Omnia. Derecho y sociedad
Revista de la Facultad de Ciencias Jurídicas
de la Universidad Católica de Salta (Argentina)
e-ISSN 2618-4699
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Resumen

En el mundo globalizado en el que vivimos, asistimos a un inusitado aumento de refugiados políticos y a una dinámica migratoria que expone a esas personas y grupos a innumerables riesgos y vulnerabilidades. En relación con esta problemática, consideramos los aportes realizados por dos filósofas, Hannah Arendt y Adela Cortina, que abordan la cuestión del rechazo al otro que se encuentra en condiciones de vulnerabilidad —apátrida, refugiado, “sin hogar” o pobre— buscando dar cuenta filosófica de estos problemas en el contexto de la cultura occidental. Sostenemos que, si bien hoy la dignidad humana y los derechos fundamentales de las personas se reconocen desde el derecho y desde lo ético, todavía se vulneran los derechos de los migrantes, sea por actitudes prejuiciosas en los países por los que transitan o se establecen, sea porque no se ha resuelto aún la efectiva articulación entre la dignidad humana, como principio universal, y los derechos fundamentales.

Palabras clave: alteridad - hospitalidad - dignidad - migración - derechos humanos

Abstract

In the globalized world in which we live, we are witnessing an unusual increase in the number of political refugees and a migratory dynamic that exposes these individuals and groups to innumerable risks and vulnerabilities. To reflect on this problem, the contributions made by two philosophers, Hannah Arendt and Adela Cortina, are considered. They address the issue of rejecting the other one who is in conditions of vulnerability - stateless, refugee, “homeless” or poor - seeking to give philosophical account of these problems in the context of Western culture. We maintain that, although human dignity and the fundamental rights of people are recognized today from an ethical and legal point of view, the rights of migrants are still violated, either because of prejudicial attitudes of people in the countries through which they transit or settle, or because the effective articulation between human dignity, as a universal principle, and fundamental rights has not yet been resolved.

Key words: Otherness - hospitality – dignity- migration – human rights

Sociedad/ Ensayo científico

Citar: Urbina Valor, L. (2023). La ofensa a la dignidad humana en el trato al paria y al pobre. Aportes de Hannah Arendt y de Adela Cortina para pensar esta problemática. Omnia. Derecho y sociedad, 6 (1), pp. 43-62.

Introducción

En el mundo globalizado en el que vivimos, asistimos a un inusitado aumento de refugiados políticos y a una dinámica migratoria —individual o grupal— provocada por factores que, al conjugarse, hacen de esto un proceso muy complejo.

Si bien la gran mayoría de las migraciones que se dan en la población mundial se registra dentro de las fronteras de los países, durante los últimos tiempos fue creciendo significativamente la migración internacional. Según el Informe sobre las migraciones en el mundo 2022 de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), en las últimas cinco décadas aumentó el número estimado de migrantes internacionales a nivel global. Este documento, emitido por una institución perteneciente a la Organización de las Naciones Unidas (ONU), señala que se estima que en el año 2020 había un total de 281 000 000 de personas viviendo en un país diferente a su país natal, lo que supera en 128 000 000 a la cifra registrada en 1990 y triplica a la de 1970. Además, explica que las migraciones internacionales no son uniformes en todo el mundo, pues se pudo constatar un aumento importante de ellas en Europa y Asia, representando en el año 2022 el 61 % de la población migrante internacional, seguida por América del Norte con el 21 %, África con el 9 %, América Latina y el Caribe con el 5 %, y Oceanía con el 3 %.

Seyla Benhabib (2005, p. 16) relata que, a partir de la segunda mitad del siglo XX y a la par del crecimiento y de la aceleración de los movimientos migratorios que se han dado y se siguen produciendo en el mundo, se incrementó la tragedia que sufren los refugiados, los aislados, aquellos que son forzados a desplazamientos internos, en un país, o a desplazamientos hacia otros países.

Para el tratamiento de esta cuestión, abordaremos primero lo que se entiende por migración, considerando luego el concepto actual de dignidad humana, para después tratar los aportes acerca del tema del rechazo al otro de las filósofas Hannah Arendt y Adela Cortina. Posteriormente, tomando estas contribuciones, se mostrará que, si bien hoy se reconocen la dignidad humana y los derechos fundamentales de las personas desde lo ético y desde el derecho, todavía se produce la vulneración de los derechos de los migrantes por las actitudes prejuiciosas en los países por los que transitan o se establecen y por la falta de una efectiva articulación entre la dignidad humana, como principio universal, y los derechos fundamentales. Finalmente, esbozaremos algunas conclusiones.

¿Qué se entiende por migración?

Según el Manual Derechos humanos de personas migrantes (2017):

La migración o el acto de migrar es el desplazamiento desde un territorio de un Estado hacia el territorio de otro Estado o dentro del mismo. Se refiere a cualquier movimiento de población, independientemente de su tamaño, composición o causas. En función de las características de estos movimientos, se habla de migración forzada o migración voluntaria, de migración permanente o temporal. (Instituto de Políticas Públicas en Derechos Humanos del MERCOSUR-Oficina Regional de la OIM para América del Sur, 2017, p. 20).

El fenómeno de olas migratorias voluntarias o forzadas se presenta en diferentes regiones del mundo; fenómeno al que América Latina no es ajena, como se ha podido constatar a lo largo del tiempo. Fundamentalmente, las migraciones forzadas son producto de situaciones políticas, persecuciones o guerras. Son desplazamientos producidos porque existe alguna amenaza a la vida, por situaciones que ponen en peligro la subsistencia, la seguridad o la libertad de las personas; en tanto que las migraciones voluntarias son ocasionadas por la búsqueda de mejores condiciones de vida. Las causas que las provocan son, por lo general, desigualdades económicas en el contexto de origen (diferencias salariales e intercambio desigual entre países, aumento en la demanda de empleo por parte de los países desarrollados, en especial en servicios o bien por estímulos económicos del país receptor); niveles elevados de pobreza y de precariedad; cuestiones políticas y jurídicas motivadas por conflictos internos, regionales e internacionales; situaciones demográficas (superpoblación); condiciones etnológicas; razones culturales y educativas (formación, calificación y desempeño) e incluso pueden ser provocadas por fenómenos naturales (sea por el desarrollo de cambios naturales o inducidos por el ser humano (Gómez Walteros, 2010).

Acerca del concepto de dignidad humana

El concepto de dignidad humana presenta algunas dificultades en los ámbitos de la filosofía y del derecho, ya que es difícil definirla con precisión por su carácter general y omnicomprensivo (Andorno, 2011) y porque se lo invoca desde muy diferentes ámbitos o dimensiones y no siempre con el mismo significado por las variaciones que sufrió a lo largo del tiempo (García Moreno, 2003).

En la actualidad, la dignidad humana es considerada desde dos enfoques que resultan complementarios. En primer lugar, se la entiende como el respeto incondicionado que posee todo individuo por su sola condición humana; se trata de un valor absoluto, inherente al ser humano, del cual se sigue el derecho a ser respetado por cualquier otro como persona, a no ser perjudicado en su existencia. En segundo lugar, se la concibe como el fundamento de los derechos humanos, por lo que afirma Pelé (2015, p. 8) que “los derechos humanos tendrían su razón de ser y justificación en la protección y el desarrollo de la dignidad humana”. Por este motivo Martínez Bullé-Goyri (2013) dirá que “los derechos humanos no son sino la expresión jurídica de la dignidad de las personas y su función es precisamente permitir y garantizar su respeto” (p. 41).

