Omnia. Derecho y sociedad
Revista de la Facultad de Ciencias Jurídicas
de la Universidad Católica de Salta (Argentina)
e-ISSN 2618-4699
                                          CC
Esta obra está bajo licencia internacional Creative Commons
Reconocimiento-NoComercial-CompartirIgual 4.0.

Resumen

La reforma de 1994 enfrentó, por primera vez en la historia constitucional argentina, la declaración jurisdiccional de nulidad de uno de los artículos incorporados por la Convención Constituyente. En efecto, el art. 99 inc. 4, relativo a la duración de los jueces en sus funciones, fue invalidado en el precedente “Fayt”. No obstante, en un nuevo pronunciamiento, “Schiffrin”, la Corte Suprema de Justicia de la Nación restableció su vigencia. Ello nos lleva indefectiblemente a reflexionar, por un lado y en general, cuáles son los límites a las reformas constitucionales; y, por el otro, cuál es el tema concreto que motivó tantos vaivenes y conflictos a la hora de interpretar y aplicar nuestra Constitución reformada. En este trabajo, entonces, se abordará críticamente el proceso de reforma constitucional, sus límites y los vaivenes que se produjeron con relación a la constitucionalidad del artículo en cuestión. Se buscará, en ese marco, arribar a conclusiones respecto del significado y alcance del proceso de reforma constitucional.

Palabras clave: Constitución - Fayt - nulidad - reforma constitucional - Schiffrin

Abstract

The 1994 reform faced, for the first time in Argentine constitutional history, the jurisdictional declaration of nullity of one of the articles incorporated by the Constituent Convention. In fact, art. 99 inc. 4, relating to the duration of judges in office, was invalidated in the “Fayt” precedent. However, in a new ruling, “Schiffrin”, the Supreme Court of Justice of the Nation reestablished its validity. This inevitably leads us to reflect, on the one hand and in general, on the limits to constitutional reforms; and, on the other hand, on what is the specific issue that motivated so many ups and downs and conflicts when it came to interpreting and applying our reformed Constitution. In this work, then, the constitutional reform process, its limits and the ups and downs that occurred in relation to the constitutionality of the article in question will be critically addressed. Within this framework, it will seek to reach conclusions regarding the meaning and scope of the constitutional reform process.

Key words: Constitution - Fayt - nullity - constitutional reform - Schiffrin

Derecho/ Jurisprudencia y doctrina

Citar: Colombo Murúa, I. (2024). La reforma constitucional y sus límites. Casos “Fayt” y “Schiffrin”. Omnia. Derecho y sociedad, 7 (2), pp. 159-178.

Introducción

En los procedimientos de reforma se pone bajo examen el núcleo del aparato conceptual de la dogmática constitucional. Aparecen operando allí nociones tales como la de poder constituyente (la dinámica entre el originario y el derivado), supremacía constitucional, democracia e, incluso, el concepto mismo de constitución (¿hay una “esencia” constitucional que en ningún caso es modificable? ¿Todo puede modificarse y, en consecuencia, la “constitución” es una noción “dúctil” que es definida solo por la decisión del constituyente originario o el reformador?, etc.). Ello se debe a que en los procesos de creación y reforma de las constituciones se imbrica lo político con lo jurídico, puesto que es el “momento” en el cual el poder político intenta crear o modificar un determinado sistema normativo para la organización comunitaria, a la vez que es la etapa en donde lo jurídico intenta atrapar a lo político y hacerlo funcionar por dentro de sus carriles.

Es la instancia —el instante mismo— en donde se resuelve si un sistema político puede subsumirse en un andamiaje jurídico y configurar, por ende, un “estado de derecho”, o si el esfuerzo es vano y debemos reconocer que inevitablemente existe un decisionismo que está en la base de cualquier régimen constitucional (o, tal vez, en donde cabe preguntarse si ambas posiciones son realmente incompatibles entre sí) (Gelli, 2013, p. 440)2.

Para esta difícil tarea, la dogmática constitucional recurrió a la noción de poder constituyente de Sieyès (1973)3 que, como toda herramienta conceptual de índole política (de teoría política), persiguió una finalidad teórica bien delimitada. Ella sirvió para fundamentar y complementar la posición que, en ese determinado momento histórico, se intentaba imponer, esta es, la de la configuración de los Estados como “democracias constitucionales”. La noción se esgrimió, consecuentemente con esto, con una triple finalidad: i) completar la teoría de división de poderes (Montesquieu), la que planteaba una ingeniería de separación del poder en tres funciones equilibradas: ejecutivas, legislativas y judiciales; pero que no explicaba quién (qué sujeto) o cómo (con qué herramienta) realizaría tal separación y asignación de los respectivos roles; ii) compatibilizar al principio democrático con el republicano de respeto y permanencia de las leyes (el constituyente —expresión de la voluntad democrática— como origen y fundamento del sistema normativo); iii) determinar la supremacía constitucional como norma fundamental del ordenamiento jurídico; que solo puede crearse y reformarse por la actividad de un poder extraordinario, como lo es el constituyente.

Este andamiaje conceptual, por otro lado, buscaba establecer y justificar el modelo de Estado de derecho. Era necesario pasar del gobierno de los hombres (que es un supuesto esencial de la democracia) a un gobierno de normas (que es un supuesto reclamado por los valores republicanos); sin que un principio desplazara completamente al otro. Todo ese equilibrio, que se desplaza con extrema dificultad entre la voluntad popular (democracia) y la sujeción de todos, gobernantes y gobernados, a la norma (república), se construye mediante la compleja dinámica de la reforma constitucional (y, principalmente, sus límites)4.

La gran creación de Sieyès, el poder constituyente, aparece como la herramienta conceptual que logra la increíble alquimia de transformar al gobierno de hombres en un gobierno de normas. Este mítico sujeto (cfr. Requejo Pagés, 1998) encarna la voluntad popular (exigida por la democracia) y en un acto originario (sin normas previas) crea la Constitución5 ex nihilo. A partir de ese momento este sujeto constituyente “desaparece” y todos los poderes constituidos, incluido el de reforma, quedan sujetos a la norma fundamental (se materializa la república y la sujeción de todos a la ley). La democracia se constitucionaliza. El propio poder constituyente transmuta de originario a derivado6, y con ello queda él también sometido a su propia obra. La democracia empieza así a ser una democracia delimitada por normas procesales y sustanciales, convirtiéndose en una democracia adjetivada como “constitucional”.

De Vega indica, en ese sentido, que es un “dogma indiscutible” el que establece que

… aprobada la constitución por el pueblo, todos los poderes del Estado pasan a ser poderes constituidos, y el poder constituyente desaparece, para que la normativa fundamental se convierta en el centro de referencia básico del sistema. La constitución se presenta entonces como ley suprema que, en sustitución del poder soberano del pueblo, aletargado y silencioso, ejercita, como dirían Kelsen y Krabbe, una auténtica soberanía de la Ley y del Derecho. (De Vega García, 1985, p. 222).

Este mecanismo parte de la ficción de que el soberano democrático se ha pronunciado en un determinado momento histórico, estando “encarnado” en el sujeto constituyente, estableciendo, por su propia decisión, un gobierno de normas que se asientan y concretizan en la Constitución7.

Además de esta explicación cuasi ontológica, se ha intentado explicar este fenómeno de sujeción de la comunidad política a las normas desde la noción del auto‑interés del “pueblo”. En la consabida imagen, popularizada por autores como Elster y Holmes, Ulises se hace atar al mástil de su barco para no dejarse seducir por el canto de las sirenas. Con esa auto‑restricción buscaba escapar del impulso pasional del momento y obtener, así, un bien mayor y a largo plazo (protegiendo su vida). De igual modo, nos dicen estos autores, la comunidad política, en etapas de tranquilidad, toma la decisión de “atarse” a sí misma a las disposiciones normativas (las constituciones) para evitar decisiones erradas y coyunturales que podrían tomarse en momentos de pasión colectiva y obtener beneficios de mayor envergadura y sostenibles en el tiempo8.

