Omnia. Derecho y sociedad
Revista de la Facultad de Ciencias Jurídicas
de la Universidad Católica de Salta (Argentina)
e-ISSN 2618-4699
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Resumen

La hipótesis inicial de este artículo es que la doctrina del «control de convencionalidad» fue construida sobre una incorrecta base teórica. La doctrina, en esa línea, falla en reconocer el rol subsidiario de los organismos interamericanos en relación a los Estados parte de la Convención Americana de Derechos Humanos (CADH). En ese sentido, se tratará de demostrar que la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) se ha percibido a sí misma como una corte supranacional, tal como las cortes que operan en los sistemas de integración comunitaria. En este punto se realizará una aclaración fundamental: i) la integración regional genera organismos supranacionales, puesto que los Estados signatarios delegan «soberanía». En consecuencia, ellos están por encima de los Estados parte y sus disposiciones tienen esa misma supremacía. ii) El derecho convencional, por otro lado, origina organismos «convencionales», esto es, cuyas competencias se derivan estrictamente del consentimiento de los Estados que son parte de las convenciones. No hay delegación de soberanía respecto de ellos y, por ende, no son órganos supranacionales. Es por ello que solo pueden ejercer las competencias que estrictamente se les han asignado. Se argumentará que pese a este marco teórico, la Corte IDH se ha percibido a sí misma como una corte supranacional que resuelve los casos con limitaciones constitutivas. En este sentido es posible efectuar un análisis respecto a cómo, a través de la doctrina del control de convencionalidad, la Corte IDH ha ido incrementando progresivamente sus competencias, ignorando el sentido original de la Convención Americana de Derechos Humanos. Por último, se propondrá una posible explicación a este fenómeno. Se postulará que la Corte ha construido el núcleo de la doctrina en una primera etapa en la que se enfrentó a «casos fáciles». En este contexto, ante la obvia violación de la convención por parte de los Estados —en general, autoritarios, bajo dictaduras militares o en democracias transicionales— no se presentaban dudas respecto de las soluciones que debían imponerse. En este punto, se destacará la extrapolación inadecuada que significó utilizar una doctrina que fue elaborada exclusivamente para resolver «casos fáciles», para abordar casos que ahora se presentaban como «difíciles». Es que, luego de la década del 90, se fueron consolidando los sistemas democráticos en la región, y el sistema tuvo que lidiar con cuestiones mucho más problemáticas y complejas (v. g. cuestiones de bioética). Al mismo tiempo, se consolidó la tesis jurídica que postula que los principios y valores integran los sistemas normativos constitucionales y convencionales. Estos dos extremos convergen en la certeza de que las respuestas jurídicas son complejas y no se admiten respuestas únicas correctas. En este escenario, la doctrina expansiva del control de convencionalidad comenzó a presentar serias dificultades de consistencia y justificación. La conclusión a la que se arribará es que un principio de solución al problema de legitimidad del sistema interamericano está en volver al texto de la convención, determinando con precisión los alcances de las potestades de la Corte IDH y cuáles han sido los excesos interpretativos en los que se ha incurrido.

Palabras clave: control de convencionalidad - Corte Interamericana de Derechos Humanos

Abstract

The initial hypothesis of this article is that the doctrine of «conventionality control» was built on an incorrect theoretical basis. That doctrine fails to recognize the subsidiary role of the InterAmerican bodies in relation to the States that are part of the American Convention on Human Rights. In this sense, we will try to demonstrate that the Inter-American Court of Human Rights (IACHR) has established itself as a supranational court, in the same direction as the courts that are part of the regional integration system. At this point, a fundamental clarification will be made: (i) regional integration generates supranational bodies, since the signatory States delegate «sovereignty». Consequently, they are above the States parties and their provisions have the same supremacy. ii) Conventional law, on the other hand, gives rise to «conventional» bodies, i.e., whose competences derive strictly from the consent of the States that are parties to the conventions. There is no delegation of sovereignty with respect to them and, therefore, they are not supranational bodies. That is why they can only exercise the competences that have been strictly assigned to them. We will argue that despite this theoretical framework, the Inter-American Court of Human Rights has perceived itself as a supranational body that rules cases without any constitutive limitations. In this sense, it is possible to analyze how, through the doctrine of conventionality control, the Inter-American Court of Human Rights has progressively increased its powers, ignoring the original meaning of the American Convention on Human Rights. Finally, we will propose a possible explanation of this phenomenon. We will postulate that the Court has built the core of the doctrine in a first stage of «easy cases». In these situations, in the face of the obvious violation of conventional norms by States—in general, authoritarian, under military dictatorships or in situations of weak transition democracies—there was no doubt about the solution to be established. At this point, we will highlight the inadequate extrapolation of using a doctrine that was developed exclusively to resolve «easy cases» to address cases that were now presented as «difficult». After the 90’s, democratic systems were consolidated in the region, and the system had to deal with more problematic and complex issues (e.g. bioethical problems). At the same time, the legal thesis that postulates that principles and values integrate constitutional and conventional normative systems was consolidated. These two extremes converge in the certainty that legal answers are complex and that there is no single correct answer. In this scenario, the expansive doctrine of conventionality control began to present serious difficulties of consistency and justification. The conclusion that will be reached is that the solution to this problem of legitimacy embodied in the current inter-American system can be resolved by returning to the letter of the convention, determining precisely the scope of powers of the Inter-American Court, and which are the interpretative excesses in which it has incurred.

Key words: conventionality control – Interamerican Court or Human Rights

Derecho/ artículo científico

Citar: Colombo, I. (2022). Un análisis crítico de la doctrina del control de convencionalidad. Omnia. Derecho y sociedad, 5 (1), pp. 83-116.

Punto de partida

Como punto de partida, y teniendo en cuenta que acá presentaremos una tesis en extremo crítica de la doctrina del control de convencionalidad, consideramos importante indicar cuáles son las finalidades que la inspiran. En esa línea, lo que se debe señalar es que no se trata de un intento de deslegitimar al control de convencionalidad ni al rol de la Corte Interamericana de Derechos Humanos; muy por el contrario, la propuesta es explicitar aquellos «flancos» débiles o «problemas» que la doctrina ha generado y tratar de reconducirlos adecuadamente, para evitar, precisamente, el debilitamiento de un sistema que ya ha sido, y puede seguir siendo, de gran importancia para la protección y robustecimiento de los derechos humanos en la región.

Dicho de otro modo, si se hiciera el ejercicio de la llamada «supresión mental hipotética» nos daríamos con una innegable conclusión: estamos mucho mejor con el «control de convencionalidad» que sin él. La actividad de la Corte IDH ha jugado un rol fundamental a la hora de consolidar los sistemas democráticos interamericanos y de fortalecer la calidad de las democracias transicionales.

Von Bogdandy ha observado que la defensa al control de convencionalidad parte de

(…) la convicción respecto del potencial transformador que poseen los derechos humanos, la democracia y el Estado de Derecho esbozadas en el concepto de ius commune en América Latina (ICCAL), que defiende la existencia de un nuevo fenómeno jurídico emergido de la interacción y la confluencia entre el derecho nacional y el derecho internacional, distinguiéndose por ostentar un impulso propio en la región. (Von Bogdany, 2017, p. 1).

Al decir del autor, y a esto lo compartimos, la función de los organismos internacionales ha operado en la construcción de «estándares sobre derechos humanos, la compensación de los déficits nacionales y el fomento de una nueva dinámica de empoderamiento de los actores sociales» (Von Bogdany, 2017, p. 1). Todo ello fue particularmente relevante para asentar una política sustentable de derechos humanos en escenarios de democracias incipientes que, en marcos transicionales, intentaban superar a los regímenes dictatoriales, siendo un órgano exógeno al Estado, como la Corte IDH, de radical importancia para estos fines.

Entonces, la crítica es esbozada sobre la intención de fortalecer la legitimidad del sistema, marcando, para ello, aquellos aspectos que, entendemos, deben ser revisados y reconfigurados tanto teóricamente como en la práctica de los operadores jurídicos.

En este marco, resulta adecuado referir al hecho de que el propio sistema no ha sido ajeno a esta problemática, y esto ha quedado de relieve cuando verificamos que los propios organismos internacionales han reflexionado —aunque se trata de postulaciones incipientes— sobre la necesidad de recurrir a ciertas herramientas legitimantes y, en cierto sentido, de autorrestricción. En esta línea puede leerse la propuesta de «diálogo»2 entre los distintos actores interamericanos —y domésticos— que se ha postulado recientemente para afinar el funcionamiento y la eficacia del sistema (Roa Roa, 2015, p. 24)3 y algunas opiniones minoritarias y en disidencia que se han ido esbozando en la propia jurisprudencia de la Corte4.

Uno de los puntos centrales de esta presentación estará en reflexionar sobre las posibles causas que han motivado la creación de una doctrina tan amplia e «invasiva» y, en el sentido que marcaremos, distorsiva del sistema convencional. Y es que resulta necesario, si se pretende abordar y solucionar un problema, detectar las causas que lo provocan. En este marco la indagación se centrará en destacar una distinción ―relevante para la formulación de la doctrina— relativa a los tipos de casos que se le presentaron y presentan al sistema interamericano. Se demostrará que al momento de la construcción inicial de la doctrina la Corte se enfrentó a casos «fáciles», es decir, casos que solo admitían soluciones unívocas desde la normativa convencional. En efecto, se trataba de juzgar delitos graves de lesa humanidad cometidos por Estados autoritarios que, mediante diversos recursos internos, habían buscado asegurarse impunidad. En este horizonte parecía razonable exigirle a los propios Estados —autoritarios o en momentos de debilidad transicional— el cumplimiento acabado de las convenciones y, a su vez, que se abstuvieran de efectuar interpretaciones antojadizas y caricaturizadas de los derechos humanos —por ello se les pide que sigan las interpretaciones que efectúa la Corte IDH—. Pero el escenario cambió y se produjo una doble variación: la mayoría de los sistemas democráticos de la región se consolidaron y la Corte empezó a tratar temas más complejos, y no ya cuestiones relacionadas a violaciones sistemáticas de derechos humanos (por ejemplo, en «Artavia Murillo» se abordó la intricada cuestión bioética del estatus de los embriones humanos, en «Lagos Campos» se trató la temática de la de la justiciabilidad de los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales (DESCA) y el alcance del art. 26 de la Convención, cuestión no resuelta, al menos no claramente, en el debate jurídico actual5).

Este desplazamiento de casos —complejos— y sujetos —democráticos— transformó las decisiones «fáciles» en «difíciles» y, por ende, la doctrina comenzó a operar en un contexto mucho más problemático. Esto provocó que unas premisas que parecían adecuadas para apuntalar sistemas transicionales debilitados y con posibilidades de retornos autoritarios dejaban de serlo respecto de Estados que tomaban sus decisiones internas con mecanismos genuinamente democráticos y deliberativos. Una doctrina del control de convencionalidad extremadamente vertical, creada en el marco de casos fáciles, entró en tensión, por un lado, con la nueva realidad política existente y, por el otro, con los márgenes de apreciación e interpretaciones que respecto de casos complejos realizaban y realizan los Estados parte involucrados.

En síntesis, se destacará que la doctrina funcionó como una construcción «ad hoc», esto es, para un contexto determinado y con la finalidad específica de consolidar los sistemas transicionales y democráticos debilitados; pero, precisamente, por ser «ad hoc», se produjo un desfasaje cuando se generalizó y se pretendió aplicar fuera del marco o contexto originario6.

Por otro lado, nos ocuparemos del esquema interpretativo que ha utilizado la Corte IDH para la elaboración de la doctrina, partiendo de la premisa que establece que las normas convencionales —pactadas— deben entenderse desde la real intención de los Estados parte. La doctrina del control de convencionalidad, tal y como ha sido elaborada pretorianamente, no surge ni explícita ni implícitamente del texto convencional, y es por ello que ese dispositivo interpretativo «manipulativo» debe revisarse como otra de las causas del problema abordado.

Sobre este esquema, entonces, discurrirá la presentación, postulando, luego de realizar en análisis crítico, las causas que provocaron la distorsión del sistema, la reacción —esperable— de los Estados parte y, por último, el marco que, entendemos, debe estipularse para un correcto funcionamiento del sistema interamericano.

Un fundamento cuestionable

Toda la construcción jurisprudencial de la doctrina del llamado «control de convencionalidad» parece asentarse en una premisa cuestionable, esta es, la que postularía que el sistema interamericano de protección de los derechos humanos se desenvuelve en un contexto jurídico de integración regional o, en todo caso, en el marco de un derecho supranacional (que no es lo mismo que convencional), en donde ha operado una delegación de soberanía de los Estados parte de la Convención Americana de Derechos Humanos (CADH) en favor de los órganos interamericanos, en especial de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Estos presupuestos no son afirmados nunca de manera explícita —ni por la Corte ni por la teoría jurídica que propicia la expansión irrestricta del «control de convencionalidad»—, pero gran parte del desarrollo de la doctrina se basa, indudablemente, en dichos pilares7. De otro modo, propondremos como hipótesis, los alcances que la propia jurisprudencia de la Corte IDH le ha otorgado al «control de convencionalidad» no encontraría un soporte adecuado, y se generarían contradicciones e inconsistencias teóricas como las que intentaremos destacar.