De acuerdo con González Valenzuela (2005), la dignidad constituye una manera de comprender al ser humano, de la cual deriva una manera de tratarlo; consiste en la forma en que el ser humano se ve y asume, en la estima que tiene de sí mismo, lo que a su vez no puede separarse de la forma de ver y asumir a sus semejantes, esto es, como un fin en sí y no como medio o instrumento. Por ello, “la dignidad define al hombre tanto en su ser como en su valer” (p. 54).

Francisco García Moreno (2003) aclara que, debido a las terribles experiencias de nuestro tiempo, se promovió el concepto político de dignidad humana dando lugar al derecho de la persona frente a la comunidad, el cual es reclamable por cada ser humano. De este modo, de la aceptación de la dignidad humana ya no se deriva solo un deber sino más bien el derecho de cada ciudadano frente a la comunidad.

En el derecho internacional, en el Preámbulo de la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948, se afirma que la dignidad es inherente a todos los miembros de la familia humana, y los preámbulos de los Pactos Internacionales de Derechos Humanos de 1966 expresan que los derechos humanos se derivan de ella (Andorno, 2011). Así también, se puede apreciar esta idea en el 2° considerando de la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre, que expresa: “(…) los Estados americanos han reconocido que los derechos del hombre no nacen del hecho de ser nacional de un determinado Estado, sino que tienen como fundamento los atributos de la persona humana (...)”.

El rechazo al otro en condiciones de vulnerabilidad

Hannah Arendt y Adela Cortina son dos filósofas que abordan el tema del rechazo al otro que se encuentra en condiciones de vulnerabilidad —apátrida, refugiado, “sin hogar” o pobre—, buscando dar cuenta filosófica de este problema del mundo de la vida en el contexto de la cultura occidental.

Hannah Arendt: el paria

La obra de Hanna Arendt está signada por las experiencias personales que vivió por su origen judíoalemán, que la llevó a ser crítica de la dura realidad que le tocó presenciar. Sus escritos pretenden ser un llamado ético para que los hechos de violencia totalitaria no vuelvan a repetirse.

Arendt centra su atención en las condiciones en que se desarrolla la existencia del ser humano; por eso, parte del concepto de condición humana con el que se refiere a las manifestaciones que se dan entre el nacer y el morir del ser humano; período en el cual la persona orienta su vida activa de tres modos: la labor, el trabajo y la acción.

Explica que la labor es propia de los procesos cíclicos de la vida biológica, del metabolismo del cuerpo humano, de su crecimiento. Es la que asegura la supervivencia individual y de la especie. En la Antigüedad griega pertenecía a lo íntimo del hogar, a la esfera de lo doméstico; pero luego, en la Modernidad, pasó al ámbito de lo público. La labor corresponde a la satisfacción de las necesidades vitales y no genera algo entre las personas, ya que se puede realizar en simple contigüidad con otros, de allí que no constituye una categoría política.

En cuanto al trabajo, este proporciona la producción de cosas distintas a lo natural con las que vive y sobrevive el ser humano por medio de él se hace objetivo un mundo artificial producido por el propio ser humano y es capaz de permanecer más allá de la existencia de sus productores. Su condición humana es la mundanidad. Para los antiguos griegos tampoco era un ámbito de libertad porque pertenecía a aquellas actividades mediante las cuales se aseguraba la supervivencia.

Por las razones señaladas, para los griegos la labor y el trabajo correspondían a la esfera de lo prepolítico, a lo doméstico, era lo propio de la casa y la familia. En esa esfera se ejercía la violencia y se justificaba el ejercicio de la fuerza para resolver lo que pertenecía a las necesidades vitales y de esa manera era posible el ejercicio de la libertad en el ámbito público.

En tanto, la acción es la actividad del hombre en cuanto hombre, su cualidad específica; posibilita las relaciones entre las personas y corresponde a la condición humana de la pluralidad. La acción es “interacción pública de seres libres en su elaboración conjunta de la vida común” (Giner, 2006, p. 17).

Según Arendt (2003) la pluralidad humana es la condición de toda vida política y es la que crea la circunstancia para el recuerdo, para la historia. La cualidad de ser distinto se pone de manifiesto por el discurso y la acción que son el “tejido de las relaciones y asuntos humanos” (p. 22). Su realidad depende de la pluralidad humana, “de la constante presencia de otros que ven y, por lo tanto, atestiguan de su existencia” (2003, p. 108).

Este ámbito diferencia al ser humano de las cosas, permitiendo que cada individuo humano sea único e irrepetible, un ser biográfico e histórico; un “quién”, no un “qué”. Es la esfera de la libertad, necesaria para la política en cuanto espacio pleno para su ser. En la violencia no existe una interpelación al otro, solo se lo hace objeto; por ello es muda y niega el discurso y, por ende, su posibilidad de entrar en escena. Además, la violencia, no solo provoca un daño a alguien, sino que también produce la negación como persona a quien perpetra el daño, a lo cual tampoco escapa el espectador del acto de violencia.

Señala Arendt (2003) que no es lo mismo la cualidad de ser distinto que la alteridad (alteristas, que posee todo lo que es), ya que esta última en su forma más abstracta se encuentra en la multiplicación de objetos inorgánicos; en tanto que la vida orgánica manifiesta distinciones incluso entre los individuos de la especie, pero solamente el ser humano puede comunicar su propio yo y diferenciarse por medio del discurso y de la acción y no solo distinguirse (p. 200). Por medio de la acción los seres humanos se presentan unos a otros en cuanto personas, constituyéndose en una especie de segundo nacimiento y pueden tomar una iniciativa. La acción como comienzo corresponde a la condición humana de la natalidad, en tanto que el discurso incumbe a la distinción y manifiesta la condición humana de la pluralidad. Sin embargo, acción y discurso se encuentran en íntima relación puesto que el acto que es específicamente humano también debe contener la pregunta a todo recién llegado: ¿quién eres tú? (Arendt, 2003, p. 202).

La acción es un acto individual, pero se realiza con la cooperación de otros, dando lugar a una secuencia infinita que nos hace responsables por lo que hacemos y las consecuencias que produce en el todo social, en la medida en que perseguimos ciertos fines por el ejercicio de la razón, que no se reducen a hacer sino a saber hacer. Por lo tanto, para esta filósofa la responsabilidad no es solo personal sino también política, por los resultados de las acciones en la sociedad y las consecuencias que se nos escapan (Mejía Quintana, 2017, p. 6).

La reflexión que realiza Arendt sobre el espacio político tiene que ver con las propias experiencias de esta filósofa en relación con la pérdida del mundo, a lo que considera en sí una forma de barbarie. Y esa pérdida tuvo para ella una doble dimensión, por un lado, por las vivencias del pueblo paria y, por otro, por ser ella misma una apátrida. De allí que Hannah considere que la mayor privación de los derechos humanos consiste precisamente en la carencia del derecho de la persona a tener un lugar en el mundo (Urabayen, 2007, p. 417).

Sostiene esta autora que la Ilustración con su idea de humanidad, de igualdad de todos los ciudadanos, permitió la ciudadanía a los judíos; pero al mismo tiempo que les otorgó derechos civiles y políticos les quitó su identidad, porque les exigió su asimilación. Con ello perdieron el sentido del judaísmo, quedando solo la “judaicidad”, convirtiéndose así en parias sociales (Urabayen, 2007, p. 420). Para Arendt, la identidad judía no consistía rigurosamente en la religión ni en la nacionalidad política, sino en aquello que otorga una identidad propia, personal.