Este camino argumental, como vimos, está diseñado por la dogmática y, por ende, refleja una alta racionalización y simplificación de un proceso que, por su contenido político, contiene innumerables aristas y complejidades. Requejo Pagés nos dice al respecto que

… el ordenamiento, como la energía, no se crea ni se destruye, solo se transforma. La idea de un poder que lo constituye —destruyendo, además, al anterior— mediante la creación de una primera norma de la que, por imputación, han de derivar su existencia las restantes normas a cuyo través se administra el ejercicio de la fuerza cumple el mismo cometido que (...) la explicación mítica de los fenómenos de la realidad. Se trata, sencillamente, de explicar en términos voluntaristas un fenómeno en el que, sin embargo, la voluntad tiene más bien poca cabida. (Requejo Pagés, 1998, p. 17)

Todo proceso constituyente y de reforma constitucional es extremadamente complejo; la dogmática constitucional intenta atraparlo de manera simplificada en conceptos rígidos y racionales. Irónicamente, Von Ihering (1987) caricaturizó al “conceptualismo” imperante en su época, describiéndolo como una posición sostenida por un grupo de pensadores —cuasi locos— que creían en la existencia de un “cielo de conceptos”9. Allí, en ese lugar, estaban contenidas de manera translúcida las nociones puras de las distintas “esencias jurídicas”10. Así, en analogía con la ironía de Von Ihering, podría aparecer un prístino poder constituyente, impasible y perfecto, en el cual confluirían con igual perfección las nociones de “representación” y “soberanía popular”, sin ninguna “contaminación” proveniente del devaluado mundo real12.

Esta concepción idealista contrasta con la realidad de los procesos constituyentes, los cuales nunca aparecen aislados de los distintos vaivenes políticos (y ahí está el temor del jurista puritano) que muchas veces, o siempre, explican el origen y contenido de las instituciones resultantes. Por ello, es un lugar común que las herramientas dogmáticas muestren incapacidad explicativa de los fenómenos de creación y modificación de las constituciones o, en otros casos —como reflexionaremos respecto de “Schiffrin”— no arrojen los mejores resultados.

Tal y como se verá, en nuestro país, estos modos de ver el proceso de reforma se contrastaron en los precedentes “Fayt”13 y “Schiffrin”14, que, por ser decisiones contradictorias, reflejan las dificultades teóricas que se presentan en esta delicada temática.

La reforma constitucional en la Constitución argentina

La Constitución de 1853 fija un procedimiento de revisión apartándose, en ese punto, del modelo norteamericano. Como sostiene Linares Quintana: “Los constituyentes argentinos han adoptado un sistema distinto al de las constituciones de Estados Unidos, Brasil y otros países federales, que también reconocen el derecho de iniciar las reformas constitucionales a las legislaturas de los Estados” (1953, T. II, pp. 197‑198)15

Así, el art. 30 estipula que i) la Constitución puede reformarse en el todo o en cualquiera de sus partes; ii) la necesidad de la reforma debe ser declarada por el Congreso con el voto de las dos terceras partes, al menos, de sus miembros; iii) se efectuará por una convención convocada al efecto.

Con ello, nuestro texto constitucional, en primer lugar, fija una posición fuerte sobre la inexistencia de límites sustanciales al poder reformador, puesto que aclara que la norma puede ser completamente reformada. Luego de ello, con buena técnica, determina que, de los poderes constituidos, el legislativo es quien debe “activar” el proceso de reforma. Pero no solo ello, sino que a la vez le otorga la importantísima función (pre)constituyente de determinar la necesidad de la reforma.

Sentado ello, hay que decir que el art. 30 de la Constitución Nacional, conteste con la naturaleza compleja de los fenómenos de reforma, genera una serie de problemas interpretativos que se han agudizado con la última reforma de 1994 y el contrapunto entre los pronunciamientos de la Corte Suprema de Justicia de la Nación (CSJN) “Fayt” y “Schiffrin” que, a nuestro modo de ver, determinan que la interpretación del artículo dependerá en última instancia de las nociones que se tengan respecto de lo que es y de lo que implica una revisión constitucional.

Funciones del Congreso —el poder preconstituyente— ¿puede limitar al constituyente derivado?

El Congreso debe declarar la necesidad de la reforma —activando el proceso reformista—, y esto es coherente con los principios de nuestro sistema, puesto que el Parlamento es el órgano que cuenta con mayor representación democrática y federal (Linares Quintana, 1953, T. II, p. 197)16. La norma establece que ello debe ser efectuado con una mayoría de las dos terceras partes, al menos, de sus miembros. Cuestión que también resulta adecuada, teniendo en cuenta que las mayorías agravadas se prevén para los actos más álgidos de la vida institucional.

Es el Congreso, entonces, quien debe valorar, de manera exclusiva, si están dadas las condiciones para proceder a la reforma constitucional17. Pero ya a partir de ese punto comienzan los problemas interpretativos debido a los silencios normativos existentes en el escueto artículo constitucional comentado. Aquí jugará un importante rol hermenéutico la concepción sobre el poder constituyente a la que se adscriba y la naturaleza que se le atribuya al rol preconstituyente desarrollado por el Congreso.

Así, se ha discutido respecto a i) cuál es el instrumento que debe utilizar el Congreso para determinar la necesidad de la reforma; ii) si debe sesionar en asamblea o por medio de cada una de sus cámaras reunidas por separado; iii) cómo se cuenta la mayoría de las dos terceras partes de los miembros fijados en la cláusula constitucional, iv) si puede o no estipular limitaciones a la convención constituyente.

En cuanto al instrumento que se debe utilizar, se ha aceptado, casi de modo pacífico en nuestra costumbre constitucional —aunque no así en nuestra doctrina18—, que la necesidad de la reforma debe ser expresada mediante una ley, pero una ley con características muy particulares. Y es que si afirmamos que el instrumento adecuado es la ley, la pregunta inmediata que surgirá al respecto es si podrá esta ser proyectada o vetada por el Poder Ejecutivo. La repuesta que, respecto de ello, brinda Gelli (2013) nos parece convincente, al señalar que la función pre‑constituyente es una función exclusiva del Congreso y agregar:

En ese sentido, no es admisible el veto presidencial que, de todos modos, se diluiría, pues frente a las observaciones del Ejecutivo prevalece la voluntad congresional con los dos tercios de los votos de cada cámara que —se supone— estas podrían reunir, pues ya tendrían los dos tercios de sus miembros favorables a la reforma constitucional. (Gelli, 2013, T. I, p. 443)

Ferreyra coincide con esta postura, afirmando atinadamente que “[l]a declaración de la necesidad de la reforma no es un acto de contenido legislativo. Tal declaración tiene naturaleza preconstituyente (Ferreyra, 2007, p. 378).

A su vez, debe destacarse que no es admisible reconocerle al Poder Ejecutivo la facultad de iniciativa legislativa para el proceso sobre la necesidad de la reforma. “Desde el punto de vista dogmático constitucional corresponde afirmar, categóricamente, que el Poder Ejecutivo no posee atribuciones para impulsar reformas constitucionales” (Ferreyra, 2007, p. 379). Y es que debe entenderse que en este acto el Congreso está actuando no como un poder constituido, sino como un poder pre‑constituyente con potestades extraordinarias. Es él, y no el Poder Ejecutivo, el poder investido por la Constitución para operar con un exclusivo rol pre‑constituyente (Ferreyra, 2007).

Si el instrumento es la ley, entonces queda claro que cada cámara debe sesionar por separado, conforme al procedimiento de sanción de las leyes previsto en la Constitución.

En cuanto a la mayoría de las dos terceras partes de los miembros que, ahora sabemos, deberá reunir cada cámara por separado19, se ha discutido si lo que requiere la norma es:

i) dos tercios de los miembros presentes en la correspondiente sesión;

ii) dos tercios de los miembros totales de cada cámara;

iii) dos tercios del total de miembros en ejercicio o existentes, con lo que quedarían excluidos los miembros con licencia, bancas no cubiertas y hasta los ausentes con aviso por grave enfermedad.

Tal como indica Ferreyra (2007, p. 387), la interpretación que se siga al respecto no arrojará un resultado sutil, basta con repasar la diferencia del quantum exigido según se interprete de acuerdo con lo señalado en el punto i) o en el ii)20.