Si reflexionamos sobre la naturaleza del sistema, debemos concluir que el ordenamiento interamericano se contextualiza, en realidad, en un esquema jurídico «convencional», y esta plataforma de partida condiciona, indefectiblemente, el alcance y el modo de estructuración de todo el sistema, que no se condice con los desarrollos más «expansionistas» de la doctrina del control de convencionalidad. Y es que esto no puede ser de otra manera, puesto que siempre el marco jurídico en el que nace un determinado ordenamiento lo delimita en sus alcances y contenidos.

Por ello mismo es que se puede hacer un cuestionamiento técnico a la calificación de «supranacional» con la que se suele caracterizar al sistema interamericano y a sus órganos —en particular a la Corte IDH—; puesto que, más bien, se trata de un ordenamiento «convencional». Ello no es meramente semántico puesto que, muchas veces, la utilización de los términos bloquea o cierra la discusión o reflexión crítica como la que proponemos aquí.

El marco convencional

Se sostendrá, entonces, que la clave para comprender el significado y el alcance del sistema interamericano (con su necesaria resignificación) es reparar en la naturaleza de los esquemas convencionales, los cuales se asientan en el clásico principio de consensus advenit vinculam. Esto quiere decir que la base de cualquier obligación jurídica nacida en el marco de un derecho de carácter convencional es necesariamente el consenso que han prestado oportunamente los Estados parte. Y a esto hay que remarcarlo sin condicionantes; el fundamento para la existencia de cualquier derecho u obligación de carácter convencional es el consentimiento prestado por las partes, con todas y cada una de las implicancias que ello conlleva.

En primer lugar, por ende, debe hacerse un minucioso análisis del «consenso» como la herramienta vinculante, estudiándose especialmente las cuestiones relativas a su configuración y alcance. Así, por ejemplo, cabe, en primer lugar, determinar la validez del acto de voluntad mediante el cual ha prestado su consentimiento el Estado, el que debe reunir una serie de condiciones, tales como el de ser otorgado de manera libre, sin coacción, ni imposiciones no convenidas8. Estas características deben, a su vez, y este es un punto medular, mantenerse al momento de proyectar e interpretar el alcance de las normas pactadas pues, de otra manera, perderían el carácter de convencional que las caracteriza y legitima.

De ello también se deriva que las obligaciones exigibles en este marco deben ser aquellas a las que los Estados se han comprometido, ni más ni menos, y es por ello que los términos específicos en los que se han obligado originalmente adquieren gran relevancia y deben ser revisados —e interpretados— con gran prudencia. Afirmaremos, entonces, que en un contexto convencional, y por la propia naturaleza de este derecho, el canon interpretativo que debe primar es el «originalista», refiriéndonos con ese rótulo al método consistente en indagar sobre aquello a lo que quiso obligarse cada Estado al momento de prestar su consentimiento9. Indicaremos, además, que este es el principio interpretativo receptado explícitamente por la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados y, como veremos, desconocido o distorsionado por el propio Tribunal Interamericano.

Dicho esto, cabe concluir, además, que aquellos órganos consultivos o jurisdiccionales que son creados en este marco tienen también naturaleza convencional, en el sentido de que ellos no pueden «desligarse» —como entendemos, ha sucedido— de la voluntad de los Estados que les han dado nacimiento, sino que deben cumplir estrictamente con las funciones para las cuales fueron creados.

Es por ello que tanto la Comisión Interamericana como la Corte Interamericana deben estar estrictamente sometidas a las normas convencionales —no siendo admisibles, respecto de ellas, interpretaciones manipulativas—. Una interpretación de la Corte IDH que ampliara sus facultades, tendría, por un lado, el problema de distorsionar la voluntad de los Estados parte en un contexto convencional; y, por el otro, de erosionar a la propia norma que define a la misma Corte, puesto que la crea10.

Una expansión indebida y autoasignada. Competencia jurisdiccional

Nuestra posición de partida es, entonces, que la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha ampliado, autorreferencialmente (y ello ya es de por sí problemático), las facultades que surgen del Pacto de San José de Costa Rica, lo que ha significado, tal como hemos referido en la introducción, una desnaturalización del sistema convencional que la enmarca. Ella se ha «independizado» del texto convencional atribuyéndose, unilateral y verticalmente, un marco competencial que ha modificado la voluntad de los Estados parte11. Dicho de otro modo, la Corte IDH, en virtud del desarrollo de la doctrina del «control de convencionalidad», se ha definido a sí misma, tensionado lo dispuesto en la respectiva Convención, como una corte de justicia supranacional12. A esta conclusión arribamos si repasamos la evolución de la doctrina:

Vemos, en ese sentido, que la doctrina del control de convencionalidad ha evolucionado rápidamente en el contexto interamericano, principalmente a partir del año 2006 con el fallo «Almonacid Arellano vs. Chile». Desde allí, y en distintos pronunciamientos, ha sido la propia Corte Interamericana la que ha ido delineando los contornos del control. En esa línea ha señalado, por ejemplo, que todos los jueces locales deben aplicar el control de convencionalidad13, que este control debe ser hecho incluso de oficio14, que supone o implica realizar los mayores esfuerzos para armonizar la normativa local con la internacional («interpretación conforme»)15, que, además de los jueces locales, corresponde, primero, a todo funcionario ligado a la administración de justicia16 y, luego, a todo funcionario público —sin más— realizar este control17, que el material controlante no es únicamente el Pacto de San José sino también cualquier otro tratado de derechos humanos18, y que no solo el texto del tratado, sino también la interpretación que de él haga la Corte, es obligatoria para los Estados signatarios19. A su vez, la Corte ha determinado que el control de convencionalidad se realiza, incluso, frente a disposiciones de la Constitución doméstica que la contravengan21.

Además de ello, es decir, de caracterizar los alcances del control de convencionalidad, la Corte Interamericana se ha «re-diseñado» a sí misma también sobre la base de distintos pronunciamientos; por ejemplo comprendiéndose como un tribunal supranacional que puede realizar un control de convencionalidad abstracto y erga omnes a la manera de una corte de los sistemas concentrados. Es decir, ha efectuado control de convencionalidad incluso de manera abstracta, por ejemplo, cuando condenó a Colombia, pese a que el Estado había cumplido con sus obligaciones internacionales. Allí, la Corte cuestionó una norma interna que no se había aplicado al caso y estableció su inconvencionalidad22. En efecto, en «Petro Urrego» la Corte entendió que un tipo penal electoral, que no se había aplicado respecto de la víctima, debía ser modificado para compatibilizar al derecho interno con la Convención23. El caso versaba sobre un funcionario electo —el Alcalde de Bogotá— que había sido apartado de su cargo en un procedimiento administrativo llevado a cabo por la Procuración Nacional. En el orden interno, el Consejo de Estado colombiano había declarado la nulidad de la decisión de la Procuración, reparando adecuadamente la violación convencional. La Corte IDH, de todas maneras, y sin seguir el principio de subsidiariedad, se pronunció y condenó a Colombia. En este sentido, y con claros contornos de un control de tipo abstracto, la Corte señaló que, pese a la reparación del derecho lesionado, el Estado colombiano no ha modificado, aún, su derecho interno y, por ello, la normativa lesiva podría volver a aplicarse en el futuro24.

En este último sentido puede decirse que acá no se trata ya de una interpretación meramente «dinámica» del texto convencional, sino que estamos ante un mecanismo manipulativo, puesto que estas construcciones no solo no surgen de la convención, sino que van en contra de lo que los dispositivos explícitamente establecen25. El art. 68.1, por ejemplo, determina que solo son obligatorias las sentencias que dicta la Corte IDH respecto del Estado condenado en sede interamericana y en el caso concreto.

Pizzolo refiere a la plataforma argumental sobre la que el Tribunal Interamericano construye este esquema expansivo. Afirma que «en cuanto a los fundamentos del control de convencionalidad, la Corte IDH defiende su argumentación conjugando el contenido de los arts. 1.1 y 2 de la CADH —siguiendo las normas de interpretación del art. 29—, a la par apela a la tesis del efecto útil como método de interpretación propio de los órganos supranacionales de protección» (Pizzolo, 2017, p. 444445)26.

La Corte ha recurrido, también, a su posición de última intérprete de la Convención y a la noción de bien común regional que, según afirma, tiene preponderancia respecto del bien común individual de cada Estado. Este bien interestatal genera, al decir de la Corte, una «garantía colectiva», es decir, sus fallos deben cumplirse porque así, y solo así, se garantiza el bien común general.

Dicha noción de garantía colectiva se encuentra estrechamente relacionada con el efecto útil de las sentencias de la Corte Interamericana, por cuanto la Convención Americana consagra un sistema que constituye un verdadero orden público regional, cuyo mantenimiento es de interés de todos y cada uno de los Estados partes. El interés de los Estados signatarios es el mantenimiento del sistema de protección de los derechos humanos que ellos mismos han creado, y si un Estado viola su obligación de acatar lo resuelto por el único órgano jurisdiccional sobre la materia se está quebrantando el compromiso asumido hacia los otros Estados de cumplir con las sentencias de la Corte27.

Por último, la Corte suele aludir a la llamada Kompetenz-Kompetenz, principio que establecería que es la Corte la que, de modo exclusivo, puede determinar el alcance de su propia competencia. En la Opinión Consultiva (OC) 26 leemos que «Conforme al principio de Kompetenz-Kompetenz, es la Corte Interamericana la única que posee la llave maestra que le permite destrabar el candado de su propia competencia. Es por ello que en esta recae la posibilidad de delimitar el alcance de la contención en el marco de la garantía colectiva»28.

Como consecuencia de esta acelerada evolución, la doctrina ha penetrado fuertemente en los sistemas domésticos al punto tal de que se ha llegado a afirmar que en la actualidad ya no nos encontramos con constituciones que operan de forma aislada en la cúspide de los ordenamientos jurídicos internos, sino que las constituciones están «convencionalizadas»29, es decir, que las normas supremas, para ser tales, deben ser interpretadas y puestas en correspondencia con las convenciones internacionales y la jurisprudencia de la Corte IDH. En este punto ha sido revolucionario y, claro, problemático, el concepto de «interpretación conforme» que se ha introducido en este marco.

1) Las opiniones consultivas y la extensión del desborde

La misma lógica expansionista ha operado con relación a la competencia consultiva de la Corte IDH que surge de los austeros artículos 64.1 y 64.2 de la Convención30. En ese sentido el propio Tribunal ha extendido de manera desbordante los alcances de la mencionada competencia. Roa Roa31 (2015) indica, a este respecto, «la existencia de una distancia entre la forma como fue concebida la función consultiva y la forma como la Corte la ha construido y ejercido a través de las veintiuna (veintiséis en la actualidad) opiniones proferidas hasta la fecha»32.

Esto ha generado, entre otros problemas, que a través de este instrumento «auxiliar» se resuelvan verdaderas controversias internas —es decir, casos encubiertos que debieran plantearse en sede contenciosa—33; que la Corte se pronuncie respecto de causas concretas (la OC 25 de 2015 refería, aunque el Estado ecuatoriano no lo mencionó, al caso de Julián Assange34); que se «salteen» procesos democráticos internos, esto es, que cuestiones que debieran resolverse en la arena deliberativa de cada Estado se sellen con opiniones consultivas verticalmente impuestas (vid. por ejemplo las OC 5 y 24 o la solicitud del Secretario General de la OEA para que la Corte se expida sobre la legalidad del proceso de impeachment a Dilma Rousseff); y que se influya en procesos electorales internos (vid. la OC 24/17 solicitada por la vicepresidente de Costa Rica sobre identidad y género, que aumentó la popularidad del presidente e influyó en el proceso eleccionario doméstico35). Todo ello denota una inadecuación en la utilización de esa competencia que debiera ser meramente consultiva, sujeta a custiones abstractas y sin una trascendencia jurisdiccional o política concreta y directa.

Entonces, y con un mecanismo similar al utilizado con relación a la jurisprudencia interamericana, el proceso expansionista respecto a los alcances de su competencia consultiva fue articulado, de manera circular, a través de las distintas opiniones consultivas que la Corte IDH fue emitiendo36. Dicho de otro modo, a través de las distintas consultas planteadas fue fijando (y ampliando) el alcance mismo de sus opiniones consultivas —allí la circularidad y la petición de principios—. Así, y más allá de su facultad de interpretar la Convención Americana y «otros tratados» de derechos humanos respecto de los Estados parte de la Convención, la Corte ha auto-determinado que también puede interpretar otros tratados, aunque estos no sean de derechos humanos; otros instrumentos, aunque no sean tratados; y también ejercer su función consultiva respecto de Estados que no hayan aceptado su competencia o que no sean parte de la Convención37.