La filósofa sostiene que quienes huyen de su país experimentan la fractura de las propias vidas, con la pérdida de su hogar, de la ocupación, del idioma y, con ello, la familiaridad en este mundo, la confianza de servir para algo, la especial forma de expresar los sentimientos. Esta situación lleva a los refugiados a sucumbir a la tentación de la asimilación y el olvido de su pasado para reconstruir su vida, pero con ello pierden su identidad ante sí mismos y ante los demás.

Esta autora plantea la necesidad de mantener la propia identidad respecto a la asimilación; afirma que es posible lograr la integración sin renunciar a la propia tradición, porque ella es el aporte universal que se puede hacer como pueblo.

En su obra Hombres en tiempos de oscuridad, Arendt (1990) señala que la humanidad se manifiesta más frecuentemente en hermandad en épocas de oscuridad entre grupos de personas perseguidas o esclavizadas, en los pueblos parias, en aquellos que en el siglo XVIII eran llamados los desdichados y, en el siglo XIX, los miserables (p. 23). Esa hermandad en dichos grupos, a su vez va acompañada de una pérdida radical del mundo —entendido como espacio intermedio—, que puede llegar a ser una carencia de mundo, lo que constituye una forma de inhumanidad (p. 24). La persecución produce calidez, afabilidad en las relaciones humanas de quienes integran el grupo de perseguidos, la que prácticamente no se verifica en otras circunstancias. Las personas se refugian en esa calidez, dejan de relacionarse con el mundo común a todas las demás, por avergonzarse de cómo se presenta ese mundo, y se esconden en la oscuridad de la invisibilidad. Sin embargo, esa forma de humanitarismo, esa calidez, no es transmisible; no puede extenderse fuera del grupo a quienes tienen una posición diferente en el mundo y que, por tenerla, les cabe una responsabilidad en relación con ellos. De allí que sean insuficientes la compasión o el compartir el sufrimiento.

Arendt aclara que, en el siglo XVIII, quienes eran humanitarios revolucionarios querían ser solidarios con los desdichados a través de la compasión, e intentaron mejorar la situación de estos en vez de pretender lograr justicia para todos. Señala Hannah que también en la Antigüedad se consideró la compasión, pero con un sentido diverso a la estima que demostró por ella la Modernidad, dado que reconoció que esta y el temor son de naturaleza afectiva y que llevan a la pasividad y no a la acción. Para la filósofa alemana, la compasión se dirige a una sola persona, no va más allá del padecimiento de esta y anula la distancia que es necesaria entre las personas para lo político; por ello, la compasión no se propone transformar las condiciones del mundo a fin de aliviar el sufrimiento humano.

Para esta filósofa, los sentimientos de hermandad solo emergen en la oscuridad, en el reino de lo invisible, y no se los puede identificar en el mundo.

A partir de esto, la autora se plantea acerca de la apertura a los demás, que constituye una de las condiciones previas de la humanidad. Afirma que la crueldad es la antítesis de la compasión, que es “una perversión, un sentimiento de placer allí donde debería sentirse naturalmente dolor” (Arendt, 1990, p. 26).

Arendt (1990) señala que en la Alemania nazi se dio el fenómeno de la “emigración interior” (p. 29). Este tuvo dos formas de presentarse. Una de ellas consistía en que algunas personas se comportaban como emigrantes que no pertenecían al país. La segunda se trató de personas cuyo comportamiento se caracterizó por una especie de huida a un mundo interior, donde eran invisibles pensamientos y sentimientos, porque la realidad les era insoportable. Pero esa huida al interior no implicaba solo el abandonar la realidad sino también la pérdida de humanidad. Esta situación, nos dice la autora, es quizás la que dio lugar en Alemania a esa posterior incapacidad de enfrentar los hechos del pasado, a esa especie de olvido de los aspectos negativos ocurridos, a esa dificultad para encontrar una actitud razonable.

Hannah sostiene que “humanizamos aquello que está sucediendo en el mundo y en nosotros mismos con el mero hecho de hablar sobre ello y mientras lo hacemos aprendemos a ser humanos” (p. 35); porque el mundo no se vuelve humano solo porque la voz del hombre resuene, sino cuando podemos discutir sobre asuntos diversos con nuestros semejantes.

La filósofa considera que “la base de cohesión de la sociedad no puede ser entonces ni la compasión, ni la piedad, ni la caridad, sino la amistad y la solidaridad que reconoce la pluralidad y la dignidad” (Urabayen, 2007, p. 418).

Lo que el totalitarismo realiza es una destrucción de la vida privada, llevando a las personas a la experiencia de soledad, al individualismo, a la destrucción de la pluralidad, por el desarraigo que genera respecto al mundo y a la ruptura de la solidaridad humana. Por ese motivo el totalitarismo compromete el mismo sentido de lo político y afecta a la esfera privada de los sujetos al aislarse por el terror y la violencia; en tanto que el imperialismo entiende los seres humanos de acuerdo con la categoría de raza, entorpeciendo el ejercicio del principio de igualdad de los seres humanos, razón por la cual ataca las mismas bases democráticas.

Arendt está convencida de que el poder reside en la cohesión del espacio político, donde las personas interactúan, tienen una voluntad común de lograr el entendimiento y realizar acciones concertadas para el logro del bien común. Para ella, el poder surge allí donde estas actúan en conjunto y no por contrato. Considera que se precisa un espacio público que posibilite una adecuada relación entre lo público y lo privado, que dé garantías de igualdad política, de respeto de los derechos individuales, de las minorías y de los refugiados.

Para esta filósofa, el problema está justamente en que estas dos esferas del ser humano —lo público y lo privado— si bien son reconocidas, no están debidamente articuladas. En efecto, en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 se reconoce la dignidad humana como un valor esencial que requiere ser resguardado por el derecho, pero la dificultad se presenta cuando una persona pierde la ciudadanía (sea de hecho o por ley) y, con ello, la pertenencia a una comunidad política; deja de contar con el necesario respaldo legal y la dignidad se transforma así en algo intangible. Precisamente la autora estima que esta cuestión es clave ya que, por el colapso en Europa del sistema de Estados nacionales durante las guerras mundiales, muchas personas quedaron “sin Estado” y la desnacionalización —con la consiguiente falta de garantía de sus derechos— dio lugar no solo a que estuvieran privadas de una ciudadanía sino también de los derechos humanos (Benhabib, 2005, p. 46). Esto fue, a su juicio, un arma poderosa para la política totalitarista en la medida en que posibilitó el desprecio a la vida humana, imponiendo su norma de valores.

En el prólogo a la primera edición de su libro Los orígenes del totalitarismo, Arendt advierte:

Antisemitismo (no solo el odio hacia los judíos), imperialismo (no solo conquista), totalitarismo (no solo dictadura) —uno tras otro, uno más brutal que el otro— han demostrado que la dignidad humana necesita una nueva garantía que solo puede ser encontrada en un nuevo principio político, en una nueva ley universal cuya validez abarque a toda la humanidad ya que su poder tendrá que estar esta vez estrictamente limitado, enraizado y controlado por entidades territoriales definidas de nuevo. (Arendt, [1951] 1974, p. 11).