Históricamente, en las reformas de 1860, 1866 y 1949 se computaron los votos tomando a los miembros presentes en las sesiones. Por el contrario, en la de 1994 se computó con relación a la totalidad de los miembros.

La doctrina no es pacífica en este punto, aunque mayoritariamente ha opinado que el cómputo debe realizarse sobre la totalidad de los miembros (Gelli, Bidart Campos, Linares Quintanta, entre otros). Nosotros consideramos razonable la posición de Ferreyra, quien así argumenta:

… la postura más adecuada es admitir que los dos tercios deben calcularse sobre la totalidad de los miembros de cada una de las cámaras, pero tomando en cuenta solamente a los miembros en ejercicio. No deben computarse a los legisladores no incorporados, ni a los que el cuerpo autoriza a abstenerse de votar, ni a los que han renunciado con la banca todavía vacante, ni a los excluidos, los fallecidos, y hasta quienes razonablemente han dado aviso de no poder concurrir por enfermedad grave. (2007, p. 390)

Esta interpretación combina de manera balanceada una consideración acerca de la gravedad del acto pre‑constituyente que debe realizar el Congreso, y por eso exige la totalidad de los miembros; pero a la vez realiza una valoración realista (y anti‑obstruccionista), puesto que discrimina cuáles son los miembros efectivamente existentes al momento de la votación. Exigir que en el cómputo se tenga en cuenta a miembros “no efectivos” generaría un requisito obstruccionista de la reforma cuando esta resulte necesaria21.

Otro punto que no surge claro del texto es cuál es el alcance de la función pre‑constituyente del Congreso con relación a la materia a reformar. En general, se ha aceptado que en la declaración de la necesidad de la reforma el legislador debe especificar cuáles son los puntos, en concreto, a modificar. No obstante ello, esta solución no se desprende del tenor literal del art. 30 de la Constitución Nacional, el que solo refiere a que la declaración de la necesidad de la reforma puede ser total o parcial. En doctrina las opiniones al respecto son contradictorias22.

Parecería de total lógica que, si la declaración plantea una reforma total, carezca de sentido que el legislador especifique en concreto la materia reformable (puesto que toda lo es). Ahora bien, también parece razonable sostener que si el Congreso decide que lo que motoriza es una reforma parcial, deba indicar con precisión cuál es la parte concreta de la norma que requiere ser revisada.

Somos conscientes, no obstante, que con estas afirmaciones nos estamos salteando un paso argumentativo, pues el texto constitucional señala dos cosas —¿de manera separada?—: 1) que la Constitución puede ser reformada en todo o en parte; 2) que la necesidad de la reforma debe ser declarada por el Congreso. La posibilidad que no hemos explorado es la de sostener que el Congreso debe limitarse a hacer posible la reforma, esto es, a declarar su necesidad; pero afirmando que la ponderación de si la misma será total o parcial y de cuál será, en definitiva, la materia a revisar le corresponde al poder constituyente derivado.

Creemos que esta última interpretación no es sostenible, puesto que, si nuestros constituyentes han puesto en mano del Parlamento evaluar la conveniencia, oportunidad o necesidad de una revisión constitucional, también parecerían haber puesto en su cabeza, debido a la correlación lógica existente entre los dos pasos, la de indicar si la reforma debe ser total o parcial. Ello parece ser reclamado o derivado intrínsecamente del acto de considerar necesaria una reforma. Si se considera necesaria la reforma deberá, como parte de la fundamentación de esta postulación, identificarse qué es lo que debe revisarse. Es decir, la fijación de los temas a revisar se deriva de las razones con las que los legisladores deben motivar la necesidad de la reforma. Ferreyra agrega una razón de índole democrática23, al razonar que, debido a que un proceso constituyente debe ser fuertemente deliberativo, es necesario que la ciudadanía, al momento de elegir a convencionales constituyentes, sepa con claridad los contenidos a revisar para poder seleccionar a aquellos que más la representen —ideológicamente— en la consideración de esos temas (Ferreyra, 2007, p. 395‑396)24.

Las nociones como pautas hermenéuticas

No obstante todo lo dicho, sostendremos acá que la respuesta definitiva a la interpretación del art. 30 dependerá, como sucede en toda cuestión hermenéutica, de la noción concreta que se tenga acerca del poder constituyente y de lo que implica el fenómeno de la reforma constitucional. Habrá, si se quiere y derivado de ello, una interpretación “pro expansionista” y otra “pro restrictiva” con relación a las potestades de las convenciones constituyentes.

Así, si nos tomamos muy en serio las nociones dogmáticas y entendemos que el constituyente es, indiscutidamente, el sujeto soberano —encarnación del pueblo— que debe imponerse siempre en materia de creación y reforma constitucional y que, a su vez, el constituyente derivado es el mismo sujeto originario auto‑restringido por su propia obra constitucional —sin que haya, entonces, una diferencia “esencial” entre el originario y el derivado—; entonces cualquier silencio normativo debe entenderse en favor del constituyente. Si la Constitución calla, fue porque el constituyente calló intencionalmente, y con ello retuvo la potestad que no se ha auto‑restringido a través de la norma. El legislador tiene un rol pre‑constituyente solo porque el constituyente así lo quiso, y por lo tanto es solo titular de una potestad prestada y que siempre debe interpretarse de manera restrictiva.

Por otro lado, podríamos entender (posición que cada vez nos parece más atractiva) que el proceso de reforma constitucional es uno de los fenómenos más delicados y de mayor peligro para el mantenimiento del equilibrio republicano y, con ello, para la limitación del poder25. Plantearíamos entonces que en este proceso no existen poderes soberanos, que todos ellos están estrictamente limitados y que, por consiguiente, mientras más límites se establezcan mejores serán los resultados que se obtendrán en términos constitucionales. Dicho en otros términos, resultaría peligroso pensar en sujetos super‑poderosos actuando en las reformas —el poder constituyente—, porque bajo esa concepción resultaría complejo mantener el andamiaje institucional en sus carriles.

Para esta visión, la mejor forma de entender la relación entre congreso y asamblea constituyente será la de postular una reproducción del esquema de pesos y contrapesos. Esta posición teórica entiende que la noción de poder constituyente originario es una noción fundante del orden constitucional, pero que ya no puede volver a aparecer en un mundo político juridificado. Es un concepto que ha servido para justificar, bajo el ideal democrático que nos rige, el paso de un gobierno de hombres a uno de leyes. Pero luego de ese instante —que es un presupuesto teórico, pero solo eso— no existen sino poderes constituidos y, como tales, limitados. Dentro de esta concepción, por consiguiente, siempre que exista una duda acerca de si un poder tiene o no un límite debe resolverse en favor de la existencia del límite. En definitiva, acá se está partiendo de la base de que el constitucionalismo es, en definitiva, una técnica de limitación del poder, que busca racionalizarlo mediante su normativización.

Contrapunto: “Fayt” vs. “Schiffrin”

Algo de todo esto, de estas posiciones en pugna, hay en el contrapunto entre los pronunciamientos de la Corte “Fayt”26 y “Schiffrin”27. Se discutía allí si la Convención se encontraba facultada o no, según la Ley 24309 (de Necesidad de la Reforma Constitucional), para introducir modificaciones en la duración del cargo de los jueces. La disputa interpretativa giraba en torno al alcance del art. 3 “e” de la mencionada norma, la que establecía que se habilitaba “la actualización de las atribuciones del Congreso y del Poder Ejecutivo Nacional previstas en los artículos 67 y 86, respectivamente de la Constitución Nacional”. Es decir, si entre la actualización de las atribuciones podía incluirse la duración de los magistrados.

Así vemos que en el caso “Schiffrin” la Corte, en voto mayoritario, sigue la posición dogmática, entendiendo, simplificando los argumentos, que como quien actúa en cualquier reforma constitucional es el “poder constituyente” (aunque derivado), él debe ser el sujeto cuya voluntad debe priorizarse ante cualquier conflicto. Los restantes poderes, que son constituidos, deben ser deferentes respecto de lo que resuelve la asamblea constituyente.