2) Los problemas de la expansión consultiva

Indica Roa Roa, en conclusión que compartimos, que esta expansión genera graves problemas con los principios de legalidad y seguridad jurídica:

Declararse competente para opinar sobre tratados que no protegen derechos humanos, para referirse a Estados que no han ratificado la Convención, para conocer proyectos de reformas a la legislación interna, pronunciarse sobre las prácticas de los Estados y aceptar asuntos que no son de su competencia, confiando en poder separarlos, inter alia, permite concluir que no existe una posibilidad cierta, para ningún Estado, de conocer los límites de la competencia consultiva de la Corte. (Roa Roa, 2015, p. 103).

El sistema originario diseñado —y distorsionado— marca la sistemática del modelo interamericano, esto es, solo se impone como un precedente vinculante el fallo de la Corte IDH en el caso contencioso. En todas las demás facetas el sistema busca que se genere una interpretación dialógica de la Convención, siempre permitiendo opiniones o miradas disímiles en los Estados parte y llegando a soluciones consensuadas. Y es que, precisamente, el mecanismo consultivo que —a diferencia del contencioso— permite la participación de todos los Estados en cada consulta que se realiza, se presenta como una importantísima herramienta —por ahora, desaprovechada— a los efectos de generar consensos interpretativos sobre el modo de entender las obligaciones convencionales.

3) Función consultiva y control de convencionalidad

En este contexto no resulta extraño que la propia Corte IDH haya determinado que las opiniones consultivas forman parte del material «controlante» del bloque de convencionalidad. Ello termina por delinear un intenso carácter vinculante —que genera dificultades para su distinción respecto de la función contenciosa— de las opiniones consultivas de la Corte. Es que esta aserción vuelve a configurar un «pase» interpretativo que, en definitiva, termina por equiparar a las opiniones consultivas con el texto mismo de la Convención (tal y como ocurre con la jurisprudencia según la doctrina sentada en «Almonacid» y «Gelman II»)38.

En este sentido resulta explícita la Opinión Consultiva 21. Allí la Corte afirma que estima necesario que los diversos órganos del Estado realicen el correspondiente control de convencionalidad, también sobre la base de lo que señale en ejercicio de su competencia no contenciosa o consultiva, la que innegablemente comparte con su competencia contenciosa el propósito del sistema interamericano de derechos humanos, cual es, «la protección de los derechos fundamentales de los seres humanos». A su vez,

(…) a partir de la norma convencional interpretada a través de la emisión de una opinión consultiva, todos los órganos de los Estados miembros de la OEA, incluyendo a los que no son parte de la Convención pero que se han obligado a respetar los derechos humanos en virtud de la Carta de la OEA (artículo 3.1) y la Carta Democrática Interamericana (artículos 3, 7, 8 y 9), cuentan con una fuente que, acorde a su propia naturaleza, contribuye también y especialmente de manera preventiva, a lograr el eficaz respeto y garantía de los derechos humanos39.

Las mismas premisas son reafirmadas en las OC 22 (párr. 26)40, OC 24 (párr. 26 y 27) y 25 (párr. 58 y 59)41.

Ello implica, entonces, que las opiniones consultivas forman parte del bloque o ius commune que configura el objeto del control de convencionalidad. A su vez, que las consultas pasen a imbuirse de todas las características de las normas y la jurisprudencia convencionales y, por ello, a operar con todos los caracteres que la Corte IDH les ha asignado a sus pronunciamientos contenciosos —en particular, la de poseer las características de la res interpretata—. Roa Roa concluye que

(…) cada vez resulta más complicado para los investigadores y para la propia Corte explicar las diferencias entre los efectos de una opinión consultiva y los de una sentencia contenciosa, más allá de las características intrínsecas a cada uno de los procedimientos. Aún más, la Corte ha avanzado en una comprensión extraña de una función consultiva, de la cual derivan parámetros obligatorios para el órgano que emite el dictamen, para los órganos y Estados parte de la OEA. (Roa Roa, 2015, p. 140141).

Por ello, la ampliación, en el sentido analizado, de la competencia consultiva se proyecta como una herramienta para acrecentar la distorsión del sistema interamericano y, con ello, debilitarlo. Si hay inseguridad jurídica, si nadie sabe qué es lo que puede o no puede someter a consulta y con qué efectos éstas se expiden, difícilmente se pueda generar confianza estatal en el control de convencionalidad.

Explorando las causas de los desbordes interpretativos

Consideramos que la causa principal del problema que se analiza en esta investigación se encuentra en los tipos particulares de casos que ha abordado la Corte al momento de la construcción de las líneas principales de la doctrina. Es por ello que resulta necesario, entonces, reparar en la distinción entre los tipos de «casos» que se pueden presentar a la jurisdicción convencional. Existen, por un lado —siguiendo la ya clásica terminología dworkiana—, los llamados casos «fáciles», en donde la violación a los derechos fundamentales no admiten ningún tipo de opinión en contrario. Pero también, y siguiendo la conceptualización, se presentan casos «difíciles» y hasta «trágicos» —en terminología de Atienza—, en donde existen diversas perspectivas y lecturas posibles y simultáneamente válidas. Así, por dar un ejemplo, es fácil determinar que cuando la Corte IDH juzga a un Estado por, pongamos por caso, haber sido cómplice o autor de torturar, asesinar, etc. debe este ser condenado. Allí se han violado los derechos fundamentales de los individuos protegidos por el sistema regional y el Estado en sí mismo ha sido autor o cómplice —intentando asegurar impunidad— de los hechos violatorios.

Por el contrario, en casos difíciles, como pueden ser en general los dilemas relativos a la bioética, no existen respuestas uniformes o únicas («ontológicas», si se quiere), y por ello será prudente permitir que cada sociedad, de acuerdo con las reglas democráticas, decida sobre cómo regular cada una de las cuestiones que se susciten. Acá, ante la posibilidad de que existan diferentes lecturas válidas que no afecten a los principios existentes —en sus contenidos mínimos—, resulta adecuado, en términos de legitimidad, que el asunto sea resuelto por cada comunidad local. En estos supuestos, una imposición vertical de un órgano exógeno y con poca legitimidad democrática aparecería como una acción lesiva, más que protectiva, de los principios —también convencionales— del Estado constitucional y democrático de derecho.

Los tipos de «casos» a su vez dependen del contexto político existente, puesto que una cosa es trabajar con denuncias efectuadas a Estados con graves déficits democráticos y, otra, respecto de Estados con democracias consolidadas. Esto puede explicar la «actitud» adoptada por la Corte. Reseña Gargarella que

(…) desde la década de 1970 y durante muchos años, el sistema interamericano de derechos humanos y la Comisión en particular se presentaron como una respuesta directa a la ola de autoritarismo extremo y crímenes masivos contra los derechos humanos que dominaron la región en esa época. (Gargarella, 2017, p. 3).

Existiría, entonces, un «período en el que sistema interamericano de derechos humanos estaba fundamentalmente dedicado a responder a la brutalidad de los regímenes militares que prevalecían en la región. Jorge Contesse, por ejemplo, considera que este primer período comenzó en 1978 «con la entrada en vigor de [la Corte Interamericana], y finalizó alrededor de 1990 cuando los regímenes autoritarios de los Estados miembros perdieron poder». Para él, «al hacer frente a los Estados miembros no democráticos, la Corte Interamericana se estableció a sí misma como un medio para la protección de derechos y de la integridad política». Y concluye que:

El punto es de particular importancia, ya que este período inicial definió el perfil y la actitud general de la Corte y el carácter del sistema interamericano de derechos humanos en general. Al contrario de lo que ha sido la regla general en Europa, la Corte y el sistema interamericano en general asumieron desde el principio una posición de interferencia o intervencionista frente a los gobiernos nacionales, en lugar de una deferente. Su misión —se supone— requirió de fuertes intervenciones y declaraciones hacia los regímenes autoritarios, en lugar de una actitud pasiva o complaciente —como la que parecía prevalecer en Europa—. Como veremos más adelante, esas actitudes cambiaron parcialmente en los años posteriores, pero la presunción general todavía parece estar muy alineada con este enfoque original. (Gargarella, 2017, p. 3).

En efecto, si se realiza una retrospectiva de los casos resueltos por la Corte IDH y en los cuales fue desarrollando la doctrina del «control de convencionalidad» se advertirá que, en las primeras sentencias, se trabajó con casos que podríamos calificar como «fáciles»; puesto que, en general, versaron sobre delitos de lesa humanidad en donde los Estados nacionales aparecían consintiendo —o incluso, cometiendo— actos producidos en franca violación de los derechos humanos. A su vez, esos mismos Estados —autoritarios o en momentos transicionales— habían dictado normativa —ilegítima en términos democráticos— para asegurar la impunidad de los perpetradores. Las soluciones, en este escenario, no parecerían presentar mayores objeciones ni lecturas alternativas.

Por ejemplo, en el caso «Almonacid Arellano», se juzgó al Estado chileno por el asesinato de Luis Almonacid Arellano, quien fue detenido por carabineros y ejecutado, a la salida de su casa, en presencia de su familia. El gobierno dictó un decreto mediante el cual se concedía amnistía a todas las personas que hubieran incurrido en hechos delictuosos entre 1973 y 1978. Debido a esta norma —carente de pedigree democrático— no se investigó adecuadamente la muerte del señor Arellano ni se sancionó a los autores del hecho. Es claro, acá, que el aberrante delito no se había investigado debido a que el Estado buscó asegurar impunidad a través de normas ilegítimas que, pese a ello, fueron aplicadas por la jurisdicción interna o doméstica. Ello explica que, partiendo de esa plataforma, la Corte IDH haya exhortado a los Estados a ejercer una «especie» de control de convencionalidad de normas internas como las reseñadas, sin esperar que el caso llegara a la Corte.

En el caso «Radilla Pacheco» se condenó al Estado mexicano por la desaparición forzada del señor Rosendo Radilla Pacheco —activista político— en pleno período de la llamada «guerra sucia». La jurisdicción militar no había avanzado en el juzgamiento ni en la dilucidación de lo ocurrido. En dicho contexto, con un Estado mexicano acusado de violar masivamente derechos humanos, se comprende, también, que se haya exigido a la jurisdicción doméstica hacer los mayores esfuerzos para interpretar al derecho interno conforme a las normas convencionales.

Mucho más compleja es la situación en «Gelman vs. Uruguay» y, tal vez, en donde se advierte un claro cambio en el tipo de casos, puesto que allí, a diferencia de los demás asuntos analizados, en el país condenado se había consolidado un sólido sistema democrático que, si bien había dictado una norma de amnistía, lo había hecho con una larga y extensa discusión pública y siguiendo procedimientos estrictamente democráticos —plebiscitos incluidos—. Es por ello que la Corte ya no se dirige únicamente a la judicatura interna, sino que amplía la obligación de efectuar control de convencionalidad a «todo funcionario público». También, debido al sustrato democrático de la normativa de caducidad impugnada, la Corte argumenta desde la teoría sustancialista de la democracia, en el sentido de que existen derechos «no disponibles» por las mayorías, y la facultad de amnistiar delitos graves que afectan derechos humanos sería uno de estos supuestos —derechos como cotos vedados—42.

En una etapa más moderna, la Corte IDH se abocó a resolver cuestiones mucho más complejas en un doble sentido, porque, por un lado, ya no resultaban ser asuntos relativos a delitos de lesa humanidad y, por el otro, las sentencias se aplicaban respecto de Estados con sistemas democráticos consolidados. Como ejemplo del primer supuesto pueden citarse algunos casos recientes como: «Artavia Murillo»43 —respecto de la compleja cuestión del estatuto de los embriones—, «Martínez Esquivia» —destitución de una Fiscal Penal—44, «Urrutia Laubreaux» —proceso disciplinario seguido en contra de un magistrado—45, «Empleados de Fábricas de Fuegos»46, «Asociación Nacional de Cesantes y Jubilados»47, «Lagos del Campo»48, «Trabajadores Cesados de Petroperú»49, entre muchos otros —judiciabilidad de los DESCA—, «Petro Urrego» —destitución de un funcionario electo—50. En cuanto al segundo supuesto aparece el paradigmático caso «Gelman» ya mencionado, en donde la normativa declarada inconvencional había sido decidida en dos instancias democráticas —ley del Congreso y consulta popular—.

Esta plataforma genera dos tipos de problemas: i) la índole de los temas tratados, que permite distintas lecturas de la normativa convencional, en principio, todas ellas válidas. ii) Las características de los casos, que demuestra la inconveniencia de extender los efectos más allá de lo decidido en el asunto concreto. Así, por ejemplo, en casos de bioética o respecto de la judiciabilidad de los DESCA existen distintas posiciones, con sustento teórico y jurídico y, en un mundo multicultural y plural, todas ellas válidas. Siendo así la discusión debe versar sobre quién está más capacitado, en términos democráticos, para decidir o, en su caso, a quién, en qué casos y con qué alcance se le ha otorgado competencia para resolver las controversias que se plantean. Esto supone, claro, que la decisión se tome caso por caso y de acuerdo con el contexto existente.

Lo que se afirma, entonces, es que la doctrina fue desarrollada en un marco de «casos fáciles» y, consecuentemente, no presenta mayores problemas pragmáticos para operar en este contexto. Pero, en sentido inverso, se encuentra con serias dificultades cuando se la extrapola —sin modificación alguna— a contextos de resolución de «casos difíciles» y hasta «trágicos».