Para la filósofa alemana, debido a la profunda imbricación existente entre los derechos ciudadanos y los derechos humanos, la pérdida de los primeros representó políticamente la pérdida de los segundos. En la misma obra, sostiene:

La privación fundamental de los derechos humanos se manifiesta primero y sobre todo en la privación de un lugar en el mundo que haga significativas a las opiniones y efectivas a las acciones. (…) Se hallan privados, no del derecho a la libertad, sino del derecho a la acción; no del derecho a pensar lo que les plazca, sino del derecho a la opinión. (…) Llegamos a ser conscientes de la existencia de un derecho a tener derechos (y esto significa vivir dentro de un marco donde uno es juzgado por las acciones y las opiniones propias) y de un derecho a pertenecer a algún tipo de comunidad organizada, solo cuando emergieron millones de personas que habían perdido y que no podían recobrar estos derechos por obra de la nueva situación política global. (…) el derecho a tener derechos o el derecho de cada individuo a pertenecer a la Humanidad tendría que ser garantizado por la misma Humanidad. No es en absoluto seguro que ello pueda ser posible. Porque, contra los intentos humanitarios mejor intencionados de obtener de las organizaciones internacionales nuevas declaraciones de los derechos humanos, tendría que comprenderse que esta idea trasciende la idea actual de la ley internacional que todavía opera en términos de acuerdos recíprocos y de tratados entre Estados soberanos; y, por el momento, no existe una esfera que se halle por encima de las naciones. (Arendt, [1951] 1974, pp. 247248).

Entonces, para esta filósofa, el derecho a tener derechos se puede concretar solo en la comunidad política, puesto que es en esta donde se juzga a las personas por sus opiniones y por sus acciones y no por las características de nacimiento, volviéndose unas iguales a las otras en cuanto miembros de un grupo, construyendo un mundo en común con sus iguales (Benhabib, 2005, p. 52).

Adela Cortina: la aporofobia

Otra filósofa cuyos aportes consideraremos aquí es Adela Cortina, para lo cual nos centraremos en su obra: Aporofobia, el rechazo al pobre. Un desafío para la democracia.

La autora española señala que los turistas extranjeros que llegan a su país, y que en ocasiones incluso pertenecen a otras razas y etnias, son recibidos con cortesía y por un sentido básico de hospitalidad; pero se trata de personas que dejan ingresos. En otros casos, cuando son otro tipo de extranjeros, es decir, personas que llegan a veces desde muy lejos y que son refugiados políticos o inmigrantes pobres que dejan su tierra por la guerra, el hambre o la miseria, el trato es diferente porque se les cierran las puertas, se establecen murallas, se les impide el paso en las fronteras.

Explica Cortina que no se trata de xenofobia o aversión al que viene de fuera, porque no importuna el extranjero en sí; lo que molesta es que sea pobre, que no aporte recursos, y se piensa que solo traerá dificultades.

Esa actitud es algo cotidiano, casi invisible, pero implica un atentado contra la dignidad humana y el bienestar de personas concretas. Por eso es la necesidad de poner nombres a las cosas, fundamentalmente a aquellas que no pueden señalarse pero que forman parte de la trama de la realidad social, que son efectivas, que producen actos concretos. El ponerle un nombre a este tipo de rechazo ayuda a tomar conciencia de esa cotidiana forma de discriminación; posibilita que se reconozca esa patología, que se estudien sus causas y se las trate de superar. Por tal motivo la autora propone el uso del término “aporofobia” (del gr. á-poros, pobre, y fobéo, espantarse)3 para designar esa actitud de “rechazo, aversión, temor y desprecio hacia el pobre, hacia el desamparado que, al menos en apariencia, no puede devolver nada bueno a cambio”, excluyéndolo de “un mundo construido sobre el contrato político, económico o social, de ese mundo del dar y el recibir, en el que solo pueden entrar los que parecen tener algo interesante que devolver como retorno” (Cortina, 2017, p. 6).

Esa tendencia a excluir a los pobres, a los desamparados, que atenta contra su dignidad y que degrada a quien la ejerce, tiene para la autora un alcance universal y se encuentra presente en el mismo cerebro humano, aunque tiene además bases sociales. Sin embargo, es algo que requiere ser modificado si se toman con seriedad dos claves de la cultura, que son “el respeto por la igual dignidad de las personas y la compasión, entendida como capacidad de percibir el sufrimiento de otros y de comprometerse a evitarlo” (Cortina, 2017, p. 7). En este caso, se trata de una compasión no sentimental sino productiva, capaz de compartir el sufrimiento hasta el límite de las propias fuerzas.

Respecto a los delitos de odio al pobre, Cortina considera que la fuente de la que surge el desprecio está en la misma persona que la ejerce. Esta asume una actitud de prepotencia, humillando y haciendo sentir su superioridad a quien se encuentra en situación de indefensión y vulnerabilidad, y justifica su propia actitud culpando al colectivo que rechaza.

Por otra parte, la autora señala que los delitos de odio, desde una perspectiva sociológica, son actos de violencia, de hostilidad e intimidación que se ejercen sobre determinadas personas en razón de su identidad, que es percibida como diferente (Cortina, 2017, p. 19). Este acto tiene por base un prejuicio hacia cierto grupo social y se verifica como maltrato vejatorio o como agresión física.

Los delitos de odio se diferencian de otras patologías sociales como los incidentes de odio y los discursos del odio. Los primeros de estos, los incidentes de odio, hacen referencia a comportamientos constantes de desprecio y de maltrato hacia determinados grupos, pero que no se encuentran encuadrados como delitos. En tanto, se entiende por discursos del odio a todo tipo de expresión cuyo fin consista en propagar, incitar, promover o justificar el odio hacia ciertos grupos sociales, estigmatizándolos para que sean hostilizados. Aquí se encontrarían precisamente las diversas formas de odio y de intolerancia como la racial o la religiosa, y también la xenofobia, la homofobia, la misoginia y la aporofobia, entre otras.

Los discursos de odio utilizan diversos tipos de expresiones: ya sea la sátira, la ironía, el desprecio o la incitación a la violencia o la amenaza creíble (Cortina, 2017, p. 29). A veces es la expresión de grupos y partidos.

Adela Cortina señala que los delitos de odio tienen que ser tipificados como tales, es decir, como infracciones penales o administrativas reconocidas en el Código Penal. Estos no se dirigen a una persona determinada, sino al colectivo al cual ella pertenece y al que representa.

Unas de las características de estos delitos es que están dirigidos a denigrar a un grupo porque se le atribuyen actos perjudiciales para la sociedad; pero sobre la base de un prejuicio, sin comprobación. A veces, se toma como objeto de odio a un colectivo a partir de la incitación producida por las invenciones de quienes acusan a los inmigrantes y refugiados políticos de ser “terroristas” o que van a su territorio a “quitar el trabajo”. En otros casos, quien comete este tipo de delito tiene el convencimiento de su superioridad en relación con la víctima, de la existencia de una jerarquía estructural que no posibilita un trato igualitario y que justifica la inferioridad del agredido. Además, quien promueve este tipo de desprecio no da argumentos, solo proporciona pretextos para justificar el maltrato e incitar a la violencia.

Para Adela Cortina estos delitos afectan un valor clave de la vida democrática que es la igualdad. Porque si no hay igualdad, y no se respeta ni garantiza la dignidad de las personas, es imposible una sociedad justa y pluralista donde se pueda optar por opciones de vida buena. Por eso es necesario que esos delitos sean castigados por medio del derecho.