En el voto concurrente de Rosatti, por ejemplo, se hace un repaso analítico de la teoría del poder constituyente, indicando que “la distinción entre poder constituyente y poder constituido es una de las ficciones jurídicas más significativas de los sistemas constitucionales contemporáneos” y que “[e]n sistemas como el argentino, de Constitución codificada y reforma dificultada, resulta especialmente relevante advertir la disímil jerarquía observable entre el poder constituyente (originario y derivado) y el poder constituido” (considerando 7). Conforme a la plataforma dogmática a la que adhiere, concluye que cualquier limitación, tanto procedimental (considerando 10) como sustancial (considerando 11) con relación al poder constituyente derivado debe interpretarse restrictivamente y ser controlada solo excepcionalmente vía judicial.

Los votos mayoritarios concurrentes reflejan esta posición en distintos lugares, por ejemplo, al señalar que, en cuanto a las potestades o atribuciones que se le deben reconocer a la Convención reformadora, “la interpretación no puede ser restrictiva —como se desprende del caso “Fayt”—, de manera de limitar severamente la soberanía de la Convención; por el contrario, el criterio de interpretación debe ser amplio, extensivo, y, en caso de duda, debe juzgarse a favor de la plenitud de poderes de la Convención Constituyente” (considerando 7 y considerandos 1628 y 2729 del voto de Lorenzetti).

En su voto concurrente Maqueda afirma:

En este sentido se reconoce la prelación lógica del poder constituyente sobre el constituido porque solo aquel da origen a este; se observa que no tendría ningún sentido que la Convención fuese un apéndice del Congreso, y que carezca de libertad para ejercer la función constituyente; se acepta la legitimidad que otorga la elección popular de los integrantes a la Convención Constituyente y en ese entendimiento se concluye, sin perjuicio de los matices, que solo podría ponerse en tela de juicio la actuación del poder constituyente derivado cuando en forma clara e indudable se avance sobre la competencia expresada por el poder legislativo al declarar la necesidad de la reforma. (Considerando 22).

Más adelante, al indicar que los procesos de reforma son justiciables, Lorenzetti aclara que esta justiciabilidad es completamente limitada, y debe estar referida solo a comprobar que se han cumplido los requisitos mínimos constitucionales para la validez de la reforma30. Y ello porque

… [dicho] estándar, del más amplio respeto hacia la actividad de la Convención Constituyente, tiene sustento en un hecho de singular importancia: se trata de la voluntad soberana del pueblo, expresada a través de un órgano —como lo es la Convención Reformadora— que cuenta con el más alto grado de representatividad, ya que los ciudadanos eligen a los convencionales con plena conciencia y conocimiento de que llevarán a cabo en forma inmediata y concreta la misión de reformar la ley fundamental. (Considerando 10 del voto de Lorenzetti. Argumentos compartidos en los considerandos 17 y 26 del voto de Maqueda y considerandos 8‑11 del voto de Rosatti)

En el mismo sentido, los votos que configuran la mayoría recuerdan que

Si la declaración de inconstitucionalidad de un acto de los poderes constituidos ya presenta suma gravedad institucional y debe ser considerada como ultima ratio del ordenamiento jurídico (…) con mucha mayor rigurosidad debe serlo cuando se ha puesto en cuestión la validez de una norma de la Constitución sancionada por una Convención Reformadora elegida por el pueblo. (Considerando 12 del voto de Lorenzetti, considerandos 7 y 2031 del voto de Maqueda)

A su vez, se señala de manera contundente que en “Fayt” se “olvidaron” de estos principios dogmáticos, partiendo de la base de que

… el Congreso podía establecer no solo la necesidad de la reforma, sino también su contenido; que la Convención Constituyente no podía apartarse de ello, porque acarrearía la nulidad; y que el Poder Judicial era el encargado de controlar que esos límites no fueran transgredidos. (Considerandos 11 y 2732 del voto de Lorenzetti; considerando 30 del voto de Maqueda).

Es decir, la mayoría afirma que en “Fayt” se siguió de manera indebida una posición restrictiva del procedimiento reformista y de la actividad del poder constituyente. Una afirmación concluyente sostiene:

El principio, pues, es claro, de modo que solo cabría descalificar la actividad de la Convención Constituyente en dos supuestos: cuando se demuestre categóricamente que exista una grave, ostensible y concluyente discordancia sustancial que haga absolutamente incompatible la habilitación conferida y la actuación llevada a cabo por la Convención Constituyente; o, cuando lo decidido por la Convención afectara, de un modo sustantivo y grave, el sistema republicano como base del estatuto del poder constitucional; o los derechos fundamentales inderogables que forman parte del contenido pétreo de la Constitución. (Considerando 16 del voto de Lorenzetti)

En cuanto a la habilitación temática de la duración del mandato de los jueces, los votos de mayoría, sin excepción, reconocen la necesidad de que el Congreso, en función pre‑constituyente, habilite los temas que tratará la Convención, pero agregan que en caso de duda debe entenderse habilitado el punto a revisar. En este sentido, concluyen:

En tales condiciones, cabe concluir que el constituyente realizó una exégesis racionalmente posible del alcance de la norma habilitante; pues, aunque no sea la única interpretación sostenible de aquella, es evidente que tiene sustento jurídico suficiente en la letra de la ley 24309 y, sin duda alguna, no constituye una grave, ostensible y concluyente discordancia sustancial que haga absolutamente incompatible la habilitación conferida y la actuación llevada a cabo por la Convención Constituyente, que de manera manifiesta e indisputable desconozca la voluntad que tuvo el Congreso al ejercer su función preconstituyente mediante las previsiones establecidas en la ley declarativa de la necesidad de la reforma. (Considerando 20 voto de Lorenzetti, 42 del voto de Maqueda y 25 de Rosatti)33

Por el otro lado tenemos la disidencia de Rosenkrantz quien, en línea con “Fayt”, parte de la base de que el proceso de reforma constitucional es de máxima gravedad institucional y que por ello es un mecanismo que debe ser utilizado con gran prudencia y de manera limitada. La necesidad de restringir normativa e interpretativamente a la reforma constitucional resulta fundamental para mantener el equilibrio republicano. y así fue entendido por los constituyentes. En esa línea, dice el magistrado:

El procedimiento de reforma constitucional es una de las previsiones más importantes de nuestra Constitución pues de él depende, en definitiva, el modo en que han de perdurar, y si han de hacerlo, tanto el sistema de derechos y responsabilidades como la forma de gobierno establecidos por la Constitución. Lo que aquí se discute, entonces, es de la máxima importancia. (Considerando 5)

En el mismo sentido, adhiere a la noción de que no se trata de una cuestión de sujetos (más o menos poderosos), sino de cumplir estrictamente con las disposiciones constitucionales que intentan encarrilar la vida política y social de la nación. En el considerando 18 es explícito en este punto:

En el Estado de derecho que los argentinos aspiramos a consolidar, el principio regulador de toda la vida en común es que no estamos sujetos a un gobierno de hombres sino de leyes, que ninguna persona u autoridad está por encima de la ley o de la Constitución, ni siquiera las convenciones reformadoras las que, más allá de la pompa con que las rodean sus circunstancias, también están constitucionalmente reguladas.

Lo que debe prevalecer, entonces, es el gobierno de leyes y no “sujetos” determinados. Insiste, entonces, en que en los procesos de reforma no hay un enfrentamiento entre poderes constituidos y constituyentes (lo que ya implicaría preeminencia de uno sobre el otro), sino un estricto procedimiento regulado por la Constitución.