En estos supuestos, entonces, dejar un margen de actuación y determinación para los poderes locales respecto al sentido y alcance de los derechos fundamentales, no es más que una consecuencia lógica del encuentro (o «choque») del órgano jurisdiccional supranacional con ciertos principios y nociones que, lejos de estar en crisis —como aseguran algunos autores y se desprende de la propia construcción del tribunal interamericano— sostienen y son pilares de los ordenamientos constitucionales modernos: constitución, poder constituyente, democracia, soberanía, entre otros. Así se evita, dentro de un marco de prudencia y razonabilidad, el enfrentamiento con poderes constituidos y legitimados desde otras perspectivas políticas y se preservan los equilibrios institucionales y los fundamentos de cada uno de los órganos y ordenamientos comprometidos en la cuestión.

En esta línea de pensamiento es que toma relevancia el recurso a mecanismos dialógicos como la doctrina del «margen de apreciación nacional» que, nótese, ha sido una creación pretoriana del mismo Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH)51, quien, en ejercicio de un sano self restraint, y para evitar caer en lo que hemos descripto más arriba, deja un margen de libertad a los Estados para definir el contenido de los derechos y determinar el modo en que estos se desarrollarán en cada ordenamiento interno52.

En los escenarios multiculturales y heterogéneos que configuran los contextos actuales, el derecho convencional no puede ser una imposición vertical proveniente de un órgano que opera como un «intérprete infalible» que, en cuanto tal, puede definir a priori y con precisión las soluciones a todos los casos y situaciones presentes y futuras (haciendo abstracción de todas las circunstancias particulares que se podrían presentar).

Por otro lado, desde esta perspectiva se entiende por qué al Tribunal Interamericano se le ha otorgado una competencia específica —casos contenciosos— y un alcance concreto a sus resoluciones —para el Estado parte— y la doctrina desbordante, causada por el tipo de casos primigenios abordados, debe replegarse ante el nuevo escenario existente.

La (inadecuada) concepción interpretativa del control de convencionalidad

Otra de las causas que ha provocado los desbordes es la concepción interpretativa que subyace a la creación de la doctrina. Y este es un punto clave, puesto que la doctrina misma del control de convencionalidad ha sido una creación interpretativa de la Corte IDH. Es decir que esta no emerge del texto normativo convencional sino que es una elaboración jurisprudencial, y es por ello que indagar respecto de la metodología utilizada deviene una tarea central. Así, por ejemplo, no surge del plexo normativo —sino de los pronunciamientos del Tribunal— que el control de convencionalidad deba ser practicado por todos los jueces domésticos («Almonacid»), que este deba ser realizado de oficio («Trabajadores Cesados»), que todo funcionario público deba efectuar control de convencionalidad («Gelman»), ni que no solo el tratado sino también las interpretaciones que de él realice la Corte IDH son obligatorias para los Estados parte («Almonacid», «Gelman»)53.

Esta construcción genérica es precisamente la que puede ser cuestionada, puesto que no resulta inherente a la Convención y surge, en realidad, de un mecanismo interpretativo manipulativo ejercido por el propio Tribunal. Corresponde acá marcar los serios problemas de consistencia que supone, en un marco convencional, la utilización de mecanismos «evolutivos» y «manipulativos» de interpretación —que, a su vez, son rechazados explícitamente por las reglas fijadas en la Convención de Viena—. A su vez, llamar la atención sobre el empleo de un doble estándar hermenéutico —estándares contradictorios entre sí— por parte de la Corte; por un lado, se sirve de un esquema constructivo para leer las normas convencionales mientras que, paralelamente, exige que los Estados parte sigan de manera mecánica y silogística sus pronunciamientos —que valen, a su decir y según el caso, como «cosa juzgada» o como «cosa interpretada» («Gelman» II)—.

Entonces, en primer lugar, explicitaremos la inadecuación del siguiente procedimiento: la Corte entiende «constructivamente» la Convención y, al hacerlo, reemplaza al texto por sus propias interpretaciones («Almonacid Arellano», «Gelman II»). Luego de ello, extiende todos los principios internacionales que rigen para el texto convencional —es decir, para la norma internacional— a sus constructos interpretativos. Ello supone una clara inconsistencia, esto es, postular que los Estados deben cumplir las sentencias de la Corte Interamericana sobre la base de que allí operan los principios de pacta sunt servanda —los Estados no han pactado eso—, efecto útil y de buena fe. Si se acepta que una cosa es el texto de la Convención —sobre la base del acuerdo— y otra la interpretación que de ella haga la Corte Interamericana, debe derivarse de ello que, de conformidad con esta distinción, los Estados solo se obligaron teniendo en cuenta el sentido del texto convencional y sin poder prever las interpretaciones mutativas y dinámicas operadas por el tribunal internacional —en otros términos, no se obligaron a seguir la interpretación mutativa impuesta por el tribunal interamericano—. Siendo así, carece de sentido la afirmación que sostiene que las interpretaciones de la Corte IDH deben acatarse en virtud de los principios derivados del pacta sunt servanda —puesto que no se ha pactado lo pretendido o querido por dicho organismo jurisdiccional—.

En síntesis, propondremos que, en este contexto, se produce un desplazamiento argumental en el razonamiento de la Corte IDH, ya que en sus pronunciamientos traslada principios que derivan específicamente de las convenciones internacionales, ratificadas e incorporadas por un Estado, a las propias interpretaciones que realiza la Corte, como si estas últimas fueran también parte de la Convención. Dicho de otro modo, los principios derivados del pacta sunt servanda se aplican, puesto que así lo ordena el derecho internacional, a la norma convencional, pero no (o al menos, no necesariamente) a las interpretaciones mutativas que de este realizan los organismos convencionales. Las normas que derivan del texto, y no las que crean las interpretaciones, constituyen la materia vinculante. La Corte IDH, por ende, incurre acá en un razonamiento inválido.

En este punto es en donde el diálogo jurisdiccional, que se ha postulado recientemente, adquiere relevancia y podría operar como un instrumento para legitimar los pronunciamientos interamericanos. Si los Estados parte se han obligado de acuerdo al texto de la Convención —en un acto soberano—, es imprescindible que cuando el texto sea modificado vía interpretativa («interpretación mutativa») puedan también acompañar esta variación adhiriendo a ella y, por ende, co-interpretando de manera dialógica y generando una jurisprudencia consensuada54. Ello es esencial para mantener al control en el marco pactista que tiene por naturaleza el derecho convencional.

El paso interpretativo indebido, la generalización de la solución particular

En este apartado intentaremos reconstruir el razonamiento «manipulativo» que ha utilizado la Corte IDH para postular que sus pronunciamientos adquieren efectos erga omnes, distorsionando la propia letra del tratado mediante un salto lógico/hermenéutico que va de lo particular a lo general. Al hacer esto, la Corte transforma la función jurisdiccional —prevista para el caso concreto— en nomogenética y, con ello, erige como norma a sus propias interpretaciones.

La Convención Interamericana de Derechos Humanos ha receptado, conforme a un sistema de responsabilidad internacional, un esquema tópico o casuístico, es decir, el que marca que la Corte IDH debe resolver caso por caso, y que, por ende, ella tiene jurisdicción en la medida en que se plantee un caso contencioso concreto respecto de algún Estado demandado. Es así que en su art. 68.1 establece que los pronunciamientos obligatorios y vinculantes para los Estados son aquellos que se dictan en el caso concreto y en jurisdicción contenciosa.

El alcance extendido de los pronunciamientos interamericanos en los casos en los que los Estados no son parte del litigo ha sido, por ende, una creación interpretativa efectuada por la propia Corte que violenta lo convenido en el art. 68.1.

Como hemos visto, el paso indebido que ha realizado la Corte Interamericana se advierte con claridad en el ya famoso precedente «Almonacid Arellano vs. Chile» de 2006. Allí, por un lado, afirma que es obligación de todos los jueces domésticos efectuar una «especie» (hasta ese momento) de «control de convencionalidad», cuestión que no está prevista en el texto convencional; pero a la vez, y con ello se complementa el dispositivo, que las interpretaciones que efectúa la Corte forman parte del sistema convencional. Con ello se dispone que los jueces domésticos deberán contrastar su derecho interno con el derecho convencional pero, al mismo tiempo, que una parte integrante de ese derecho son las propias interpretaciones que realiza el órgano jurisdiccional.

Como se advierte, la otra faceta de este dispositivo construido por el órgano interamericano es que aquí no se está interpretando meramente el derecho convencional, sino que, a la vez (o principalmente), está construyendo un sistema institucional permanente, que ingresa en los ordenamientos domésticos, y que los poderes estatales deben receptar. Es decir, diseña, so pretexto de su competencia interpretativa, un esquema procesal —el del control de convencionalidad— que impone a los Estados una serie de deberes no pactados originariamente. No se trata acá, entonces, de que la Corte esté «interpretando» un determinado derecho plasmado en la Convención —para lo que sí tiene competencia— sino de que está «creando» una serie de obligaciones —realizar control de convencionalidad de oficio, etc.— que no emergen del texto convencional. Siendo así, no hay verdaderamente una tarea interpretativa —no hay dispositivos al respecto para ser interpretados— sino que se trata de una función «constructiva» y «mutativa» del Convenio.

La clave o núcleo del mecanismo es la postulación de la Corte respecto a que «no solo el texto de la convención es obligatorio para los Estados parte sino también la interpretación que de él realice la Corte». La interpretación efectuada en ese caso por el tribunal supranacional se agrega a la inteligencia genérica del texto convencional55. Desde el punto de vista lógico, esta operación implica que se extraigan efectos generales de un acto particular. Dicho de otro modo, de una decisión específica tomada en un caso concreto se concluye en una extensión indiscriminada de los efectos a todos los demás casos similares que se presenten.

El primer problema es competencial. La Corte tiene competencia para resolver los casos que se le presentan; pero ¿tiene competencia para delimitar los alcances de su propia tarea? A su vez aparece un problema de carácter lingüístico. Existe en esta elaboración una confusión de niveles lingüísticos. Así, cabe distinguir en el mecanismo utilizado por el órgano interamericano una superposición de planos entre lo que podríamos llamar el «lenguaje» de la decisión y el «metalenguaje» que se construye desde la decisión, y en virtud del cual se pretende generar una teoría general del control de convencionalidad.

La Corte, simplificando la problemática, razona de la siguiente manera: «en este caso resuelvo ‘p’ —estando facultada para hacerlo conforme al art. 68.1 de la Convención— pero, a la vez, en esa decisión delimito los alcances que tendrá mi jurisprudencia hacia futuro» —no existiendo norma externa que la faculte a ello—. Es decir que el Tribunal, sin tener la competencia para hacerlo (pues trabaja con «casos»), va generando una teoría general de sus precedentes de manera autorreferencial; con lo cual sus decisiones incurren en inconsistencias como la ya apuntada de circularidad, pero también la de resolver de manera ultra y extra petita, y la de darle fuerza vinculante a lo manifestado como obiter dicta —es decir, todo lo que se dice sobre la doctrina general del control de convencionalidad en las resoluciones de los casos concretos—. Pero a la vez, y como señalamos antes, no se trata solo de indicar el alcance de sus propios precedentes con relación al alcance y sentido de los derechos, sino también de construir una estructura «convencional» —que los Estados deben receptar—: control por parte de los jueces domésticos, de oficio, mecanismo de la interpretación conforme, etc., sin que ello implique una labor interpretativa —desde que no hay normas al respecto—.

Esta construcción de la doctrina general que se efectúa desde cada caso concreto alcanza una fuerza paradigmática en el voto razonado del juez Ferrer MacGregor ―sentencia de supervisión de cumplimiento del caso Gelman—56. El magistrado señala que

(…) cuando se produce autoridad de la cosa juzgada internacional debido a la firmeza de la sentencia de la Corte IDH —que implica su carácter «inmutable»— existe una eficacia directa y subjetiva de la sentencia (res judicata) hacia las partes en su integridad (véase párrs. 34 a 42); y una eficacia interpretativa objetiva e indirecta de la norma convencional (res interpretata) hacia todos los Estados parte de la Convención Americana (véase párrs. 43 a 66).