Por otra parte, la filósofa señala que la aporofobia, en cuanto pobreza involuntaria, a diferencia por ejemplo de la etnia o del sexo, no es un rasgo de identidad de la persona ni es una opción. La pobreza implica carencia de los medios necesarios para la supervivencia; pero, además, es falta de libertad por la imposibilidad de poder realizar los propios planes de vida. Quien la padece puede llegar a resignarse ante su situación, o bien intentar mejorarla o elegir dentro de sus posibilidades (preferencias adaptativas).

La aporofobia, en cuanto actitud vital, implica el desprecio y rechazo a los peor situados, sea económica o socialmente. Al proceder de ese modo los deja en el desamparo, desprotegidos ante el sufrimiento injusto.

La autora sostiene que la persona no vive aislada, sino que siempre establece vínculos, relaciones con los demás y necesita ser reconocida por los otros como persona; por eso la peor condena que alguien puede recibir es la falta de reconocimiento, el desprecio y la invisibilidad.

Asimismo, según Adela Cortina, es importante en la democracia la virtud del respeto activo como clave para no dañar la autoestima, ya que quien respeta al otro no pronunciará discursos intolerantes que menoscaben su dignidad. Coincide además con Arendt en que “la violencia es prepolítica” y que se necesita que la deliberación se instale en la comunidad política, revindicando el valor de la palabra para deliberar conjuntamente sobre lo bueno y lo malo.

La autora señala que en sociedades pluralistas y democráticas existe un gran abismo entre las declaraciones y las realizaciones. Esto, porque mientras la moral escrita que legitima las instituciones económicas y políticas defiende los derechos humanos y los valores de la Ilustración, condenando el trato desigual y la discriminación, en la práctica las personas que trabajan en esas mismas instituciones defienden y favorecen a individuos o a grupos, poniéndose de manifiesto actitudes egoístas en la moral de la vida cotidiana. Esta incoherencia entre el juicio y la acción es lo que se llama “debilidad moral” (akasia); se la puede explicar biológicamente y se da en forma individual, pero también social.

Cortina sostiene que las personas tienen derecho a recibir ayuda de la sociedad para superar la pobreza; pero que la sociedad no educa en la vida cotidiana para respetar la dignidad ni para asumir una actitud compasiva. Por eso, para para poder superar la aporofobia como forma de discriminación cotidiana que puede derivar en xenofobia, homofobia, misoginia, racismo, o aversión a creyentes de otras religiones, se requiere de la educación. A través de ella se puede orientar la conciencia personal y social, generando motivación moral para obrar acorde con normas universales de protección a todas las personas. En este sentido, afirma la autora, no basta con educar en el razonamiento, en la argumentación, sino que se requiere modificar las emociones que guardan estrecha relación con la motivación moral.

Por otra parte, aclara que dicha educación —de las familias, las escuelas, y universidades— ayuda a que se construya la igualdad y se luche por el respeto a la dignidad de todas las personas; pero debe estar acompañada por las instituciones políticas y económicas, y por los medios de comunicación, que también educan.

La autora considera necesario lograr una hospitalidad cosmopolita. Para ello sigue la idea de Kant, para quien la humanidad tiene dos problemas difíciles de resolver: el gobierno de las sociedades y la educación. Analizando a este último autor, Cortina consideró que era necesario educar para un mundo mejor, para lograr una sociedad cosmopolita donde no exista exclusión de personas, que sea capaz de garantizar la paz entre las personas y los pueblos (Cortina, 2017, p. 104). En relación con el término hospitalidad, la autora expresa que este proviene del “vocablo griego ‘filoxenía’, amor o afecto a los extraños, y tiene su origen en el latín ‘hospitare’, que significa ‘recibir como invitado’. Se trata de una actitud amable por parte del que acoge y da cobijo a extranjeros y visitantes” (p.106).

Ante la crisis migratoria, la pregunta que tiene que plantearse no es si debe o no recibirse al inmigrante en condiciones de vulnerabilidad, sino en cómo llevarlo a cabo. Se necesita “ir construyendo una sociedad cosmopolita, en la que todos los seres humanos se sepan y sientan ciudadanos” (Cortina, 2017, p. 105). Para ello rescata la importancia de la virtud de la hospitalidad, considerada por un lado como una actitud personal y como el deber de hospitalidad que se relaciona con el derecho a la hospitalidad por parte del extranjero. Es decir, que ese deber de hospitalidad personal se convierte en un deber jurídico, una obligación institucional por parte de las instituciones jurídicas, políticas y sociales y del Estado. Existe, además, la exigencia incondicionada de hospitalidad que se concreta a través del deber y del derecho de hospitalidad, para lo cual se requiere de las leyes y de la acción política, pues no se trata solo de hospitalidad doméstica sino de una hospitalidad institucional y universal.

La hospitalidad doméstica era común en el mundo antiguo, donde la respuesta a la vulnerabilidad del necesitado o del extranjero era la acogida; lo extraño, lo que debía justificarse era el rechazo al forastero. Lo esperable era una actitud hospitalaria a nivel personal. Sin embargo, ante las grandes necesidades del mundo de hoy se necesita que esta no solo sea una actitud personal, sino que se institucionalice.

Afirma esta filósofa que, para Kant, la sociedad cosmopolita tenía que ser construida a partir del derecho cosmopolita, que sentaría las bases para una hospitalidad universal que fuera un deber legal correspondiente a un derecho legal. La forma de asegurar la paz no sería, entonces, a través del aumento de armamentos o de una guerra preventiva, sino estableciendo relaciones entre los Estados y tratando de lograr la construcción de una sociedad cosmopolita. La base de esta es la hospitalidad universal que es, por una parte, un derecho a un trato hospitalario y no hostil, siempre que el comportamiento del extranjero sea amistoso y cumpla con ciertas condiciones del país al cual llega. Sin embargo, para no quedar solo en lo ideal, necesita plasmarse en leyes. De este modo los Estados, si bien deben proteger a los ciudadanos, tienen que permitir el ingreso de quienes van a visitarlos desde fuera y, sobre todo, de aquellos para quienes un rechazo causaría su ruina (p. 112).

La responsabilidad ética y política de hospitalidad se funda en el reconocimiento y respeto de la dignidad humana, pero también en la solidaridad para con quienes se encuentran en una situación de vulnerabilidad, y aún más en la compasión y en el reconocimiento de que nuestras vidas se encuentran vinculadas.

Cortina insiste en la necesidad de la eliminación de las desigualdades económicas, la promoción de una democracia que tome en serio la igualdad y el fomento de una hospitalidad cosmopolita que guíe la construcción —condicionada— de instituciones jurídicas y políticas. Por eso se requiere de una ética de la corresponsabilidad.

Adela Cortina concluye así:

A mi juicio, una educación a la altura del siglo XXI tiene por tarea formar personas de su tiempo, de su lugar concreto, y abiertas al mundo. Sensibles a los grandes desafíos, entre los que hoy cuentan el sufrimiento de quienes buscan refugio en esta Europa, que ya en el siglo XVIII reconoció el deber que todos los países tienen de ofrecer hospitalidad a los que llegan a sus tierras, el drama de la pobreza extrema, el hambre y la indefensión de los vulnerables, los millones de muertes prematuras y de enfermedades sin atención. Educar para nuestro tiempo exige formar ciudadanos compasivos, capaces de asumir la perspectiva de los que sufren, pero sobre todo de comprometerse con ellos. (Cortina, 2017, p. 118).