El control judicial de una reforma constitucional, por tanto, no puede ser visto como un enfrentamiento entre poder constituido y poder constituyente derivado sino que debe ser concebido como un ejercicio que milita en defensa de la Constitución que, ni hoy ni nunca debemos olvidarlo, es la fuente común de la autoridad de ambos poderes. (Considerando 9)

Conteste con esta visión de sujeción a la ley, entiende que la mejor manera de comprender el proceso de reforma argentino que el art. 30 instituye es el de postular una dinámica de pesos y contrapesos entre la actividad pre‑constituyente del Congreso y la constituyente de la Asamblea, puesto que

Requerir la voluntad conjunta del Congreso y de la Convención para que se pueda reformar la Constitución es, además, un requisito de acreditada sabiduría institucional, pues permite dar mayor estabilidad a la Constitución Nacional. Ello constituye una aspiración de indudable actualidad ya que no existe país que pueda garantizar el bienestar de sus habitantes sin una constitución estable. Esta aspiración es especialmente importante en los tiempos que corren puesto que, dado nuestro oscilante pasado, todavía tenemos que probarnos a nosotros mismos que somos capaces de vivir bajo el imperio de las normas que hemos elegido. (Considerando 11)

Rosenkrantz realiza un repaso de las diversas reformas constitucionales que se dieron en Argentina, detallando que siempre se entendió que las asambleas constituyentes se encontraban limitadas estrictamente por las disposiciones y acuerdos del Congreso34. Afirma: “Por otro lado, la protección de la Constitución nunca puede ser entendida como un acto en contra de la política. Antes bien, la política, tal como lo ha enfatizado esta Corte, tiene la ´obligación de respetar y acatar el proyecto de república democrática que establece la Constitución Nacional´” (considerando 17).

Así concluye en esta línea:

El texto de nuestra Constitución, los precedentes de esta Corte citados y el modo en que se comportaron todas las convenciones convocadas para reformar la Constitución de 1853/1860 de acuerdo con el artículo 30 de la Constitución, en conjunto, confirman que las convenciones no pueden tomar la Constitución en sus manos atribuyéndose poderes soberanos que no le corresponden, por pocos que ellos fuesen; que no pueden generar su propio mandato y que este último está necesariamente limitado por la declaración de la necesidad de la reforma que debe efectuar el Congreso de la Nación. (Considerando 18)

En el considerando 22 sintetiza esta posición, al afirmar:

Debe enfatizarse aquí que permitir que la convención regule cuestiones que antes no estaban contempladas por el artículo cuya reforma es habilitada sería de la máxima gravedad pues, por ese sencillo expediente, se liberaría a la convención de todos los reaseguros, controles y límites creados por la Constitución e impuestos por el Congreso. Así, se traicionaría el ponderado sistema de reforma ideado por nuestros constituyentes, convirtiéndolo en una “caja de Pandora” incapaz de prevenir que quienes resulten electos como convencionales ignoren los acuerdos previos necesarios para reformar la Constitución y conviertan en texto constitucional sus preferencias personales acerca del funcionamiento de los poderes del Estado o del contenido de los derechos individuales para cuya protección nuestra Constitución fue ideada.

Conclusiones

Del contrapunto entre los casos “Fayt” y “Schiffrin”, y pese a los matices que existen al respecto, puede extraerse una conclusión general respecto a la naturaleza del proceso de reforma de la Constitucional Nacional. En interpretación unánime de la Corte argentina, todo trámite de revisión constitucional se encuentra limitado en dos esferas, esto es, tanto procedimental como sustancialmente. Nótese que, pese a la interpretación deferente hacia las potestades de la Convención Constituyente, los jueces que concurren en el voto mayoritario en el caso “Schiffrin” coinciden en afirmar que la Asamblea de 1994 estuvo estictamente limitada en el desarrollo de su función revisora. Por un lado, afirman, se encontraba habilitada por el Congreso para tratar la cuestión del mandato de los jueces —cuestión procedimental—, a la vez que sostienen que el reformado art. 99 inc. 4, tercer párrafo, no conculca ningún principio constitucional y resulta razonable —cuestión sustancial—. Por su lado, el voto disidente de Rosenkrantz, quien realiza, como vimos, una interpretación restrictiva de las potestades de la Convención, entiende —en consonancia con el precedente “Fayt”—, que el constituyente del año 94 violentó las pautas procedimientales al extralimitarse en sus potestades, modificando aquello que no se encontraba habilitado por el Congreso.

Esta no resulta ser una cuestión menor para la interpretación del alcance del proceso de reforma instaurado por la Constitución, puesto que nuestro ordenamiento permite la llamada revisión total. Si la Corte ha afirmado que hay límites (¡y también materiales!), la cuestión ahora es establecer cómo se condice dicho postulado con la posibilidad de la reforma total permitida expresamente por el art. 30.

Tal como señala De Vega, por paradójico que parezca, cabría afirmar que la problemática de los límites no solo no desparece y no se agota porque en la normativa concreta sobre la reforma no se reconozca su existencia, sino que es cuando se niegan de forma expresa los límites a la reforma —como ocurre en nuestra Constitución—, cuando dicha problemática comienza a adquirir su verdadera dimensión teórica y su auténtica significación política (cfr. De Vega, 1985, p. 221‑222).

Podríamos señalar, en otras palabras, que en los ordenamientos constitucionales en los que, como el nuestro, no se establecen obstáculos a su revisión total, se advierte con mayor claridad que el problema de los límites excede al derecho positivo, esto es, está más allá de los textos normativos concretos.

Y ello, porque la cuestión de los límites de la reforma constitucional no es, estrictamente, una cuestión de derecho positivo. Más allá del concreto contenido normativo de determinados preceptos, está la lógica del sistema constitucional considerado en su conjunto, a la que forzosamente hay que reconducir, y desde la que se hace necesario en todo caso explicar, la problemática de los límites. (De Vega, 1985, p. 220)35

En este sentido nos parece interesante realizar dos puntualizaciones: una en cuanto a los límites sustanciales y otra con respecto a los procedimentales.

Consideramos que para compatibilizar la posibilidad de la reforma total con la existencia de límites sustanciales no queda otro camino que recurrir a las distinciones entre texto y principios, por un lado, y entre modificación y supresión de la Constitución por el otro36. Una cosa es el texto constitucional —que, en nuestro sistema, puede ser completamente modificado— y otra cosa son los principios que lo informan. Los principios, tales como democracia, república, división de poderes, independencia judicial, etc., pueden ser expresados con distintas configuraciones gramaticales e, incluso, con distintas intensidades, pero nunca pueden ser suprimidos o anulados.

Para tomar el principio objeto de los pronunciamientos jurisprudenciales analizados, podemos afirmar que la independencia judicial es pasible de ser asegurada por diversos mecanismos, por ejemplo, estableciendo la permanencia vitalicia de los jueces en el cargo o con una permanencia ininterrumpida hasta los 75 años, pero siempre debe estar reconocida, de uno u otro modo, en el texto normativo. Todos los artículos pueden modificarse, pero, a la vez, ninguno de los principios estructurantes pueden ser anulados. Dicho en otros términos: existen límites implícitos o conceptuales, que son los que permiten la configuración de la comunidad política como un Estado Constitucional de Derecho, y que operan como marco de referencia de todo proceso constitucional. Si ellos son eliminados (cosa que, claro, fácticamente puede ocurrir), pues entonces ya no podremos hablar en términos constitucionales; en ese caso no habrá una reforma sino un quiebre constitucional; no será factible postular la existencia de un poder constituyente originario o de reforma —que se trata de un concepto jurídico‑constitucional—; sino de un poder fáctico que ha irrumpido con la finalidad de quebrar el sistema jurídico existente.

No se debe olvidar que la noción misma de poder constituyente surgió en el marco del movimiento del constitucionalismo y con la finalidad de operar como un mecanismo o presupuesto que permita explicar la transmutación del gobierno de hombres al gobierno de leyes. Como todos los conceptos que fue forjando el constitucionalismo, el de poder constituyente se trató de un dispositivo intencionalmente dirigido a limitar el poder, racionalizarlo o normativizarlo. Es en este marco, entonces, en donde se contextualizan las reformas constitucionales, las que siempre deben estar limitadas y reguladas estrictamente por las normas.

Ello nos lleva a la cuestión de los límites procedimentales, los cuáles pueden verse en dos sentidos: i) como otro nivel de límites que el constituyente originario le ha estipulado al derivado (además de los sustanciales); ii) como un procedimiento, necesario, para convocar al constituyente y que este pueda reformar la norma constitucional de manera libre. Acá, de acuerdo con este último punto, “lo procedimental” ya no es estrictamente un límite, sino una condición de posibilidad para que surja el sujeto constituyente y este pueda operar. Una vez que el constituyente se ha constituido, ya no podrán estipularse mayores limitaciones a su voluntad.