Este entramado interpretativo genera una serie de problemas que tienen que ver con la distorsión del diseño institucional —pensado para la resolución del caso concreto, con efectos limitados y solo respecto del Estado condenado—. Veamos:

i. En primer lugar, aleja al control de convencionalidad del principio democrático. Esto sucede cuando se pretende que una decisión pensada para un caso concreto se extienda irreflexivamente y de manera automática a otros casos y, por ende, a otros contextos, impidiéndose así la valoración de cada situación institucional, cultural y social específica. Ello, a su vez, imposibilita entablar cualquier tipo de diálogo con las instituciones democráticas locales y sus respectivos ordenamientos jurídicos domésticos (que tienen distintos grados y planos de legitimidad democrática).

ii. Asimismo, la posición referida entra en conflicto con otros principios, que están paradojalmente consagrados en las Convenciones. Así, una aplicación automática de una jurisprudencia resuelta en otro caso violenta el principio convencional del debido proceso. El Estado condenado debe tener la oportunidad de defenderse en cada caso concreto, utilizando argumentos que podrían variar del precedente que se le pretende aplicar y tener la expectativa de obtener una resolución favorable. Por lo mismo se podría ver lesionado el principio de independencia judicial, pues la variante subsuntiva impide al operador valorar con su sana crítica racional la solución al caso, tomando lo que ha dicho otro sujeto al cual debe subordinarse solo en virtud del argumento ad auctoritatem.

iii. Se produce una contradicción, puesto que la propia Corte Interamericana se ha encargado de revalorizar principios como el de autogobierno de los pueblos y el de multiculturalismo, que, precisamente, desaconsejan homogeneizar las soluciones jurisdiccionales y mandan a analizar los contextos culturales de manera, claro, «tópica». Es decir, en los escenarios heterogéneos y multiculturales existentes no puede pensarse en respuestas uniformes que violentan la diversidad que se pretende defender57.

iv. Se generan tensiones con la teoría de la interpretación constitucional. Por un lado casi no se discute en la teoría de la interpretación jurídica que un mismo cuerpo normativo puede admitir diversas lecturas válidas de acuerdo a los criterios interpretativos que se apliquen. Por otro lado, se afirma que las constituciones y las convenciones contienen mayoritariamente principios, que son disposiciones abiertas, sin una consecuencia jurídica predeterminada, y por lo tanto, para su aplicación concreta requerirán de distintas técnicas de interpretación. Este derecho principialista constituye, a su vez, un derecho «dúctil» que se va adecuando a los contextos que debe regular. Esta postura es compatible únicamente con una visión interpretativa tópica.

Es decir que, admitido que fuera que un mismo principio convencional pueda interpretarse de manera «dúctil», esto es, con distintos sentidos válidos, debiera dejarse en manos de las instituciones democráticas locales la determinación concreta de dichos principios en sus respectivos ámbitos de competencia.

La Corte IDH de manera explícita y paradojal acepta esta posibilidad, esto es, la de la admisibilidad de diversas lecturas válidas del texto convencional, pues al señalar como premisa que «no solo el texto de la Convención es obligatorio para los Estados partes» sino también la interpretación «que de ellos haga la Corte Interamericana», está suponiendo que otras interpretaciones son posibles; pero, a la vez, que la única «válida» y vinculante es la suya propia. El supuesto vuelve a convertirse en un argumento de tipo ad auctoritatem y, tal y como marcamos en el punto anterior, en fricción con los principios pluralistas de raigambre, también, convencional.

v. Pero a su vez, la posición adoptada por el organismo interamericano enfrenta una objeción de índole lógica. En el dictamen del procurador general emitido en el caso «Acosta»58 (Corte Suprema de Justicia de la Nación Argentina) se denuncia una falacia de «petición de principios» en la que se incurriría si se concluye que la jurisprudencia de la Corte Interamericana tiene obligatoriedad general solo porque ella misma así lo estipula. Coincidimos con esta aguda objeción. En dicho dictamen se afirma que

(…) parece claro que la eficacia general de la jurisprudencia de la Corte Interamericana no puede inferirse lógicamente de la cita de las sentencias de ese tribunal que la afirman, pues tal tipo de argumentación presupone en sus premisas lo que se debe demostrar, a saber, si las sentencias de la Corte Interamericana tienen valor general más allá de los términos estrictos del art. 68.1 de la Convención. En otras palabras, solo es posible afirmar que existe un deber jurídico de seguir la jurisprudencia de la Corte Interamericana en virtud de la doctrina judicial del «control de convencionalidad», si antes se ha concluido que la jurisprudencia de la Corte Interamericana en general (también aquella que estableció el control de convencionalidad) es obligatoria. Para eludir caer en una petición de principio sería necesario encontrar razones independientes a la misma jurisprudencia de la Corte que permitan concluir el deber de seguir dicha jurisprudencia. Esta razón no podría pretender ser hallada en el argumento de que la Corte Interamericana es el último intérprete de la Convención. Este argumento solo dice que la Corte Interamericana tendrá la última palabra sobre la interpretación de la Convención en los procesos internacionales seguidos en el sistema interamericano. Pero en los procesos judiciales internos, (…) [la Corte Suprema de la Nación] es el último intérprete del derecho constitucional, y ello incluye también a los instrumentos internacionales incorporados en el bloque de constitucionalidad (art. 116 Constitución nacional).

vi. Genera, como ya hemos señalado, un salto argumentativo: desde lo que vale para el texto hacia lo que no vale respecto de la interpretación: si se sostiene, indebidamente, y desde un caso concreto, que la interpretación específica adhiere a la letra de la Convención y que, a su vez, estas forman parte del coprus iuris latinoamericano, cualquier tesis que se sostenga respecto al valor de las convenciones valdrá inmediatamente para cada una de las interpretaciones efectuadas. Aquí la confusión de planos es clara, lo que vale para la norma convenida se traslada, sin más, a las interpretaciones no convenidas59.

vii. Por último considero importante remarcar una inconsistencia en la utilización de la teoría de la interpretación por parte de la Corte Interamericana. Ello es así porque la Corte misma, al momento de interpretar el texto convencional, aplica mecanismos mutativos y dinámicos. Por ejemplo, cuando determina —sin que lo mismo surja de la letra del Pacto de San José de Costa Rica— que el control de convencionalidad debe ser realizado de oficio por los jueces locales o que las interpretaciones que de la Convención haga son obligatorias incluso para los Estados que no han sido parte del litigio contencioso concreto (interpretación que, por otro lado y como se ha referido, contradice la letra misma del Pacto). Pero, y aquí la contradicción, entiende que sus pronunciamientos deben ser aplicados, a su vez, por los jueces domésticos de manera mecánica y sin posibilidades de utilizar criterios interpretativos dinámicos. Dicho de otro modo, las interpretaciones que realiza la Corte Interamericana de los textos convencionales —utilizando cánones mutativos— se convierten para los Estados parte en normas convencionales generales que deben aplicar de manera subsuntiva.

Acción y reacción

Consideramos que este «desborde» en la autopercepción de la Corte Interamericana60 es el que genera, minando la legitimidad de su autoridad, algunas resistencias, en algunos casos muy bien justificadas —puesto que dirigen su mirada a los fundamentos del sistema—, para acatar algunos de sus pronunciamientos.

La hipótesis que sostenemos aquí es que esta «desbordante» autodefinición de la autoridad de la Corte Interamericana es la que, paradojalmente, mayor debilidad puede acarrearle en términos de legitimidad, generando reticencias fundadas para aceptarla en toda su amplitud. Vítolo, criticando el pretendido alcance erga omnes de las decisiones de la Corte Interamericana, reflexiona en esta línea afirmando que «sostenemos que esta pretensión mina el respeto que el tribunal merece en el ámbito interamericano, poniendo en riesgo incluso el cumplimiento de sus decisiones en aquellos casos en los que sí, conforme la Convención, su acatamiento es obligatorio» (Vítolo, 2013, p. 3).

Por ello, para ganar en aceptación y en eficacia, la propia Corte Interamericana debería redefinir su posición y asumir una posición más prudente y dialoguista con los demás actores del sistema regional para delimitar el alcance de sus potestades jurisdiccionales.

Consideramos que las reacciones surgidas en los ordenamientos domésticos deben llevar a reflexionar a la Corte IDH, repensar su rol y trabajar con esquemas dialógicos y de cohabitación entre los ordenamientos. En este punto, doctrinas como la de «identidad constitucional», «teoría de los contralímites» y «margen de apreciación nacional», aparecen como instrumentos valiosos que pueden ingresar como variables a tener en cuenta para fortalecer la legitimación del sistema convencional61. A través de ellos, el sistema interamericano puede, autolimitándose, restaurar el principio de subsidiariedad y reencauzarse como un verdadero sistema convencional de derechos humanos.

Críticas y críticas a las críticas

Gran parte de las críticas que se han realizado a las nociones está sustentada, de manera adecuada, en su ambigüedad y vaguedad, esto es, no existe precisión respecto del alcance de conceptos tales como «margen de apreciación», «identidad constitucional» y «contralímites». No obstante ello, creemos que resultan ser herramientas valiosas, en los marcos convencionales, para que los Estados y los organismos regionales encuentren espacios de diálogo y puedan alcanzar consensos mínimos que, en definitiva, fortalecerán la legitimidad del sistema de protección de derechos humanos. Son, entonces y pese a su vaguedad, facilitadores de encuentro y de diálogo entre los Estados y las Cortes.

Pizzolo señala que

(…) para que el diálogo pueda expresarse, es necesario entre los miembros intérpretes alcanzar consensos en torno a técnicas de cohabitación. El uso de una técnica de este tipo permite, en el contexto de un proceso deliberativo, que una parte consienta a la otra avanzar con su argumentación jurídica sin contradecirla, desconocerla o interfiriendo en sus argumentos. Estas técnicas no se alejan de un ejercicio de tolerancia, de deferencia, puesto de manifiesto en la aceptación —tácita o expresa— de interpretaciones sobre el contenido material de los derechos reconocidos formalmente (…). Las técnicas de cohabitación, en síntesis, son vías por donde discurre el diálogo. En este sentido, hacen a la vez de instrumentos formadores de consensos. (Pizzolo, 2017, p. 77).

Y agrega que:

(…) Dicho lenguaje se muestra necesariamente como lenguaje ambiguo. A la cohabitación se arriba al costo de sacrificar certeza jurídica. La jurisprudencia —forma de expresión central dentro de la referida comunidad— inicia, de este modo, la construcción de categorías jurídicamente indeterminadas, tales como «identidad constitucional», «tradiciones constitucionales comunes», «protección equivalente», «margen nacional de apreciación» o, bien, «interpretación conforme». Estas categorías procurarán ser instrumentos para la adaptación de los contenidos de los derechos formalmente reconocidos a un mosaico de realidades en algunos casos antagónicas entre sí» (Pizzolo, 2017, p. 77).

Por otro lado, se ha señalado agudamente que resultaría incongruente dejar en manos de los propios Estados, que son los posibles responsables de sus violaciones, la interpretación del alcance y contenidos de los derechos humanos62. No obstante, consideramos que esta crítica puede ser adecuadamente contrarrestada con la segunda dimensión del control que hemos mencionado, esto es, que los controles se deben relajar respecto de Estados que cuentan con democracias consolidadas, pues allí funcionará el control democrático de los actos de gobierno. Esta visión, por lo demás, plantea una situación de desconfianza respecto de los mecanismos democráticos y una supuesta prevalencia moral y técnica de los órganos jurisdiccionales y consultivos convencionales que, claro, no encuentra sustento teórico adecuado.

Otro cuestionamiento que se ha planteado, este más de índole filosófica, es que los márgenes de apreciación suponen un salto argumental desde lo descriptivo a lo prescriptivo. Por ejemplo, Clérico sostiene que la noción de consenso europeo comete esta incorrección argumentativa, puesto que de un análisis comparativo —y, por ende, descriptivo— de las regulaciones estatales «salta» a la prescripción que postula que lo que corresponde, normativamente, es dejar que la materia sea regulada por el propio Estado —cuando no hay consenso— o imponer la visión del Tribunal —cuando hay consenso—63.

Entendemos que ello no es así, puesto que el margen de apreciación se asienta en una visión democrática de los derechos, es decir, los contenidos de los derechos son definidos, en primera instancia, por los mecanismos democráticos vigentes en cada uno de los Estados —y, por ello mismo, pueden variar de Estado a Estado—. Esto da cuenta de que las regulaciones estatales no tienen un carácter «descriptivo» sino uno prescriptivo. Por ello la incorrección de la crítica se presenta en las premisas, al considerar que lo dispuesto a nivel estatal tiene naturaleza meramente descriptiva y no la determinada por los organismos supranacionales o convencionales. En realidad, lo que varía es la visión de los derechos subyacentes: una más asentada en los aspectos democráticos y la otra en una posición judicialista e iluminista de los derechos: «los derechos son los que las Cortes internacionales dicen que son». No puede pasarse por alto, en este mismo sentido, que el determinar los contenidos de los derechos a nivel local se asienta, también, en principios jurídicos: democracia y multiculturalismo; y por ello no puede hablarse de algo meramente fáctico o sociológico a su respecto.

Conclusiones

Se ha señalado, entonces, que la doctrina del «control de convencionalidad» ha sido una construcción jurisprudencial de la Corte Interamericana que no encuentra sustento ni en el texto del tratado ni, por el modo de imposición vertical que ha adoptado, con el marco de derecho convencional en el que se contextualiza. Por otro lado, se ha referido a la posición reactiva de los organismos interamericanos para aceptar dispositivos deferentes y dialógicos como lo son el margen de apreciación nacional, la identidad y los contralímites constitucionales. A su vez, se han enumerado los problemas que esta posición rígida genera, sobre todo respecto a los principios de democracia y multiculturalismo y, como marco general, a nivel de los fundamentos —convencionales— en los que opera el sistema. Es por esto último que un control de convencionalidad tan «expansivo» se problematiza aún más cuando se aplica frente a Estados con democracias consolidadas.