Las dificultades de los migrantes

El sufrimiento que atraviesan los migrantes en muchos lugares del mundo, y que afecta en nuestro siglo a millones de personas en el planeta, nos muestra que a pesar del reconocimiento a nivel internacional del derecho que poseen las personas a emigrar, aún se continúan vulnerando sus derechos humanos.

Esta realidad responde, en parte, a actitudes prejuiciosas y desprovistas de humanidad que no permiten la integración de los migrantes a la comunidad y, por otra parte, a las dificultades que aún se dan en poder realizar la efectiva articulación entre la dignidad humana, como principio universal, y los derechos fundamentales.

En relación con lo primero, la ONU denuncia en algunos documentos la situación de sufrimiento y muerte de millares de personas que buscan seguridad y que tratan de escapar de la violencia y de la pobreza y, manifiesta una profunda preocupación porque frente a ese escenario se verifica un inquietante aumento de discursos xenofóbicos y racistas que siguen ganando aceptación política y social.

En el prólogo del documento Principios y directrices recomendados sobre los derechos humanos en las fronteras internacionales de la Organización de las Naciones Unidas, publicado en 2015, el alto comisionado de las Naciones Unidas para los derechos humanos, Zeid Ra’ad Al Hussein, expresa:

en las fronteras terrestres, marítimas y aéreas del mundo, los migrantes sufren discriminación, decisiones arbitrarias, selección ilícita por perfiles, interferencia desproporcionada con su derecho a la intimidad, torturas, violencia sexual y de género, prácticas de interceptación peligrosas y detenciones prolongadas o arbitrarias. Además, la legislación nacional y los reglamentos administrativos pueden caracterizar las fronteras como zonas de exclusión o excepción de las obligaciones de derechos humanos y tratar de eximirlas del cumplimiento de las salvaguardias, controles y contrapesos en materia de derechos humanos que suelen incluirse en las legislaciones nacionales. (Organización de las Naciones Unidas, 2015, p. iii).

Por su parte, el secretario general de la ONU, en la introducción del informe de 2016 titulado En condiciones de seguridad y dignidad: respuesta a los grandes desplazamientos de refugiados y migrantes, realizado con vistas a la Cumbre de la ONU sobre los Refugiados y los Migrantes de ese año, manifiesta:

Aunque los grandes desplazamientos de refugiados y migrantes no son ningún fenómeno nuevo, las imágenes de los últimos años han sacudido la conciencia mundial: embarcaciones precarias cargadas hasta los topes de personas en busca de seguridad; mujeres, hombres y niños ahogados en su intento de escapar de la violencia y la pobreza; vallas erigidas en fronteras que la gente solía cruzar libremente; miles de niñas y niños desaparecidos, presas, muchos de ellos, de los grupos delictivos. Incapaz de encontrar vías seguras para desplazarse, la gente sufre y muere buscando la seguridad mientras cruza el desierto del Sáhara, el mar de Andamán, el Mediterráneo, y tantas otras decenas de lugares peligrosos en todo el mundo. A la llegada, los derechos de quienes sobreviven a esos recorridos azarosos se vulneran con frecuencia. Muchos solicitantes de asilo y migrantes son detenidos y, en ocasiones, la acogida que reciben dista mucho de ser cálida. La retórica xenófoba y racista no solo parece ir en aumento, sino también ir ganando aceptación política y social (p.2).

Este escenario llevó a que se firmara en Marruecos, en diciembre de 2018 y en el ámbito de la Asamblea General de las Naciones Unidas, el Pacto Mundial para la Migración Segura, Ordenada y Regular (GCM), el cual constituye el primer acuerdo intergubernamental que abarca de forma holística y completa las diferentes dimensiones de la migración internacional. El secretario general de las Naciones Unidas, a fin de apoyar la aplicación del Pacto, creó la Red de Naciones Unidas sobre Migración, para tratar de mejorar la gobernanza migratoria.

Lo cierto es que quienes se hallan en este tipo de situación migratoria sufren innumerables riesgos y vulnerabilidades. Tanto en los desplazamientos hacia un país, o bien residiendo ya en el lugar de destino, muchas veces los migrantes se encuentran con escenarios como cierres de fronteras, la aceptación en los países de solo grupos reducidos de personas o largos confinamientos en centros creados específicamente para alojar a inmigrantes o a demandantes de asilo. A esto se suman el trato con base en prejuicios infundados, la discriminación, los abusos o la falta de oportunidades ya sea por edad, diferencias de género, condición étnicoracial, socioeconómica o asociada al lugar de origen, que los sume aún más en la desprotección y el desamparo (Maldonado Valera et al., 2018).

También el papa Francisco se refiere a esta realidad en la carta encíclica Laudato si, donde expresa que la cultura del relativismo lleva a que se trate al otro como mero objeto y que se continúa tolerando que algunos se consideren más dignos que otros, admitiéndose en la práctica que unos se sientan más humanos que otros. Por eso invita a un cambio de actitud, proponiendo una ecología integral que incorpore “las dimensiones humanas y sociales” (papa Francisco, 2015, p. 137).

En la encíclica Fratelli tutti dedicada a la fraternidad y a la amistad social, el papa Francisco expresa que la fraternidad abierta que promovía San Francisco “permite reconocer, valorar y amar a cada persona más allá de la cercanía física, más allá del lugar del universo donde haya nacido o donde habite” (papa Francisco, 2020, 1). Con ello pretende aportar a la reflexión para que “frente a diversas y actuales formas de eliminar o de ignorar a otros, seamos capaces de reaccionar con un nuevo sueño de fraternidad y de amistad social que no se quede en las palabras” (papa Francisco, 2020, 6). Señala que, entre otras dificultades del mundo actual, se encuentra “la tentación de hacer una cultura de muros, de levantar muros, muros en el corazón, muros en la tierra para evitar este encuentro con otras culturas, con otras personas” (papa Francisco, 2020, 27).

Podemos afirmar que la falta a los derechos fundamentales de las personas reviste gravedad no solo porque se vulneran los derechos de esas personas concretas, sino porque afectan la misma dignidad humana. Esta situación lleva a González Valenzuela (2005) a expresar lo siguiente:

… la infracción o violación de los derechos humanos es no solo un quebranto legal sino también ético de los valores humanos y, de manera más radical, compromete la propia condición humana. Y esta se cifra, en definitiva, en la naturaleza libre y comunitaria del hombre, en su constitutiva igualdad, su racionalidad, su individualidad y su diversidad. Se trata, es verdad, de valores, ideales y virtudes que gravitan todos en torno a la idea central de la dignidad humana. (González Valenzuela, 2005, p. 53).

En este sentido, rescatamos los aportes de H. Arendt y de A. Cortina, que sostienen que la violencia totalitaria perpetrada contra los grupos de personas perseguidas o esclavizadas (los parias), así como los delitos de odio contra el pobre, no solo dan lugar a una forma de sufrimiento injusto, sino que provocan la pérdida de la propia humanidad tanto por parte de quienes reciben ese trato como de quienes realizan estos actos.

Como pudimos apreciar, Arendt asegura que quien recurre a la violencia y desposee de derechos al otro cae en una perversión —porque experimenta un sentimiento de placer cuando en realidad tendría que sentir dolor—; pero este acto no solo daña al otro en su dignidad y en su propio respeto por reducirlo a algo trivial, sino que se daña a sí mismo incurriendo en la negación de un aspecto importante de su ser persona, dando también lugar a la negación de la pluralidad.