En el caso “Schiffrin”, por ejemplo, los votos mayoritarios parecerían postular que, como existe un poder de máxima representatividad y de diferente naturaleza, un constituyente que se resiste a ser controlado por un sujeto constituido (sea el Congreso o el Poder Judicial), no pueden ponerse muchas trabas a su accionar. Estas trabas solo pueden aparecer cuando el procedimiento se encuentra viciado de manera grave y notoria; y esto, nuevamente y aunque parezca circular, porque los poderes constituidos deben respetar el procedimiento fijado por el constituyente originario para “convocar” al constituyente derivado.

La disidencia sostuvo, en cambio, que la distinción es artificial, que todos los sujetos que intervienen en la reforma deben estar estrictamente limitados, tanto por el procedimiento cuanto por la materia. Y es que, tal como recordábamos en el repaso dogmático del tema, una vez que se ha dictado la Constitución todos los sujetos han quedado subordinados a ella, la norma fundamental ha pasado a ser el marco de referencia obligatorio de todo el sistema normativo estatal.

Referencias bibliográficas

Badeni, G. (2000). Instituciones de derecho constitucional. Ad-Hoc.

Colombo Murúa, I (2011). Límites a las reformas constitucionales. Astrea.

De Vega García, P. (1985). La reforma constitucional y la problemática del poder constituyente. Tecnos.

Diaz Ricci, Sergio (2004). Teoría de la reforma constitucional. Ediar.

Ferreyra, G. R. (2007). Reforma constitucional y control de constitucionalidad. Ediar.

Holmes, S. (1999). El precompromiso y la paradoja de la democracia, en Elster, J. y Slagstad, R. (Coords.), Constitucionalismo y democracia. Fondo de Cultura Económica.

Elster, J. (2002). Ulises desatado. Estudios sobre racionalidad, precompromiso y restricciones. Gedisa.

Gargarella, R. (2014). La sala de máquinas de la constitución. Dos siglos de constitucionalismo en América Latina (1810-2010). Katz.

Gelli, M. A. (2013). Constitución de la Nación Argentina. Comentada y concordada. 4.° ed., Tomo I. La Ley.

Linares Quintana, S. V. (1953). Tratado de derecho constitucional. Editorial Alfa.

Mouffe, C. (2003). La paradoja democrática. Gedisa.

Prieto Sanchís, L. (2003). Justicia constitucional y derechos fundamentales. Trotta.

Quiroga Lavié, H. (1978). Derecho constitucional. Cooperadora de Ciencias Sociales.

Requejo Pagés, J. L. (1998). Las normas preconstitucionales y el mito del poder constituyente. CEPC.

Riberi, P. (2011). Límites del poder constituyente: subjetividades y agonías del criptoconstitucionalismo, en AA. VV. Nuñez Leiva, J. I., Nuevas perspectivas en derecho público, pp. 91-144. Librotécnica.

——— (2008). Poder constituyente derivado, un mito del criptoconstitucionalismo [ponencia]. Jornadas Argentino, Chileno, Peruanas de Asociaciones de Derecho Constitucional, Buenos Aires.

Sieyès, E. (1973). ¿Qué es el tercer Estado? Aguilar.

Vanossi, J. R. (2000). Teoría constitucional. Depalma.

Von Ihering, R. (1993). En el Cielo de los conceptos jurídicos: una fantasía, en La picaresca jurídica universal. Gustavo Ibáñez.

——— (1987). Bromas y veras en la ciencia jurídica. Civitas.

Zagrebelsky, G. (2005). El derecho dúctil. Ley, derechos, justicia (trad. María Gascón). Trotta.

Ignacio Colombo Murúa

Perfil académico y profesional: Doctor en Ciencias Jurídicas (Universidad Católica Argentina). Diplomado en Estudios Avanzados (DEA). Especialista en Justicia Constitucional (Universidad de Castilla‑La Mancha). Profesor universitario en Ciencias Jurídicas (UNSa). Profesor adjunto de Derecho Constitucional y Teoría Política en las universidades Nacional y Católica de Salta. Secretario del Instituto de Derecho Constitucional de la Universidad Católica de Salta. Vocal titular de la Asociación Argentina de Derecho Constitucional. Juez de Garantías del Poder Judicial de Salta. Trabaja en líneas de investigación de teoría constitucional.
colombomurua@yahoo.com.ar
Identificador ORCID: 0000-0003-4019-4658


  1. Universidad Católica de Salta.

  2. Gelli refiere a la dinámica que se presenta en las reformas constitucionales entre la faz arquitectónica (creación de la norma suprema) y agonal de la política: “En ocasiones, además, el proceso reformista moviliza la faz agonal de la política en procura, sus protagonistas, de alzarse con el poder o retenerlo por más tiempo. Así, el peso de uno u otro aspecto de la acción política en el proceso reformador desnuda las intenciones con las que aquél se afronta” (Gelli, 2013).

  3. También debe decirse que la dogmática parte, como supuesto, de otros conceptos subyacentes: pueblo (¿hay realmente un sujeto “pueblo” que decide sin fraccionamientos?), representación política (¿hay posibilidad real de que unos pocos representen a muchos? ¿es una mera ficción, necesaria, pero irreal?), entre otros.

  4. Es que este armado que pergeñó el constitucionalismo pretende armonizar dos principios que, en algunos aspectos, parecen incompatibles: democracia y república. Diversos autores recuerdan que ambos principios proceden de tradiciones disímiles y, por ello, son de difícil armonización: “Por un lado tenemos la tradición liberal constituida por el imperio de la ley, la defensa de los derechos humanos y el respeto de la libertad individual; por el otro, la tradición democrática cuyas ideas principales son las de igualdad, identidad entre gobernantes y gobernados y soberanía popular. No existe una relación necesaria entre estas dos tradiciones distintas, solo una imbricación histórica contingente. A través de esta imbricación, tal como le gusta subrayar a C. B. MacPherson, el liberalismo se democratizó y la democracia se liberalizó” (Mouffe, 2003, p. 20.).

  5. Una verificación de la arqueología del concepto nos remite a la Revolución Francesa. Hasta ese momento, el ordenamiento jurídico provenía de la voluntad del monarca (soberano), quien imponía su voluntad de manera incuestionada sobre sus súbditos. Su voluntad era derecho, y detrás de ella operaba el fundamento divino. Cuando se produjo la revolución, y el soberano comenzó a ser el pueblo, se produjo un traspaso acrítico de los de aquella soberanía (unilateral, no fraccionada y divina) al pueblo, quien, a través del poder constituyente se erigió como un soberano ilimitado, infalible y con una voluntad no fraccionada.

  6. Riberi ha utilizado la metáfora de Dr. Jekyll y Mr. Hide para referir a un poder que muta de “todopoderoso y creador” a “creado y limitado”, como si un mismo sujeto tuviera la potencialidad de transformarse “esencialmente”. Y agrega: “la taxonomía que distingue un poder constituyente derivado como una categoría devaluada del poder constituyente originario o ´revolucionario´, no es otra cosa que una categoría académica que ha sido muy utilizada tanto por el pensamiento conservador como para el liberalismo extremo. Muchos juristas que desconfían de la democracia y de las mayorías, han hecho que dicha definición hoy forme parte de un catecismo indiscutido en los textos de la materia. Por el contrario, para el llamado constitucionalismo popular dicha distinción ha sido más bien desconocida en términos heurísticos e históricos. La misma además, siempre ha despertado desconfianzas por cierto” (Riberi, 2008). Véase apartado bibliográfico.

  7. Prieto Sanchís señala que “el constitucionalismo parte de la ficción de que existen dos fuentes normativas: si antes fue Dios o la naturaleza, ahora será el poder constituyente del pueblo” (Prieto Sanchís, 2003, p. 33). Véase apartado bibliográfico.

