) y otra muy distinta es ser acusado y calificado de desviado, es decir, ser definido socialmente como ladrón, mentiroso, homosexual, drogadicto, borracho, embaucador, adulador, matón, estafador, rompehuelgas, etc. (como se citó en Taylor et al, 2017, p. 171).

En realidad, y para ser justos con la teoría de Merton, no es que el autor crea que la desviación sea una suerte de escape biológico frente a la falta de integración social sino, más bien, una suerte de adaptación «normal» a un ambiente egoísta. Estos postulados en Merton están fuertemente asociados a su propia concepción de la noción de anomia, donde los objetivos de la población han alcanzado una importancia desproporcionada frente a los medios institucionales realmente existentes para la consecución de tales objetivos (Taylor et al, 2017, p. 115). No es casual que los primeros escritos de Merton calaran tan hondo en la academia norteamericana, y es que de alguna manera el autor revisaba críticamente, con su teoría de la desviación, el excesivo hincapié que la criminología ponía sobre el delito como un fenómeno de fracaso individual. En este sentido, la obra de Merton venía a cuestionar el principal postulado ideológico del american dream: la idea de que todas las personas —si se esfuerzan— pueden lograr los objetivos socialmente establecidos. Además, venía a establecer la importancia que una estructura social desigual tiene en la frustración de esas expectativas.

Entonces, no es menor el hecho de que Merton haya elaborado una lectura social —sociológica— del delito como fenómeno desviado; ahora bien, el problema radica en que el determinismo de esta teoría no se comprueba necesariamente en la práctica. No se comprueba, precisamente, porque olvida el carácter interactivo y relacional de los fenómenos sociales. Si la teoría de Merton fuera cierta, y todas las personas en posiciones sociales susceptibles de cometer actos desviados cometieran actos desviados, las cifras de delitos serían enormes. Por otro lado, el delito, entonces, ¿es algo que probabilísticamente tiene más posibilidades de ocurrir en sectores sociales con menos recursos y oportunidades y, por lo tanto, más próximos a la frustración anómica de la que habla el autor? Y si queremos hilar más fino, ¿los roles —como vimos en la teoría de Goffman— son categorizaciones estáticas e inalterables sobre la realidad social? De hecho, son todo lo contrario, lo que hace muy difícil establecer la cuestión del éxito o el fracaso en la trayectoria social de una persona (Taylor et al, 2017, p. 133).

En la práctica, la denuncia que Charles W. Mills hiciera a la teoría parsoniana también puede aplicarse a la teoría de la desviación mertoniana, y es que ambos autores, que en un principio intentan sentar los fundamentos para una sociología de las instituciones, terminan desarrollando una teoría de la legitimación de las instituciones existentes. Y esto es así porque, en la mayoría de los casos, el estructuralismo funcionalista termina aceptando como válido el sistema valorativo vigente; es decir, como propuesta teórica, le cuesta pensar por fuera de las metas culturales predominantes. Esta falta de una perspectiva más global termina haciendo que muchos de los conceptos utilizados se expliquen por sí mismos o, en palabras del propio Mills, se fetichicen (Mills, 2010). Contra esta objetivación de los conceptos, y sobre todo, en contra de la utilización acrítica de palabras provenientes del sentido común (desviación es una de ellas), es que se levanta la perspectiva interaccionista de Goffman y otros.

Algunas consideraciones finales: la importancia de la teoría de la acción social en el análisis de las instituciones de encierro

No es casual que las instituciones de control y enclaustramiento social sean las primeras en llamar la atención sobre este problema de los estigmas sociales, ya que son ellas las principales reproductoras de este este tipo de rótulos infamantes. Este aspecto de la dinámica institucional en contextos de encierro lo revisamos al trabajar las genealogías y los dispositivos de Foucault, donde el autor trata de reconstruir históricamente el devenir de los argumentos detrás de los códigos penales (en el caso de las prisiones) y del conocimiento médico clínico (en el caso de los hospicios psiquiátricos). El conocimiento científico es poder en la medida en que puede jerarquizar, rotular y, por supuesto, encerrar a las personas en función de ciertas características construidas, desde la propia ciencia, como moralmente reprochables y socialmente inadmisibles. En la misma línea, aunque desde otra postura metodológica, podemos enmarcar a la crítica del interaccionismo simbólico a la teoría de la desviación social.

El concepto de estigma es fundamental para entender las sociedades actuales, sobre todo sus desigualdades sociales. Como el mismo Goffman sugiere, el estigma es una ideología, un artificio social creado para explicar y justificar la inferioridad de una persona, con el objetivo de deshumanizarlo a partir de su reducción en tanto portador de atributos «negativos». Como sostiene la autora María Pía Lara (2009) en su libro Narrar el mal, la crueldad, propia de los procesos de estigmatización, tiene como objetivo último destruir la identidad de la víctima, atacar violentamente en contra de su humanidad, con el fin de causar un daño moral irreparable e inenarrable. El estigma, en tanto dispositivo ideológico, opera en una dimensión moral. En tanto construcción arquetípica de lo distinto, de lo no-igual, estos relatos desacreditadores apelan a la mutilación del yo como parte de su metodología excluyente. El paso de un sujeto «desacreditable» a uno «desacreditado» está totalmente vinculado a la condición de verdad del estigma, a la irrefutabilidad del estereotipo. Cuando el estigma se hace carne, es decir, cuando se convierte en el único atributo válido mediante el cual el propio sujeto estigmatizado se reconoce, el daño moral causado se vuelve indecible o inenarrable. El estigma no es otra cosa que la suspensión de la historia.

Por último, si efectivamente esto es así, si el estigma, la mortificación del yo, y la dinámica de las instituciones de encierro tienden a suspender la historia de los sujetos reales a través de los artificios burocráticos y sistémicos de las instituciones de encierro, entonces, la única opción es recuperar la historia de estos sujetos des-historizados, recuperar su humanidad recobrando aquello que los hace intrínsecamente humanos: su socialidad. Quizá, después de todo, la sociología pueda reencontrarse con esa promesa inicial que le hiciera al mundo moderno: encontrar una causa histórica y una solución colectiva a los padecimientos cotidianos de millones de personas.

Referencias bibliográficas

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  1. Licenciado en Sociología (UBA) y profesor de Sociología (UCASAL). Se desempeña profesionalmente como auxiliar docente en la materia Estado, Poder y Medios de la carrera de Ciencias de Comunicación de la Universidad Nacional de Salta y como docente adjunto en la materia de Sociología de la carrera de Abogacía de la Universidad Católica de Salta, entre otras materias a su cargo en diversas instituciones de nivel superior de la provincia. victorligarribay@gmail.com

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