Una posible solución a los problemas planteados está, entonces y por un lado, en volver, conforme el estricto sentido del art. 68.1 del Pacto, a un esquema de interpretación tópica de la normativa convencional; esta es, la que resuelve, de modo vinculante, el caso concreto. Esta visión permitirá reflotar una posición dialoguista que debiera plantearse entre los tribunales internacionales y los domésticos. A su vez, esto posibilita revincular, fortaleciéndolo, al sistema de control convencional con nociones democráticas, pues la aplicación tópica permite que la jurisdicción repare en cada caso en la situación contextual que se le presenta, conforme la legislación local y los intereses de la comunidad en la que arraiga. Esto, a su vez, permitirá que la Corte, en aquellos casos «difíciles», realice un análisis respecto del pedigree democrático de la decisión estatal que se ha tomado y determine, sobre esa base, si ingresa o no al asunto64.

La deliberación, el intercambio de perspectivas y visiones constituyen los mecanismos que se revelan como los más adecuados para alcanzar legitimidad en los escenarios multiculturales y heterogéneos que configuran los contextos actuales. Siendo esto así, el derecho convencional no puede ser una imposición vertical proveniente de un órgano que opera como un «intérprete infalible» que, en cuanto tal, puede definir a priori y con precisión las soluciones a todos los casos y situaciones presentes y futuras (haciendo abstracción de todas las circunstancias particulares que se podrían presentar).

Incluso más, creemos que esta posición, que es abrazada como dogma por algunos autores y magistrados, está abiertamente reñida con una verdadera construcción de estructuras supranacionales legítimas que, como tales, deben ser flexibles y receptar la diversidad de perspectivas locales, máxime cuando se trabaja sobre temas —casos difíciles— que admiten diversas lecturas morales y jurídicas.

A su vez, la postulación de la vinculatoriedad de los jueces locales a las sentencias supranacionales trae también hondos problemas de tipo filosófico y epistemológico, pues implica, en el fondo, adherir a la tesis de que en todos los casos existe una, y solo una, respuesta correcta65. Solo para referir a unas de las problemáticas que al respecto se han planteado modernamente sobre la cuestión, baste con pensar las variables y posibles soluciones que se presentan en aquellos casos de alta complejidad moral y jurídica que, en cuanto tales, admiten diversas perspectivas y soluciones plausibles. En estos casos, recurrir a estructuras dúctiles y dialógicas parecería ser lo más adecuado y ajustado al respeto de la diversidad y de principios como el de democracia y autodeterminación de los pueblos.

El esquema interpretativo que planteamos modifica de raíz el alcance que se le ha asignado a los pronunciamientos de los órganos interamericanos, puesto que desde esta perspectiva estos ya no podrán tener alcances generales, sino solo limitados al caso. Ello permite indirectamente dejar un margen de apreciación en cabeza de los Estados parte para aplicar la normativa interamericana —conforme al juego de sus propias instituciones—. Solo en caso de que el Estado parte llegue a una interpretación que resulte inadmisible desde los cuerpos de derechos humanos, la Corte Interamericana podrá ejercer el control inaplicando la decisión doméstica —como última ratio—. La revinculación que esta posición propicia entre el control interamericano y los esquemas democráticos resulta patente.

Por otro lado, en aquellos casos en donde no exista una explícita regulación convencional deberá concluirse que dicho tema pertenece a la competencia interna de cada uno de los Estados, quienes deberán resolver las cuestiones con sus mecanismos democráticos domésticos. Allí la Corte IDH deberá ser deferente, respetando las identidades locales y reconociendo que la situación en cuestión no ha sido prevista en las convenciones existentes66.

Por lo demás, esta «vuelta» al esquema realmente convenido por los Estados parte es el que mayor legitimidad le dará al sistema interamericano en general y a la Corte IDH en particular. En conclusión que compartimos, Paúl Díaz afirma que:

En caso de que la Corte adopte el enfoque extensivo para la aplicación del control de convencionalidad, los Estados podrían tener dificultades para aceptar esta doctrina, debido a su falta de base normativa y efectos demasiado amplios. Por el contrario, si la Corte adopta claramente el enfoque acotado, que es coherente con el poder de los Estados para definir la posición jerárquica y el modo de incorporación de la CADH a sus ordenamientos jurídicos —y seguir sus propias tradiciones legales en materia de precedentes—, eliminaría cualquier obstáculo a la aplicación de la doctrina del control de convencionalidad. Además, esta posición sería más compatible con la autonomía de los Estados para determinar el alcance y la aplicación del derecho internacional en sus regímenes jurídicos internos67.

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  1. Doctor en Ciencias Jurídicas (Universidad Católica Argentina), diplomado en Estudios Avanzados (DEA) y especialista en Justicia Constitucional (Universidad de CastillaLa Mancha), profesor universitario en Ciencias Jurídicas (UNSa), profesor adjunto de Derecho Constitucional y Teoría Política en las universidades Nacional y Católica de Salta. Secretario del Instituto de Derecho Constitucional de la Universidad Católica de Salta. Vocal titular de la Asociación Argentina de Derecho Constitucional. Juez de Garantías del Poder Judicial de Salta. Trabaja en líneas de investigación de teoría constitucional. colombomurua@yahoo.com.ar

  2. La noción de diálogo supone, acertadamente, abandonar el esquema rígido de supremacía absoluta (o del derecho interno o del convencional), por ejemplo, cuando los jueces interamericanos ordenan a los nacionales realizar control difuso estableciendo una relación jerárquica más que de colaboración. Pizzolo sintetiza bien la problemática al destacar que en el escenario interamericano «(…) no ha sido posible alcanzar una solución de síntesis, consensos mínimos sobre técnicas de cohabitación. Es probable que ello se deba a que la Corte IDH (…) plantea la relación entre ordenamientos de una forma muy cercana a una relación de subordinación jerárquica y no tanto como una relación de cooperación». Von Bogdandy, A. (2017). Prólogo. En Henríquez Viñas y Morales Antoniazzi (Coord.). El control de convencionalidad. Un balance comparado a 10 años de Almonacid Arellano vs. Chile. DER, Universidad Alberto Hurtado, Chile, p. 432

  3. Recuerda Roa Roa que: «Se trata de un momento muy importante para el Sistema Interamericano de protección de los derechos humanos, en el que se ha dado inicio a un conjunto de reflexiones sobre el funcionamiento, la eficacia, la importancia y el futuro del sistema: lo que ha dado en denominarse diálogo interamericano» e indica que «la primera fase del diálogo interamericano se centró en las competencias de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, en especial, los criterios para la concesión de medidas cautelares, la estructura de los informes anuales, la financiación de la Comisión y de su Relatoría Especial para la libertad de expresión. El resultado institucional fue una reforma del Reglamento de la Comisión que entró en vigor el 1.º de agosto de 2013 y una resolución de la Asamblea General de la OEA que ordena continuar el diálogo sobre los demás órganos del Sistema Interamericano de Protección de Derechos Humanos. De manera que se trata de un proceso inacabado que puede suscitar debates interesantes y en el que debe prevalecer la intención real de fortalecer el Sistema Interamericano». Roa Roa, J. E. (2015). La función consultiva de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Universidad Externado de Colombia, Bogotá, p. 24.

  4. Vío Grossi afirma, en este marco, que su voto disidente no «persigue, bajo ningún supuesto, un debilitamiento o restricción de la vigencia de los derechos humanos, sino, precisamente, todo lo contrario. Efectivamente, lo que aquí se señala responde a la íntima certeza de que se logra el efectivo respeto de los derechos humanos si lo que se les exige a los Estados partes de la Convención es lo que realmente ellos libre y soberanamente se comprometieron a cumplir». «Muelles Flores vs. Perú», sentencia del 6 de marzo de 2019, voto disidente de Vío Grossi, párr. 5.

  5. Por ejemplo, y en disenso con la mayoría, Vío Grossi concluye que: «En suma, entonces, se discrepa de lo resuelto en la sentencia habida cuenta de que, haciendo la Convención una clara distinción entre los derechos políticos y civiles y los derechos económicos, sociales y culturales, el derecho al trabajo, incluyendo al derecho a la estabilidad en el empleo, en tanto integrante de los últimos mencionados, no es derecho ‘reconocido’ en la Convención y no se encuentra, consecuentemente, al amparo del sistema de protección previsto en ella únicamente para el primer tipo de derechos señalados». Misma posición asumió el juez Sierra Porto, por ejemplo, afirmando que: «(…) de mi experiencia como juez de un tribunal nacional cuya trayectoria en la justiciabilidad directa de los DESCA es ampliamente conocida, me queda la clara percepción de las dificultades que supone que un órgano judicial asuma competencias en esta materia, pues aunque no siempre la protección de estos derechos supone la adopción de políticas públicas o tomar decisiones sobre bienes escasos o meritorios, en numerosos casos sometidos a conocimiento de una autoridad judicial si se requiere, lo que indefectiblemente conduce al debate sobre del rol de los jueces en un Estado social de derecho y sobre cuál es el órgano legitimado para adoptar estas decisiones en un sistema democrático». «Lagos Campos vs. Perú», párr. 3.

  6. Considero importante destacar que la distinción que acá se realiza, entre casos «fáciles» y «difíciles», tiene un sentido explicativo, en el sentido de servir como un esquema descriptivo respecto a que resultaba sencillo, desde un esquema genuinamente convencional, resolver los casos que se le presentaron originariamente a la Corte IDH al momento de comenzar a construir la doctrina. Ello explica, mas no justifica, la extensión que se le da al control en dichos pronunciamientos y respecto de Estados que, de un modo evidente, incumplían sus obligaciones convencionales.

  7. Paul Díaz afirma que «según ciertas interpretaciones, mediante la doctrina del control de convencionalidad, la Corte Interamericana afirmaría tener poderes supranacionales, superiores a los de cualquier otro tribunal internacional o regional (incluso más altos que los del Tribunal de Justicia de la Unión Europea, y comparable solo a los de los tribunales constitucionales nacionales). Dichas interpretaciones parecen coincidir con lo que afirma la Corte en sus fallos». Paul Díaz, Á., (juliodiciembre 2019). Los enfoques acotados del control de convencionalidad: las únicas versiones aceptables de esta doctrina. Revista de Derecho, n.° 246, Concepción, pp. 49-82 (p. 51).

  8. Esta distorsión en el consentimiento podría provocarse por el mecanismo de la interpretación «manipulativa», puesto que el sentido de las obligaciones podría variar sin el consentimiento estatal concreto. En este sentido, puede repararse en el cuidado que se presta en la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados al consentimiento de los Estados para obligarse (vid. desde el art. 9 al 23, y desde el art. 47 al 52 de la Convención).

  9. El «originalismo» como corriente interpretativa —fuertemente desarrollada en los Estados Unidos— contiene diversas y complejas variables en las que no interesa ingresar a los efectos del presente trabajo. Solo tomaremos esa denominación para referirnos al método que indaga respecto de la voluntad del autor de la norma.

  10. El ex magistrado de la Corte IDH, Augusto Cançado Trindade, indicó claramente la posición que, entendemos, subyace a la postura «anticonsensualista» que sigue la Corte: «En una intervención en los debates de 12 de marzo de 1986 de la Conferencia de Viena sobre Derecho de los Tratados entre Estados (…) me permití advertir para la manifiesta incompatibilidad con el concepto de ius cogens de la concepción voluntarista del derecho internacional, la cual no es capaz siquiera de explicar la formación de reglas del derecho internacional general. En efecto, tal concepción tampoco explica la incidencia de elementos independientes del libre arbitrio de los Estados en el proceso de formación del derecho internacional contemporáneo. Si es por su libre voluntad que los Estados crean y aplican las normas del derecho internacional —como busca sostener aquella concepción—, también es por su libre voluntad que los Estados violan estas normas, y la concepción voluntarista de ese modo se revuelve, patéticamente, en círculos viciosos y acrobacias intelectuales, incapaz de proveer una explicación razonable para la formación de normas consuetudinarias y la propia evolución del derecho internacional general». «Blake vs. Guatemala». Sentencia de 24 de enero de 1998, voto razonado de Cançado Trindade, párr. 23. Esta posición, entendemos, no pondera varias de las aristas en juego, como iremos viendo a lo largo de este trabajo. Por ejemplo, cuando contrapone la voluntad «discrecional» de los Estados con la de un supuesto proceder objetivo, y basado en el ius cogens, de la Corte IDH; cuando en realidad lo que se discute es que, en algunas ocasiones, la Corte ignora los dispositivos del derecho internacional (por ejemplo, las reglas interpretativas del Tratado de Viena), y se extralimita respecto de sus propias competencias. A su vez el problema que marcamos no se da cuando existe una obligación convencionalmente asumida, sino cuando no existe norma y el tribunal interamericano la «construye» o, existiendo norma, esta es interpretada de un modo manipulativo. Clérico reseña que parte de la doctrina entiende que el «TEDH [Tribunal Europeo de Derechos Humanos] tendría un enfoque más consensualista estatal por contraposición a uno universalista de la Corte IDH. La primera preocupación para el TEDH parece ser la legitimidad frente a los Estados. Por el contrario, la Corte IDH estaría preocupada en su legitimidad frente al mundo (…) O en términos más radicalizados, Brems y Timmer entienden que el TEDH guardaría una actitud de prudencia en clara contraposición con la Corte IDH, que se perfila como la «hija de todas las revoluciones». Mientras que el TEDH estaría preocupado en medir las reacciones políticas que causarían sus pronunciamientos, lo que lo llevaría a sostener un enfoque incrementalista condicionado de los derechos frente a un enfoque radical. Por el contrario, la Corte IDH se arriesgaría a dar «grandes pasos» en vez de pequeños en protección de los derechos humanos, no se acobardaría cuando tiene que usar «strong language» o se requieren «interpretaciones muy innovadoras». Clérico, L. (mayo-agosto de 2020). El argumento de la falta de consenso regional en derechos humanos. Divergencia entre el TEDH y la Corte IDH. Revista Derecho del Estado, Universidad Externado de Colombia, n.° 46, pp. 57-83 (p. 76).