  8. Véase Holmes S. “El precompromiso y la paradoja de la democracia”, en Elster, J. y Slagstad, R. (Coords.) (1999), Constitucionalismo y democracia, Fondo de Cultura Económica; Elster, J. (1979). Ulysses and the Sirens: Studies in Rationality and irrationality, Cambridge University Press. Elster reseña que, para John Potter Stockton, “las constituciones son cadenas con las cuales los hombres se atan a sí mismos en sus momentos de cordura para evitar perecer por suicidio el día que desvaríen”. De un modo parecido, Friedrich Hayek se refiere a la idea de que una constitución es una atadura que el Peter sobrio le impone al Peter bebido. En una aseveración más reciente, Cass Sustein escribe: “Las estrategias de precompromiso constitucional podrían servir para salvar la miopía o la debilidad de la voluntad por parte de la colectividad” (Sustein, como se cita en Elster, 2002, p. 112). En Argentina, Riberi ha trabajado el tema (véase Riberi 2011 en el apartado bibliográfico).

  9. Dice Ihering respecto del “cielo de conceptos”: “En él encontrarás de nuevo todos aquellos que durante tu existencia terrenal tanto te han preocupado. Pero no en su configuración incompleta, con las deformaciones que el legislador y los prácticos les imprimen, sino en su plena e inmaculada pureza, con toda su ideal hermosura. Aquí son premiados los teóricos de la jurisprudencia por los servicios que les han prestado a los conceptos en la tierra; aquí, ellos que solamente los vieron en una forma velada, los descubren con entera claridad, los contemplan cara a cara, y tratan con ellos como con sus iguales. Las cuestiones para las que en vano buscaron una solución durante su existencia terrenal, son contestadas aquí y resueltas por los propios conceptos. (…) En el mundo de los conceptos que tienes ante ti, no existe la vida en el sentido vuestro, no existe más que el imperio de los pensamientos y conceptos abstractos, que independientemente del mundo real, se han formado por el camino lógico de la generatio equívoca y repudian todo contacto con el mundo real” (Von Ihering, 1987, p. 217). Véase apartado bibliográfico.

  10. Esencias que “son incompatibles con la vida y por ende han menester de un mundo exclusivo, en el que existen en la más completa soledad, lejos de cualquier contacto con la vida” (Von Ihering, 1993, p. 66). Véase apartado bibliográfico.

  11. En un sentido más radical leemos a Nietzsche, quien irónicamente reflexiona: “Si el hombre en acción ata su vida y su razón a sus conceptos, para no ser arrastrado y perderse, el investigador hace su choza junto a la torre de la ciencia, para encontrar ayuda junto a ella y protección bajo el baluarte existente” Nietzche, como se cita en Riberi, 2008, p. 42, nota a pie 9).

  12. “Las definiciones lexicográficas que mentan objetos constitucionales como entes perfectos, en rigor de verdad, olvidan el carácter cultural y político que tiene el concepto de Constitución. Para descartar algunas Constituciones y reformas como degradaciones escatológicas de una idea ´platónica´ de Constitución, la benevolencia endogámica de los círculos académicos suele ponerse de acuerdo para aceptar y difundir paradigmas de referencia. Sin embargo, lejos de todo convencionalismo, lo que los expertos describen como Constitución y sobre la fisonomía de sus ´límites´, en realidad, nada tiene que ver con supuestas ontologías” (Riberi, 2008). Véase apartado bibliográfico.

  13. Corte Suprema de Justicia de la Nación (CSJN), “Fayt, Carlos Santiago c/ Estado Nacional s/ Proceso de Conocimiento”. Fallos 322:1616.

  14. CSJN, “Schiffrin, Leopoldo Héctor c/ Poder Ejecutivo Nacional si acción meramente declarativa”. Fallos 340:257.

  15. Sobre las fuentes del art. 30 de nuestra Constitución, se recomiendan las precisiones efectuadas por Ferreyra (2007), en su obra Reforma constitucional y control de constitucionalidad (pp. 345‑356). También puede consultarse a Linares Quintana (1953) pp. 197 y ss. Véase apartado bibliográfico.

  16. Linares Quintana, resaltando el rol esencial del Congreso, reflexiona: “La iniciativa de reforma constitucional corresponde, de una manera exclusiva al Congreso, cuya declaración sobre la necesidad de la reforma constituye requisito substancial e ineludible para que la Convención reformadora pueda ejercer el poder constituyente constituido. Sería, pues, írritamente nula la reunión de una Convención revisora que pretendiera reformar la Constitución, si previamente el Congreso no ha declarado la necesidad de la enmienda y no ha convocado al órgano revisor, cumpliendo en un todo con los requisitos previstos por el texto constitucional” (Linares Quintana, 1953).

  17. “Para reformar la Constitución se requiere el consentimiento autorizado de todo el pueblo; por eso el único modo de alcanzarlo es por intermedio de la Cámara de Diputados. La regla democrática queda, de esta manera, asegurada. Además, apelando al consentimiento del Senado, se tutela el principio federal” (Ferreyra, 2007, p. 383).

  18. Reseña Ferreyra que Sánchez Viamonte entendía que el art. 30 de la Constitución Nacional (CN) mandaba al Congreso a expresarse en “asamblea legislativa”, “según la expresión utilizada en el viejo art. 73 de la CN –hoy 84– y formando asamblea legislativa, en la cual cada legislador —senador o diputado— tiene un voto, siendo necesaria, por lo menos, la mayoría de los dos tercios sobre el total” (Ferreyra, 2007, pp. 384‑385). Linares Quintana resume el debate histórico al respecto, indicando que Montes de Oca entendía que el Congreso debía pronunciarse por ley, mientras que Estrada, González Calderón y Sánchez Viamonte consideraban que debía hacerlo en asamblea y mediante una declaración (Linares Quintana, 1953, p. 199 y ss.). Fayt, en el caso “Polino”, indicó que era facultad del Congreso seleccionar la forma en que se expresará la necesidad de la reforma, pero que si optaba por una ley esta debía ajustarse al procedimiento fijado en la Constitución (CSJN, “Polino, Héctor y otro c. Poder Ejecutivo”. Fallos 317:335).

  19. El art. 30 se limita a señalar que la necesidad de la reforma debe ser dispuesta “con el voto de las dos terceras partes, al menos de sus miembros”.

  20. En ese sentido pueden repasarse los arduos debates que sobre esta parte del texto se han producido en los senos mismos de las convenciones reformadoras. Un completo análisis puede verse en Linares Quintana, 1953, tomo 2, pp. 208-220 (véase apartado bibliográfico). Reseña el autor de manera detallada el arduo debate que se generó respecto de la validez de la ley de necesidad que se dictó para la “reforma” de 1949 y que, por ejemplo, el bloque radical consideró inconstitucional por computar a los miembros presentes y no a la totalidad de ellos. De hecho, la convención reformadora de 1949 “incorporó al texto del art. 30 de la Constitución, la palabra presentes, aclarando así que los dos tercios de votos con que el Congreso debe aprobar la declaración de la necesidad de la reforma constitucional deben calcularse sobre los legisladores presentes” (Linares Quintana, 1953, p. 219).

  21. En contra se expresaba Linares Quintana, al señalar que la rigidez del sistema de reforma “requiere la dificultad y no la facilidad de la reforma de la Constitución; e, indiscutiblemente, un quorum de solo los dos tercios de los legisladores presentes en cada cámara no armoniza con la esencia del tal ordenamiento institucional” (Linares Quintana, 1953, T. 2, p. 219).

  22. Horacio Quiroga Lavié, por ejemplo, sostiene que no existe una exigencia constitucional para que el Congreso fije el alcance de la reforma y que, en definitiva, se trata de una función propia del poder constituyente (cf. Quiroga Lavié, 1978, pp. 607 y ss.). Linares Quintana, Vanossi y Badeni, aunque con matices, entienden que la declaración de la necesidad de la reforma sí debe determinar cuáles son los “artículos, párrafos o partes” a modificar (cf. Linares Quintana,1953, T. 2, p. 222 y ss.; Badeni, 2000 p. 166; Vanossi, 2000, T. I, pp. 335‑336).