Como ya hemos mencionado, para Adela Cortina la falta del reconocimiento del otro —que provoca su desprecio e invisibilización— ocasiona un daño profundo, porque la persona tiene la necesidad de estrechar vínculos con los demás. Por lo tanto, los delitos de odio, entre los que se encuentra la aporofobia como forma de discriminación cotidiana —que puede derivar en xenofobia, homofobia, misoginia, racismo, o aversión a creyentes de otras religiones— afectan dos claves de la cultura: el respeto por la igual dignidad de las personas y la compasión, entendida esta como capacidad de percibir el sufrimiento de otros y de actuar con compromiso para evitarlo.

Recordamos que Arendt recalca que se aprende a ser humano en la medida en que es posible discutir con los semejantes aquello que sucede en el mundo. Entonces, la construcción de la comunidad solo podría darse a través de la consideración tanto de la acción como del discurso. La acción es la que lleva a reconocer la pluralidad que nos caracteriza como seres humanos y, a su vez, viabiliza el discurso que nos distingue en cuanto tales y manifiesta la necesidad de reconocimiento. Lo auténticamente humano implica libertad, originalidad y pluralidad, y por eso la identidad se da en las relaciones con otros seres humanos. Para Arendt la acción siempre posee una responsabilidad personal y política por las consecuencias en la sociedad. La cohesión social no se da por la compasión, que al ser afectiva no lleva a la acción, sino que es dable con la amistad y la solidaridad, que tienen por base el reconocimiento de la dignidad y la pluralidad. El poder se da en la cohesión del espacio político, donde las personas actúan en conjunto y buscan el entendimiento para lograr el bien común. Allí se tiene que garantizar el ejercicio del principio de igualdad de los seres humanos, los derechos individuales, de las minorías y de los refugiados.

Según la posición arendtiana entre los derechos de las personas están el de tener un lugar en el mundo y el de poder conservar su identidad, por lo cual los refugiados tendrían que poder lograr la integración sin renunciar a la propia tradición; de este modo se evitaría la pérdida radical de su mundo y con ello de la propia humanidad.

Cortina, por su parte, reafirma la necesidad de que en la sociedad democrática esté presente la virtud del respeto activo para no dañar la dignidad y la autoestima de las personas. Advierte que, en la vida cotidiana, la sociedad no educa en el respeto a la dignidad ni para asumir una actitud compasiva. Sin embargo, no es posible una sociedad justa y pluralista ni la vida democrática si se agrede con los delitos antes señalados el principio de igualdad, y si no se garantiza la dignidad de las personas, así como su posibilidad de optar por opciones de vida buena.

Para enfrentar estos problemas, la filósofa española defiende una responsabilidad ética y una política de hospitalidad que se basa justamente en el reconocimiento de que nuestras vidas se encuentran vinculadas, en el respeto de la dignidad humana, en la solidaridad y la compasión con quienes se encuentran en una situación vulnerable. Aboga por una hospitalidad cosmopolita, que no se reduzca a una actitud personal, sino que se institucionalice.

Arendt apuesta a una ética de la vida compartida, a la importancia del discurso, de la deliberación y la acción en el ámbito político para lograr el bien común, donde se garanticen la igualdad política, los derechos individuales, de las minorías y de los refugiados. Adela Cortina apela a una ética de la corresponsabilidad, que exige gestionar las condiciones jurídicas y políticas actuales desde el reconocimiento compasivo, orientando la construcción de una sociedad cosmopolita, sin exclusiones. Este es para ella un objetivo ineludible de la educación, que debe empezar en la familia y en la escuela y continuar en los distintos ámbitos de la vida pública; acompañada por las instituciones políticas y económicas, y por los medios de comunicación —que también educan—.

Pasamos a considerar ahora las dificultades que algunos autores señalan para efectivizar la articulación entre la dignidad humana como principio universal y los derechos fundamentales.

Ya la filósofa alemana Hannah Arendt había señalado que el colapso del sistema de Estadonación en Europa entre las guerras mundiales dio lugar a que muchísimas personas y pueblos fueran objeto de desnaturalizaciones masivas que las dejaron sin derecho a tener derechos, quedando en condición de apátridas, arrojadas al anonimato. Al dejar de tener una ciudadanía en su país vieron disipada su libertad de acción, pero lo más grave fue que no solo perdieron sus derechos civiles, sino también sus derechos humanos. En efecto, la filósofa aclara que en esos grupos de personas se verificó primero la pérdida del hogar, luego la de la protección del gobierno y del estatus legal en su país y en cualquier otro y, como consecuencia, al dejar en absoluto de pertenecer a una comunidad, al estar privados de la acción y del discurso, devinieron en un ser humano en general, sin algo que pudiera identificarlos consigo mismos, transformándose así la dignidad en algo intangible.

Por esto Arendt afirma el derecho a tener derechos, lo que hace referencia a dos ámbitos íntimamente relacionados. La primera parte de la expresión, a saber, el derecho, apunta a un imperativo moral a la membresía, a que “se debe tratar a todos los seres humanos como personas pertenecientes a algún grupo humano y a quienes corresponde la protección del mismo” (Arendt, 2005, p. 51). Se refiere al reconocimiento que se le debe a toda persona por el solo hecho de ser humana, que no depende de la precondición de ser ciudadana y, al ser la humanidad la destinataria de este reconocimiento, obliga a todo individuo o comunidad humana a respetarlo siempre. La segunda parte de su afirmación expresa: a tener derechos, con lo que alude al derecho que se apoya en el anterior, a poder ser miembro de una comunidad humana organizada (con derechos y obligaciones) donde las personas actúan y discurren, y donde son juzgadas por sus acciones y opiniones.

Advierte que si el Estado nación es la única autoridad jurídica que reconoce y realiza los derechos humanos, estos pasan a depender de la ley —la cual no requiere como fuente un concepto de humanidad—, quedando así subordinados a una forma de realización específica. El peligro es que esos derechos, al quedar sujetos a la condición de ser ciudadano, serán respetados en la medida en que la nación que da la ciudadanía quiera realizarlo; pero esto mismo carece de significado para las personas que pierden su pertenencia a una entidad política. La advertencia de esta situación es la que lleva a Arendt a referirse al derecho a tener derechos, ya que, al remitir los derechos del individuo a su condición de ser humano, toda persona o comunidad humana se ve obligada a respetarlos siempre (derecho moral a la membresía) y a la vez existe el reconocimiento a tener derechos como miembros de una comunidad organizada (Delgado Parra, 2016, p. 16).

De este modo, la justificación del derecho cosmopolita a nivel filosófico no radica en la posesión en común de la tierra, sino en el derecho de humanidad y en el derecho a la libertad.

Arendt muestra que estos dos aspectos señalados en el derecho a tener derechos no están presentes en las declaraciones tradicionales de derechos humanos, incluyendo a la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, porque no hacen referencia a un ser humano real, pues su base es la relación de dichos derechos con la ciudadanía.