  11. Al crear la doctrina del control de convencionalidad (si se sigue el enfoque extensivo), la Corte Interamericana se designaría a sí misma como un tribunal supranacional cuyas decisiones deben ser seguidas por los órganos nacionales, aun cuando los Estados no hayan dado su consentimiento para ello. Dulitzky, A. E. (2015). An Inter-American Constitutional Court? The Invention of the Conventionality Control by the Inter-American Court of Human Rights. Texas International Law Journal, n.° 50, p. 47. Cit. Paúl Díaz, art. cit. pp. 67 y 68.

  12. Amaya puntualiza que: «El control de convencionalidad se ha perfilado como un control de supraconstitucionalidad en temas de derechos humanos, ya que en caso que alguna disposición constitucional fuera contraria a la Convención, según la interpretación de la Corte, el Estado estaría obligado a modificar la Constitución como sucedió en la República de Chile en el caso de la Última tentación de Cristo, llegando a sostener —incluso— que la sola existencia de un régimen democrático no garantiza per se el respeto del derecho internacional de los derechos humanos y que la aprobación popular en una democracia de una ley incompatible con la CADH no le concede legitimidad ante el derecho internacional». Amaya, J. A. (2019-B). Un complejo equilibrio entre identidades constitucionales y diplomacia judicial. En La Ley, pp. 1/4, (p. 2).

  13. Vid. «Almonacid con Arellano vs. Chile», 2006. «Trabajadores cesados del Congreso vs. Perú», 2006. «Heleodoro Portugal vs. Panamá», 2008; entre muchos otros.

  14. Vid. «Trabajadores cesados del Congreso vs. Perú», 2006.

  15. Vid. «Radilla Pacheco vs. México», 2009.

  16. Vid. «Cabrera García y Montiel Flores vs. México», 2010.

  17. «Gelman vs. Uruguay», 2011. Antes de ello, en el caso «Cabrera García» se había extendido la obligación de realizar el control de convencionalidad a los «órganos vinculados a la administración de justicia en todos los niveles» —Cabrera García y Montiel Flores vs. México. Sentencia de 26 de noviembre de 2010—, vid. párr. 225.

  18. A partir del caso «Gudiel Álvarez vs. Guatemala», el Tribunal regional amplia el parámetro de convencionalidad, el que se extiende a otros tratados sobre derechos humanos y las interpretaciones que hace la Corte. Sentencia de 20 noviembre de 2012. Serie C n.°. 253.

  19. Por ejemplo, de entre los muchos pronunciamientos en este sentido, se lee en el párr. 124 de «Almonacid con Arellano» que «(…) el Poder Judicial debe ejercer una especie de «control de convencionalidad» entre las normas jurídicas internas que aplican en los casos concretos y la Convención Americana sobre Derechos Humanos. En esta tarea, el Poder Judicial debe tener en cuenta no solamente el tratado, sino también la interpretación que del mismo ha hecho la Corte Interamericana, intérprete última de la Convención Americana».

  20. Vid. «Boyce y otros vs. Barbados». Sentencia de 20 de noviembre de 2007. La Corte IDH establece que el art. 26 de la Constitución de Barbados no resiste el control de convencionalidad y, por ello, no debió ser aplicado al caso. Dicho artículo disponía que los tribunales no podían revisar la constitucionalidad de las leyes existentes antes de la promulgación de la nueva Constitución —noviembre de 1966—. En el caso se cuestionaba el art. 2 de la Ley de Delitos contra las Personas, que establecía la pena de muerte para algunos supuestos, y que era previa a la Constitución. Párr. 75/80.

  21. Tesis que, doctrinariamente ha sido esgrimida Burgorgue-Larsen. El mencionado autor realiza un paralelismo entre el Tribunal Regional y los Tribunales Constitucionales. Cf. Burgorgue-Larsen, Laurence, «La Corte Interamericana de Derechos Humanos como Tribunal Constitucional», en Fix Fierro, H., Morales Antoniazzi, M. y Von Bogdandy, A. (2014). Ius constitutionale commune en América Latina. Rasgos, potencialidades y desafíos. México: Universidad Nacional Autónoma de México, pp. 412-457.

  22. En el caso «Petro Urrego vs. Colombia». Sentencia del 8 de julio de 2020, la Corte efectuó control de convencionalidad abstracto.

  23. Vid. párr. 29. El Estado colombiano cuestionó que se atacaran normas no aplicadas al caso a la vez que otras normas, que, si bien habían sido aplicadas, fueron dejadas sin efecto internamente por el Consejo de Estado. Pese a ello la Corte IDH falló y condenó a Colombia. Incluso este extremo es aceptado por la Corte, al señalar que «(…) la Corte considera que la decisión del Consejo de Estado constituyó un adecuado y oportuno control de convencionalidad de las sanciones de destitución e inhabilitación impuestas en contra del señor Petro por parte de la Procuraduría, en tanto cesó y reparó las violaciones a los derechos políticos que ocurrieron en perjuicio del señor Petro como resultado de dichas sanciones. El Consejo de Estado tomó debida consideración de los estándares desarrollados por este Tribunal en relación con los límites a las restricciones permitidas por el artículo 23.2 de la Convención, para así garantizar adecuadamente los derechos políticos del señor Petro» —párr. 108—.

  24. Párr. 109. En ese sentido, el Tribunal advierte que el Consejo de Estado exhortó a diversas instancias del gobierno para realizar aquellas reformas legislativas dirigidas a «poner en plena vigencia los preceptos normativos contenidos en el artículo 23 de la Convención Americana» en relación con las facultades del Procurador. De esta forma, si bien cesaron las violaciones a los derechos políticos de la presunta víctima en virtud de la sentencia del Consejo de Estado, en definitiva, el Estado no ha reparado integralmente el hecho ilícito, pues no ha modificado las normas jurídicas que permitieron la imposición de dichas sanciones, las cuales se encuentran vigentes en el ordenamiento jurídico colombiano».

  25. Acá estoy haciendo alusión a la discusión respecto a la naturaleza de la labor interpretativa, esto es, sobre si ella implica, en cierto sentido al menos, una tarea «cognitiva» —de conocer lo que está puesto a priori, por ejemplo, en el texto normativo—; o si se trata de una actividad meramente volitiva, un acto creador en sentido estricto. En este último sentido hablo de «manipulativo», es decir, una función creadora sin sustento en elementos externos —normativos—.

  26. Pául Díaz agrega que si bien la doctrina no surge de la CADH: «(…) la Corte Interamericana de Derechos Humanos sostiene que es posible extraer la doctrina del control de convencionalidad de algunas disposiciones del tratado. La doctrina sería «el resultado de una interpretación progresiva e innovadora de los artículos 1.1 y 2 de la CADH, y de los artículos 26 y 27 de la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados (CVDT)». Ferrer Mac-Gregor argumenta que también los artículos 29 y 25 de la CADH desempeñan un papel en la creación del control de convencionalidad». Paúl Díaz, A. «Los efectos acotados…», art. cit. p. 55.

  27. Cfr. «Apitz Barbera vs. Venezuela». Supervisión de cumplimiento de sentencia. Sentencia de 23 de noviembre de 2012, párr. 46.

  28. OC 26, Voto del juez Pazmino Freire, párr. 18.

  29. En esa línea leemos a Sagüés, quien señala que «el control de convencionalidad parte tácitamente de la tesis de la primacía de los tratados internacionales de derechos humanos incluso sobre la constitución nacional (…). Es decir, que la noción misma de control de convencionalidad, que se está imponiendo sobre la base de la doctrina elaborada por los tribunales Internacionales, supone ya de por sí la preeminencia de los tratados por sobre el derecho interno». Sagüés, N. P. (s.f). Obligaciones internacionales y control de convencionalidad. En Estudios Constitucionales, revista del Centro de Estudios Constitucionales de Chile. Chile: Universidad de Talca; actualizado para el Programa de Investigaciones del Centro Interdisciplinario de Derecho Procesal Constitucional, de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales del Rosario, Universidad Católica Argentina, p. 10.

  30. Vid. un minucioso repaso de los orígenes, fundamentos, concepto y evolución de esta competencia en Roa Roa, J. E. (2015). La función consultiva de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Bogotá: Universidad Externado de Colombia, pp. 28-65.

  31. Vid. el extenso desarrollo de Roa Roa de esta cuestión en: Roa Roa, J. E. (2015). La función consultiva de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Bogotá: Universidad Externado de Colombia.

  32. Ibídem, p. 95. El autor continúa señalando que «esa distancia entre la regulación normativa de la función consultiva y las manifestaciones que sobre ella ha hecho la Corte genera lo que puede denominarse las fisuras de la competencia consultiva. Entendemos por fisuras las deficiencias que surgen del pronunciamiento de la Corte Interamericana ante las lagunas de la Convención y de su propio reglamento, respecto de la función consultiva. Estas fisuras debilitan la eficacia de las opiniones consultivas, desestimulan la utilización del procedimiento consultivo por parte de los Estados y órganos de la OEA, impiden que la jurisprudencia consultiva de la Corte sea un referente en el derecho internacional y obstaculizan la implementación, en el ámbito interno de los Estados, de los criterios formulados por la Corte en los procedimientos consultivos». Ibídem. Actualmente hay 26 opiniones consultivas.

  33. En la opinión consultiva 15 de 1997 el Estado de Chile desistió de un pedido de consulta, argumentando, además, que la opinión podría interferir en un procedimiento contencioso en curso; no obstante, la Corte emitió la opinión en cuestión. En su voto en disidencia, el juez Máximo Pacheco Gómez manifestó que «la Corte debería acceder al retiro solicitado, sin que le fuese permitido continuar de oficio el procedimiento consultivo por cuanto ella no tiene el derecho de emitir opiniones consultivas de propia iniciativa sino que esta facultad corresponde solamente a los Estados miembros de la Organización de los Estados Americanos o a los órganos enumerados en el capítulo X de la Carta de la Organización de los Estados Americanos, de acuerdo con lo dispuesto por el artículo 64.1 de la Convención».

  34. La Corte IDH destaca ello, desde los parágrafos 48 en adelante, marcando que la consulta tiene que ver «(…) con una situación de hecho concreta en que se encuentra el Estado del Ecuador, aun cuando dicho escenario no fuera mencionado por el Estado solicitante (párrs. 20 y 22). En particular, se refirieron al caso de Julian Assange, fundador de WikiLeaks, quien en el año 2012 obtuvo asilo en la embajada del Ecuador en el Reino Unido y, desde ese momento, permanece allí». La Corte, pese a ello, la admitió, señalando en su argumentación que a) que haya casos en los que aplique su opinión evita que se pronuncia de una manera meramente académica y demuestra la utilidad de su pronunciamiento y b) que no hay ningún caso concreto planteado formalmente en la Corte.

  35. Recuerda Pául Díaz que «al momento de conocer la OC 24 se estaba discutiendo en Costa Rica proyectos de ley sobre los dos temas discutidos en la opinión consultiva (…) la solicitud de Costa Rica buscaba que la Corte resolviera un tema políticamente sensible, para así presionar al legislador democrático». Paúl Díaz, Á. (2018). Cuatro extendidos desaciertos de la Corte Interamericana que se observan en su Opinión Consultiva n.° 24. En Anuario de Derecho Público UDP. https://www.academia.edu/38206980/Cuatro_Extendidos_Desaciertos_de_la_Corte_Interamericana_que_se_Observan_en_su_Opini%C3%B3n_Consultiva_N_24, p. 219.

  36. Roa Roa señala que «aunque el texto de la Convención parece claro en los dos aspectos —objeto y legitimación—, es importante integrar la interpretación literal del artículo 64 con las consideraciones hechas por la Corte en el desarrollo de su función consultiva respecto de estos dos elementos», Roa Roa, J. E., op. cit., p. 34.

  37. Por dar un ejemplo, en la OC 16 se autodefinió competente para emitir opiniones respecto de Estados, aunque ellos no sean parte de la Convención. Allí «la Corte consideró que no era relevante que uno de los Estados (Estados Unidos) no fuera parte de la CADH, por cuanto la consulta se refería a la Convención de Viena sobre Relaciones Consulares, tratado del cual sí era parte el Estado que objetó la competencia consultiva de la Corte en ese caso». Cita de Roa Roa, J. E., op. cit., p. 42.