  23. En un sentido similar argumenta el Juez Rosenkrantz en su voto disidente en “Schiffrin” al señalar, en el considerando 11, que “[e]l hecho de que el Congreso Nacional tenga en sus manos el poder de iniciar el proceso de reforma constitucional y de establecer, en su caso, restricciones a las convenciones reformadoras no constituye obstáculo al poder constituyente derivado. Por el contrario, dichas restricciones son en verdad potenciadoras de la soberanía popular. En efecto, dado que la declaración de la necesidad de la reforma requiere una mayoría calificada de dos tercios de los miembros del Congreso se garantiza que el proceso de reforma constitucional solo será iniciado cuando exista un amplísimo consenso. Asimismo, el mecanismo ideado por la Constitución permite que el pueblo de la Nación participe dos veces en el proceso de reforma: primero, a través de sus representantes legislativos en el Congreso, identificando qué es lo que será objeto de reforma, y luego a través de los convencionales constituyentes que el pueblo decida elegir, consagrando la reforma que estos le propongan en sus respectivas campañas electorales. Si en la tarea de reformar la Constitución Nacional la Convención no estuviera restringida por la declaración efectuada por el Congreso, el pueblo de la Nación vería reducida su aptitud para determinar qué es lo que, en última instancia, formará parte de la Constitución bajo la cual deberá vivir. De esa manera, su soberanía se vería limitada. En efecto, si la Convención ignorara los límites impuestos por la declaración de la necesidad de reforma no solo se burlaría ´la competencia y la calificación de la mayoría del Parlamento prevista en la Constitución´ sino también ´el voto del electorado que tuvo en cuenta la declaración de ese órgano al elegir los miembros de la Convención´” (Consejo para la Consolidación de la Democracia (1986), Reforma Constitucional. Dictamen preliminar del Consejo para la consolidación de la democracia. Eudeba, p. 37).

  24. González Calderón razonaba que sostener lo contrario “no podría ser sostenida por un razonamiento serio (…) importaría un contrasentido constitucional: la declaración de la reforma hecha por el Congreso sobre tales o cuales puntos, sería completamente inútil; ¿para qué se exigiría esa declaración concreta si la Convención pudiera iniciar otras enmiendas?” (González Calderón, Derecho constitucional, como se cita en Linares Quintana, 1953, T. 2, pp. 222‑223). Agregaba, en idéntico sentido, que cuando el texto señala que el Congreso debe declarar la necesidad de la reforma, con ello se implica necesariamente el contenido a reformar, puesto que se está subordinando la potestad constituyente al acto previo y pre‑figurativo del Congreso. La Convención no se puede convocar a sí misma, “no tiene los poderes suficientes para declarar por sí misma la necesidad de efectuar otras reformas” (González Calderón, como se cita en Linares Quintana, 1953).

  25. El temor puede verse concretizado en las reformas constitucionales latinoamericanas, que con el pretexto de mejorar las constituciones se las ha modificado para fortalecer aún más a los poderes concentrados de los líderes de turno. Siempre, claro, argumentando que ello se produce por voluntad del soberano popular encarnado en el poder constituyente. Un interesante estudio de las reformas latinoamericanas, que se centra en el fenómeno de que fueron de extrema amplitud en el reconocimiento de derechos pero que, o mantuvieron la estructura conservadora del poder o, incluso, la acrecentaron aún más, puede apreciarse en Gargarella, R. (2014), La sala de máquinas de la constitución. Dos siglos de constitucionalismo en América Latina (1810-2010). Véase apartado bibliográfico.

  26. CSJN, “Fayt, Carlos Santiago c/ Estado Nacional s/ Proceso de Conocimiento”. Fallos 322:1616.

  27. CSJN, “Schiffrin, Leopoldo Héctor c/ Poder Ejecutivo Nacional si acción meramente declarativa”. Fallos 340:257.

  28. “Que, como consecuencia de todo lo expresado, no es procedente en esta materia aplicar un criterio de interpretación restrictivo sino amplio y extensivo respecto de las facultades de la Convención Constituyente”.

  29. “El nivel de escrutinio del control judicial de la actuación de una Convención Constituyente debe adoptar la máxima deferencia hacia el órgano reformador, acorde al alto grado de legitimidad y representatividad que tiene la voluntad soberana del pueblo expresada a través de la magna asamblea. En caso de duda debe optarse por la plenitud de poderes de la Convención Constituyente”.

  30. Entre otros lugares, en el considerando 16 leemos que la revisión judicial solo procede “cuando se demostrase “la falta de concurrencia de los ‘requisitos mínimos e indispensables’ que condicionan la sanción de la norma constitucional reformada” (conf. considerandos 3.° y 4.° de Fallos: 256:556, “Soria de Guerrero”).

  31. “Que en primera síntesis, cabe afirmar que las asambleas reformadoras han actuado con un amplio margen para plasmar constitucionalmente lo que la comunidad había acordado políticamente, y que tanto el Congreso como los jueces han sido —hasta la sentencia en el caso “Fayt— respetuosos de ese ejercicio”.

  32. “La única vez en la historia argentina en que el Poder Judicial declaró la nulidad de una cláusula de la Constitución Nacional fue en el caso ´Fayt´ de Fallos: 322:1616. En su sentencia, la Corte adoptó un nivel de escrutinio restrictivo sobre el juicio de compatibilidad material entre los temas habilitados y las cláusulas adoptadas, que no se compadece con los principios enunciados y limita severamente la competencia del órgano reformador. La doctrina utilizada en el caso ´Fayt´ debe ser abandonada y sustituida por un nuevo estándar de control, que sea deferente y respetuoso de la voluntad soberana del pueblo, según lo establecido en el punto”.

  33. Sostienen que la Convención no ha violado la habilitación de temas, puesto que “[e]n lo que al caso interesa, cabe mencionar que el artículo 3.° de la citada ley dispuso habilitar —como tema— lo referido a ´[l]a actualización de las atribuciones del Congreso y del Poder Ejecutivo Nacional previstas en los artículos 67 y 86, respectivamente, de la Constitución Nacional, entre las que se encontraba la referida a la intervención del Poder Ejecutivo en el proceso de designación de los jueces federales (artículo 86, inciso 5°)´” (considerando 19 del voto de Lorenzetti, considerandos 33, 34 y 35 del voto de Maqueda y considerando 12 del voto de Rosatti).

  34. “Incluso en aquella instancia de nuestra historia constitucional en la cual el Congreso había decidido que podía procederse a la reforma de toda la Constitución —ello sucedió cuando se sancionó la Ley 13233, el 27 de agosto de 1948— y, por lo tanto, cuando el mandato dado a esa Convención Reformadora fue de la mayor extensión imaginable, también se consideró que su mandato era limitado. A tal punto fue ello así que se sintió la necesidad de dejar afirmado que una Convención ´es un órgano constituido del Estado, de función extraordinaria pero cuyo cometido específico queda reglado por la ley que declaró la necesidad de la reforma´; que ella ´actúa dentro del orden jurídico preestablecido y por lo mismo debe sujetarse al cometido que le asignara la ley, que es, en este caso, la revisión total de la Constitución ...´; y que, por lo tanto, ´resulta claro que la Convención carece de facultades, dentro de sus atribuciones específicas demarcadas por la ley, para intentar la revisión que regula el modo de cumplir una de sus facultades” (Sampay, 1975, Las Constituciones de la Argentina - (1810-1972), Docencia: Buenos Aires, 1975, pp. 484-485). (considerando 16).

  35. Podríamos decir el tema de las cláusulas pétreas y los límites en general son una de esas cuestiones fundamentales en la teoría jurídica y, tal como señala Zagrebelsy, “lo que es verdaderamente fundamental, por el mero hecho de serlo, nunca puede ser puesto, sino que debe ser siempre presupuesto. Por ello, los grandes problemas jurídicos jamás hallan en las constituciones, en los códigos, en las leyes, en las decisiones de los jueces o en otras manifestaciones parecidas del ´derecho positivo´ con la que los juristas trabajan, ni nunca han encontrado allí su solución. Los juristas saben bien que la raíz de sus certezas y creencias comunes, como la de sus dudas y polémicas, está en otro sitio. Para aclarar lo que de verdad les une o les divide es preciso ir más al fondo o, lo que es lo mismo, buscar más arriba, en lo que no aparece expreso” (Zagrebelsky, 2005, p. 9).

  36. Este tema fue desarrollado en extenso en Colombo Murúa (2011, pp. 247-259). Véase apartado bibliográfico.

volver