Por su parte, Benhabib (2005), sostiene que “el sistema moderno de Estados naciones ha regulado la pertenencia en términos de una categoría principal: la ciudadanía nacional” (p. 13), pero hoy nos encontramos con un mundo de políticas crecientemente desterritorializadas, donde existen nuevas formas de membresía por las cuales las fronteras estatales ya no pueden considerarse apropiadas para la regulación de la condición de miembro. Las migraciones transnacionales ponen en evidencia la existencia de un dilema en las democracias liberales. Dicho dilema consiste en la afirmación, por una parte, de la autodeterminación soberana de los Estados y, por otra, en la adhesión a los principios universales de los derechos humanos. Esto provoca en concreto una serie de contradicciones entre la defensa de los Estados al control de sus fronteras, así como de la admisión de extranjeros (en cantidad y calidad) y las declaraciones de derechos humanos (Benhabib, 2005, p. 14).

Esa dificultad de articulación también se presenta en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 (Benhabib, 2005, pp. 1920) —lo que da lugar a que algunos afirmen que esta defiende un orden interestatal—, pues en su artículo 13 reconoce el derecho de las personas a emigrar, a dejar el país (libertad de circular a través de las fronteras), pero no hace referencia a una obligación por parte de los Estados a permitir el ingreso a inmigrantes. En cuanto al artículo 14, en él se afirma el derecho a recibir asilo en caso de persecución, mientras que en el 15 se sostiene el derecho de toda persona a poseer una nacionalidad, pero no señala obligaciones de los Estados a recibir asilados ni de permitir la ciudadanía a personas resientes o extranjeras. Esta es la razón, según Benhabib, por la que se puede decir que estos derechos no tienen destinatarios específicos y que tampoco establecen obligaciones específicas a ser cumplidas por las partes implicadas.

Por otra parte, tanto en la Convención sobre el estatuto de refugiados (Ginebra, año 1951), como en su protocolo (agregado en 1967) —ambos constituyen documentos legales internacionales de gran importancia en relación con los movimientos transnacionales— se puede apreciar que solo son de cumplimiento obligatorio para los Estados firmantes y pueden ser desconocidos completamente por los no firmantes (Benhabib, 2005, pp. 1819). Entonces, esto lleva a reconocer que, si bien existen muy importantes avances en relación con la protección de personas sin Estado, de refugiados y asilados, y que el trato arbitrario de los Estados a ciudadanos y residentes en su ámbito territorial fue deslegitimado a nivel internacional, todavía persiste el conflicto entre los derechos humanos y la reivindicación de la soberanía de los Estados (Benhabib, 2005, p. 59).

Para Seyla Benhabib, el proyecto de solidaridad posnacional constituye un proyecto moral que va más allá de las fronteras estatales existentes y justamente allí, en los límites de los territorios estatales, es donde se producen esas tensiones entre “las demandas de la solidaridad universalista posnacional y las prácticas de pertenencia exclusiva” (Benhabib, 2005, p. 23). Por eso, aunque algunas prácticas de cierre democrático pueden tener mayor justificación, en realidad todas pueden ser cuestionadas.

Según la autora, para salvar la brecha señalada por Arendt entre derechos humanos y derechos ciudadanos es necesaria la incorporación de los derechos de ciudadanía a un régimen universal de derechos humanos.

A modo de conclusión

En este trabajo hemos sostenido que las vulneraciones de los derechos humanos de los migrantes se dan, por una parte, por actitudes prejuiciosas que impiden que puedan integrarse efectivamente a una comunidad y, por otra, por la brecha que persiste en la articulación entre la dignidad humana como principio universal y los derechos fundamentales.

Respecto a lo primero, tenemos el convencimiento de que nos encontramos ante la necesidad de hacer realidad una postura cosmopolita, que reconozca la humanidad, con aspiraciones y preocupaciones más universales que las meramente locales, para no levantar muros entre las personas y propiciar el diálogo respetuoso y en términos de justicia. Ya no se puede tolerar —como afirma el papa Francisco— que algunos se consideren más dignos que otros ni la indiferencia ante esta realidad. Como sostuvimos anteriormente, más allá del deterioro legal y ético de los valores humanos, la violación de los derechos fundamentales compromete la misma condición humana en la que se basa la dignidad que gozamos por pertenecer a la familia humana.

Afirmamos, con Hannah Arendt y Adela Cortina, que la cuestión del rechazo al otro no solo tiene que ser abordada desde una posición ética, sino que requiere que se involucre también la vida política democrática, abogando por la dignidad de la persona, la igualdad, la posibilidad de optar, la defensa de la pluralidad y el rechazo a toda forma de violencia, y otorgando importancia al valor de la palabra para deliberar en la comunidad política.

Respecto a lo segundo, si bien en nuestra época existen esfuerzos para resolver a nivel internacional las dificultades de los cada vez mayores grupos de migrantes, todavía continúa el conflicto entre los derechos humanos y la reivindicación de la soberanía de los Estados, lo que constituye uno de los dilemas de las democracias liberales. Las fronteras políticas son las que siguen definiendo quién es miembro y quién es extranjero; es decir, la pertenencia sigue marcada por la condición de tener la ciudadanía nacional. Se reconoce el derecho a pedir asilo como un derecho humano, pero la obligación de otorgarlo todavía sigue siendo una prerrogativa de los Estados. Por eso, las prácticas actuales de pertenencia exclusiva de los Estados entran en conflicto con la necesidad de atender a las crecientes demandas de una solidaridad universalista posnacional. En este sentido, acordamos con Adela Cortina en que la pregunta que se tiene que plantear no es si se debe o no recibir al inmigrante en condiciones de vulnerabilidad, sino en cómo llevarlo a cabo. La dificultad, como dice Arendt, sigue estando en que la ley internacional opera en términos de acuerdos recíprocos y de tratados entre Estados soberanos.

La realidad del sufrimiento de un número creciente de personas migrantes reclama un esfuerzo como humanidad para la búsqueda de soluciones que salven las dificultades presentes, para que la dignidad humana no sea algo intangible y sea efectivo el respeto de los derechos fundamentales. En consecuencia, necesitamos repensar aquellas estructuras que fundamentan la hospitalidad, con la construcción de una visión política que posibilite una convivencia bajo la tolerancia mutua, el respeto y la aceptación de las diferencias, considerando al otro con igual y efectiva dignidad, asumiendo el compromiso con la comunidad de todos los seres humanos más allá de las fronteras de los países.

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Laura Urbina Valor

Perfil académico y profesional: Profesora de Filosofía por el Instituto Superior del Profesorado “San José” (Corrientes) y por la UCASAL. Licenciada en Psicopedagogía por la UCASAL. Doctoranda en Humanidades (Universidad Nacional de Tucumán). Jefa del Departamento de Filosofía y Ética del Vicerrectorado de Formación de UCASAL. Docente e investigadora del área Ética. Fue capacitadora nacional de Formación Ética y Ciudadana en el Ministerio de Educación de la Provincia de Salta. Integrante de las comisiones de ética aplicada y de responsabilidad social universitaria de UCASAL. Dicta cursos de Ética y Valores, Ética Profesional, Ética Empresarial y Responsabilidad Social Empresarial.

lurbina@ucasal.edu.ar

ORCID: 0000-0003-1017-2351


  1. El presente trabajo fue elaborado en el marco del proyecto de investigación “Cuestiones políticas sobre la alteridad, la hospitalidad y la extranjería” (R. R. N° 91/2021) de la Universidad Católica de Salta del cual la autora fue directora.

  2. Universidad Católica de Salta.

  3. Adela Cortina indica que fue Emilio Martínez quien acuñó la voz “aporofobia” en el Glosario para una sociedad intercultural, que en 2002 publicó la Fundación Bancaria (Cortina, 2017, p.15).

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