  38. Sagüés señala, al respecto, que la Corte IDH «en el leading case ‘Almonacid Arellano vs. Chile’, por ejemplo, indica que al tornar efectivo el control de convencionalidad, el Poder Judicial debe tener en cuenta no solamente el tratado, sino también la interpretación que del mismo ha hecho la Corte Interamericana, intérprete última de la Convención Americana (párrafo 124). Tal ‘interpretación’ existe, desde luego, en los fallos de la Corte Interamericana, sea en sus fundamentos o en su parte resolutiva, y cualquiera que sea el tipo de sentencia: v. gr., sentencias contenciosas definitivas o de reparaciones, medidas provisionales, interpretativas o de seguimiento, etc. También la Corte realiza interpretaciones, obviamente, en las opiniones consultivas del art. 64 del Pacto de San José de Costa Rica. Todo parece contar con la misma cotización jurídica, en virtud de provenir del ‘intérprete último’ del citado Pacto», Sagüés, N. P. (2015). Las opiniones consultivas de la Corte Interamericana, en el control de convencionalidad. Pensamiento Constitucional n.° 20. ISSN 1027-6769, p. 278.

  39. Opinión Consultiva 21/14 del 19 de agosto de 2014. Serie A n.° 21, párr. 31. pp. 137138.

  40. En donde alude a que las consultas operan como una especie de control «preventivo» de convencionalidad.

  41. Recuerda Sagüés que antes de la OC 21, teníamos el voto razonado del juez Eduardo Ferrer MacGregor en el caso «Gelman II», que, en su párrafo 59, sostenía que «un tema sobre el cual seguramente el Tribunal Interamericano tendrá en el futuro que reflexionar consiste en determinar si la ‘norma interpretada’ alcanza eficacia erga omnes más allá de los ‘casos contenciosos’ donde se produce la autoridad de la cosa juzgada; por ejemplo, en las ‘opiniones consultivas’ donde no realiza una función jurisdiccional en sentido estricto…». El voto destaca, de todos modos, que dichas opiniones consultivas se practican con la amplia intervención de todos los Estados de la Organización de los Estados Americanos, incluso con la posibilidad de realizar audiencias públicas, «recibir amici curiae y aplicar por analogía disposiciones de procedimiento escrito para casos contenciosos, cuando correspondiere», ibídem, p. 279.

  42. El Tribunal afirma allí que «la legitimidad democrática de determinados hechos o actos en una sociedad está limitada por las normas y obligaciones internacionales de protección de derechos humanos reconocidos en tratados como la Convención Americana (…) la protección de los derechos humanos constituye un límite infranqueable a la regla de las mayorías, es decir, a la esfera de lo ‘susceptible de ser decidido’ por parte de las mayorías en instancias democráticas». «Gelman vs. Uruguay», 2011, párr. 239.

  43. «Artavia Murillo y Otros («Fecundación in vitro») vs. Costa Rica». Sentencia de 28 de noviembre de 2012.

  44. «Martínez Esquivia vs. Colombia», sentencia del 6 de octubre de 2020.

  45. «Urrutia Laubreaux vs. Chile», sentencia del 27 de agosto de 2020.

  46. «Empleados de la Fábrica de Fuegos en Santo Antônio de Jesús y sus Familiares vs. Brasil», sentencia del 15 de julio de 2020.

  47. «Asociación Nacional de Cesantes y Jubilados de la Superintendencia Nacional de Administración Tributaria (ENCEJUB-SUNAT) vs. Perú», sentencia del 21 de noviembre de 2019.

  48. «Lagos del Campo vs. Perú», sentencia del 31 de agosto de 2017.

  49. «Trabajadores Cesados de Petroperú y otros vs. Perú», sentencia del 23 de noviembre de 2017.

  50. «Petro Urrego vs. Colombia», sentencia del 8 de julio de 2020.

  51. El primer pronunciamiento en donde explícitamente se habla del margen de apreciación del TEDH, «Handyside vs. United Kingdom», sentencia del 7 de diciembre de 1976, Corte en plenario.

  52. El Tribunal Europeo, en el caso «Irlanda vs. Reino Unido» de 1978, afirmó que: «Incumbe a cada Estado contratante, responsable de la vida de la nación, determinar si un peligro público lo amenaza y si esto ocurre evaluar los medios que tiene para disiparlo. [...] las autoridades nacionales se encuentran en principio, en mejor lugar, que el juez internacional para pronunciarse sobre la presencia de ese peligro, así como sobre la naturaleza y el alcance de las suspensiones para conjurarlo. El artículo 15 permite un amplio margen de apreciación». TIDH, «Irlanda vs. Reino Unido» (1978), párr. 207. En un mismo sentido ya se había pronunciado el TEDH: caso «Lawless vs. Irlanda» (1960). Citado por Nasch Rojas, C. (2018). La doctrina del margen de apreciación nacional y su nula recepción en la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Artículo publicado en ACDI, Bogotá, Vol. 11, pp. 15-342, disponible en http://www.anuariocdi.org/anuario2018/02RevACDI_11_CNash.pdf. «A partir de este fallo la Corte Europea comienza a utilizar esta figura, principalmente, en aquellos casos en que la discusión está centrada en las especificidades culturales prevalecientes en cada Estado. Tal es el caso de la moral pública, particularmente, en casos vinculados con la eutanasia o el matrimonio de personas del mismo sexo, entre otros. En estos casos el TEDH ha indicado que los Estados tienen un margen mayor de discrecionalidad para dar contenido a la idea de moral pública cuando no existe un mínimo común extrapolable a todos los Estados parte de la CEDH o ‘consenso europeo’. Por lo tanto, en estos casos la Corte ha sostenido que no es posible interpretar de una forma única un derecho determinado de la Convención, haciéndose necesario, según la Corte, que cada Estado dentro de sus muy especiales aproximaciones en materia moral aprecie en forma individual el estado y desarrollo de su sociedad fijando las restricciones que la Convención permite al ejercicio de ciertos derechos». Ibídem, p. 78.

  53. Paúl Díaz recuerda que «los autores de la CADH no tuvieron la intención de establecer el control de convencionalidad. El único momento en el que se mencionó explícitamente una idea similar dentro del sistema interamericano fue durante la discusión de la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre (no de la CADH). Sin embargo, los autores de la Declaración Americana abandonaron esta idea cuando acordaron que la Declaración no tendría ningún efecto vinculante. Por el contrario, los redactores de la CADH no discutieron nada similar, aunque algunos representantes consideraron que ciertas normas de la CADH eran directamente aplicables». Paúl Díaz, Á., «Los enfoques acotados…», art. cit. p. 55.

  54. Somos conscientes, sin embargo, que ello denota una mirada judicialista —los que dialogan son solo los poderes judiciales—. Pero también entendemos que este debería constituir el primer paso ―derivado de la naturaleza cuasijurisdiccional del proceso interamericano— para, luego, «escuchar» las soluciones y respuestas provenientes de la política deliberativa de cada Estado.

  55. En el considerando 51 del voto razonado del juez Ferrer MacGregor, caso «Cabrera García y Montiel Flores vs. México», se afirma que: «(…) el juez nacional, por consiguiente, debe aplicar la jurisprudencia convencional incluso la que se crea en aquellos asuntos donde no sea parte el Estado nacional al que pertenece, ya que lo que define la integración de la jurisprudencia de la Corte IDH es la interpretación que ese Tribunal Interamericano realiza del corpus juris interamericano con la finalidad de crear un estándar en la región sobre su aplicabilidad y efectividad. Lo anterior lo consideramos de la mayor importancia para el sano entendimiento del «control difuso de convencionalidad», pues pretender reducir la obligatoriedad de la jurisprudencia convencional solo a los casos donde el Estado ha sido «parte material», equivaldría a nulificar la esencia misma de la propia Convención Americana, cuyos compromisos asumieron los Estados nacionales al haberla suscrito y ratificado o adherido a la misma, y cuyo incumplimiento produce responsabilidad internacional».

  56. Voto razonado del Juez Ferrer MacGregor en la resolución de la Corte Interamericana de Derechos Humanos del 20 de marzo de 2013, relativa a la supervisión de cumplimiento de sentencia en el Caso Gelman vs. Uruguay. La resolución puede verse en: http://www.corteidh.or.cr/docs/supervisiones/gelman_20_03_13. doc. La sentencia del Caso Gelman vs. Uruguay, del 22 de febrero de 2011, puede consultarse en http://www. corteidh.or.cr/docs/casos/articulos/seriec_221_esp1.doc.

  57. Cf. Corte IDH, caso de la Comunidad Mayagna (Sumo) Awas Tingni vs. Nicaragua, sentencia de fondo, reparaciones y costas, 31 de agosto de 2001; Corte IDH, caso Pueblo indígena Kichwa de Sarayaku vs. Ecuador, sentencia de fondo y reparaciones, 27 de junio de 2012. Corte IDH, caso Bámaca Velásquez vs. Guatemala, sentencia de fondo, 25 de noviembre de 2000. Corte IDH, caso Comunidad indígena Sawhoyamaxa vs. Paraguay, sentencia de fondo, reparaciones y costas, 29 de marzo de 2006. Corte IDH, caso Comunidad indígena Xákmok Kásek vs. Paraguay, sentencia de fondo, reparaciones y costas, 24 de agosto de 2010.

  58. PGN, A-93-LXLV, «Acosta, Jorge Eduardo y otros s/ recurso de casación», 10/3/2010.

  59. Bianchi indica que de ninguna cláusula de la CADH surge que la jurisprudencia que de ella haga la Corte IDH sea de aplicación obligatoria —o sea, vinculante— para todos los órganos judiciales del Estado Parte. Bianchi, A. (2010). Una reflexión sobre el llamado «control de convencionalidad». La Ley, 2010-E-1090, citado por Pizzolo, C., op. cit., p. 488.

  60. Gargarella, analizando el pronunciamiento, señala que «la pretensión correcta es, como se dijera ya, la de repensar los alcances del poder de la Corte Interamericana, a la luz de lo que parece ser la autopercepción de esta última, alimentada por numerosos académicos locales y extranjeros, y que han llevado a que el tribunal internacional se asuma como máxima, suprema e indiscutible instancia del derecho interamericano (…)». Gargarella, R. (2017). La autoridad democrática frente a las decisiones de la Corte Interamericana. Artículo publicado en La Ley, edición especial, año LXXXI n.° 39, 2017-A, pp. 35, (p. 4).

  61. El 23 de abril de 2019, los Gobiernos de Argentina, Brasil, Chile, Colombia y Paraguay emitieron una declaración con la finalidad de «perfeccionar» el sistema interamericano y manifestaron su preocupación por los alegados excesos por parte de los organismos del sistema interamericano.

  62. Clérico cita en este sentido a Neuman, quien advierte lo siguiente: «letting each state be the judge of its own human rights obligations, free to redefine or retract prior commitments, would negate the effect of the American Convention. But that observation does not entail that the substantive evolution of the regional human rights regime must be independent of the regional community of states» (2008, 115). Cf. Clérico, L., art. cit., p. 60.

  63. Clérico señala: «Aquí aparecen los déficits argumentativos cuando el escrutinio se detiene bajo la alegación de que no existe consenso fáctico en estas materias en la región y que entonces cabe al Estado reconocer un amplio margen de apreciación. Se trata del problema de la insuficiencia argumentativa. Sin embargo, se debería justificar por qué, por ejemplo, la falta de convergencia supone razones que sostienen (o no) la distinción. Se requiere argumentación material. Por el contrario, de una descripción se salta a sostener que no es necesario realizar un examen de igualdad de la medida estatal atacada (…) Sostiene que como no existe consenso sobre el estado de cosas jurídico en la región, se debe reconocer a los Estados un timing para la introducción de los cambios legales», Ibídem, p. 71.

  64. Vid. por ejemplo la concepción del pedigree democrático de la decisión de autores como OliverLalana. Cf. Oliver-Lalana, A. D. (ed.). Conceptions and Misconceptions of Legislation. Legisprudence Library 5, https://doi.org/10.1007/978-3-030-12068-9_9. También: Oliver-Lalana (2016). On the (judicial) method to review the (legislative) method. The Theory and Practice of Legislation. DOI: 10.1080/20508840.2016.1251016.

  65. La posición dworkiniana ha sido sometida a diversas y numerosas críticas por lo que se presenta, en la teoría jurídica, al menos como polémica y discutible.

  66. Vío Grossi, en su voto disidente en el caso «Duque», afirma que: «a quien le compete el ejercicio de la función normativa en el ámbito correspondiente a la Convención, especialmente en relación a asuntos de alto contenido ético y moral y que se consideran conforman la base de la sociedad, en los que, por ende, se involucran legítimas concepciones ideológicas, morales, religiosas y aún éticas, es a sus Estados parte y no a la Corte, ejercicio que, además y dado el actual escenario institucional interamericano, de darse, sería más democrático y suministraría mayor legitimidad a la norma que eventualmente se adopte». «Duque vs. Colombia», voto en disidencia, punto III sin indicar párr.

  67. Paul Díaz, Á., «Los enfoques acotados…», art. cit., p. 79.

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